Tal vez podamos argumentar ꟷsin mucho éxitoꟷ en contra de la necesidad de ser humildes en nuestros tratos con nuestros semejantes, pero pretender hacerlo en lo que tiene que ver con nuestros tratos con Dios es una auténtica necedad, pues ser humildes ante Él es algo apenas natural y de simple sentido común en vista de nuestra manifiesta, indiscutible e infinita inferioridad ante él. Pretender relacionarnos con Dios en términos que no incluyan la humildad de nuestra parte es un completo desvarío y es una muestra evidente de altivez, soberbia y delirios de grandeza inadmisibles. Y aunque la humildad ante Dios es algo que se cae de su peso, al punto que no habría ni siquiera que mencionarlo; en vista de nuestra condición caída la Biblia contiene de todos modos numerosas exhortaciones que nos instan a humillarnos ante Dios, y nos comunica al mismo tiempo y por contraste las bendiciones de obedecer o, en su defecto, las lamentables consecuencias hacer caso omiso a este imperativo divino. Entre las bendiciones que Dios otorga a quienes acuden a Él con humildad encontramos la promesa de brindarles provisión y dirección, concederles honra y victoria y manifestarles Su presencia reanimadora y sustentadora cuando se requiera. Por todo esto, el apóstol Pedro es concluyente: “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo” (1 Pedro 5:6). Porque la humildad es, finalmente, señal de sabiduría, como lo sostiene Julio J. Vertiz: “El sabio moderno ha vuelto a encontrar el sentido de la humildad… puede agachar la cabeza y entrar en el templo de la fe”
El sabio moderno
“En el campo de la fe, para comprender no se requiere en realidad tanta inteligencia, sino más bien una buena dosis de humildad”
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