Volviendo con lo ya indicado en cuanto a la errada formulación popular de la regla de oro que afirma que no debemos hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, en perjuicio de su correcta formulación bíblica en el evangelio que dice: “Así que en todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes” (Mateo 7:12); en esta distorsión encontramos el terreno abonado para justificar el pecado de omisión. De hecho, de la división clásica de los pecados entre pecados de pensamiento, de palabra, de obra y de omisión, éste último constituye con frecuencia el punto ciego de nuestra visión y en el que incurrimos, por consiguiente, de forma más frecuente e inadvertida. En efecto, adquirir consciencia de nuestros pecados de pensamiento, de palabra o de obra es mucho más fácil que hacerlo en relación con los de omisión, pues todos los primeros tienen que ver con acciones de algún tipo, ya sean mentales, verbales o materiales muy concretas, mientras que el pecado de omisión tiene que ver es con lo que dejamos de hacer, por lo que adquirir consciencia de él es más difícil. Así, pues, aquellas cosas que logramos dejar de hacer a consciencia impulsados por el hecho de que no debemos hacerlas, serán inferiores en número a las que dejamos de hacer de forma inconsciente, pero que si fuéramos conscientes de ello tendríamos que haber hecho. No podemos, además, olvidar que en muchos casos, dejar de hacer algo de una manera es comenzar a hacerlo de otra, razón por la cual: “Así que comete pecado todo el que sabe hacer el bien y no lo hace” (Santiago 4:17)
El punto ciego del pecado de omisión
“Los que se justifican diciendo que no le hacen mal a nadie no suelen hacerle bien a nadie que es la esencia del pecado de omisión”
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