La Biblia nos ordena no juzgar. Por supuesto, ya hemos aclarado que esta instrucción no significa no juzgar de manera absoluta, pues las autoridades deben hacerlo y, de hecho, ningún ser humano puede evitar hacer juicios de valor que son inherentes a nuestra conciencia del bien y el mal. La prohibición de juzgar en el sermón del monte no tiene que ver, entonces, con la capacidad crítica que debemos ejercer en la vida cotidiana para la toma de decisiones, sino más bien con el espíritu crítico que vive juzgando y condenándolo todo y a todos, aunque no nos corresponda ni hayamos sido llamados a hacerlo, al mismo tiempo que pasamos por alto las faltas propias asumiendo el papel de jueces de los demás. Y en este sentido, hay tres formas de juicio especialmente censurables, entre la cuales la más grave y condenable es la calumnia que atribuye de manera gratuita o malintencionada faltas a la conducta y el carácter de las personas que no corresponden con los hechos. Las otras dos formas le hacen el juego a la calumnia, que cuenta con ellas para lograr su efecto destructivo. Nos referimos a la murmuración, por una parte y al aparentemente más inofensivo chisme, contra las que de cualquier modo la Biblia también se pronuncia en contra, por lo que no debemos desestimar ninguna de ellas ni tratar de bajarle el tono a la culpa que conllevan cuando cedemos a ellas. Es a ellas a las que se refiere así Santiago: “Hermanos, no hablen mal unos de otros. Si alguien habla mal de su hermano, o lo juzga, habla mal de la ley y la juzga. Y si juzgas la ley, ya no eres cumplidor de la ley, sino su juez” (Santiago 4:11)
No hablen mal unos de otros
“Los murmuradores creen que son los únicos en darse cuenta de las faltas de los demás, creyéndose con el derecho de divulgarlas”
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