Y su sentido teológico
El tema de nuestra presente conferencia del mes es uno de los que últimamente cobra más interés y genera más preocupación en el mundo en general y en la teología en particular por varias razones que vale la pena enumerar para lograr poner el tratamiento de este asunto en el debido contexto. En primer lugar, desde la perspectiva general que involucra tanto al pensamiento secular como al cristiano, por el peligro de extinción en el que se encuentran hoy por hoy muchas especies de animales debido a la explotación irresponsable del medio ambiente llevada a cabo por el hombre en perjuicio de los ecosistemas, cuyo deterioro amenaza también en último término la subsistencia de la especie humana. Un peligro de extinción que se une al conocimiento cierto que hoy tenemos de la extinción ya ocurrida a un significativo número de especies de animales y de plantas, no ya en el curso de la prehistoria, sino también en el curso de la historia humana hasta nuestros días, algo que no dejará de ser lamentable, independiente de la mayor o menor responsabilidad que el ser humano pueda tener en esto.
En segundo lugar y unido al anterior, a la mayor sensibilidad y toma de conciencia del ser humano sobre el sufrimiento animal, en especial el de los llamados animales superiores que se hallan en una relación más estrecha y directa con los seres humanos que se sirven de ellos de uno u otro modo, relación que genera entre hombres y animales vínculos afectivos mutuamente compartidos, y que ha hecho que se les catalogue actualmente, si no al igual que nosotros como “seres conscientes” en todo el sentido de la expresión, sí como “seres sintientes” con todo lo que esto conlleva para la mayor solidaridad y, si se quiere, “empatía” y compasión que deberíamos mostrar hacia ellos. Seres que, si bien no son conscientes de su entorno como nosotros y no tienen la capacidad humana de razonar y reflexionar alrededor del sentido de su existencia ꟷy de su dolorꟷ, así como tampoco de su lugar en el mundo, si son conscientes de su propio dolor en la medida en que pueden “sentir”, al igual que nosotros, mostrando una gama de emociones similares a las nuestras, dando así lugar al actual movimiento animalista que reclama para ellos los mismos derechos que los seres humanos reclaman para sí mismos.
Y por último, aquí entra también la realidad que podemos constatar a nuestro alrededor de la cadena alimenticia que la naturaleza ha puesto en evidencia desde que el hombre tiene conciencia, con depredadores y presas, sobrevivientes y víctimas que la evolución como quiera que se le entienda parece legitimar, en especial en su versión darwinista con su principio de la selección natural y la supervivencia de los más fuertes o mejor adaptados. Una historia evolutiva en la que la garras y los dientes teñidos de sangre ꟷcon el ser humano como principal depredador desde su irrupción en esta cadenaꟷ, parecen ser una tónica ineludible y hasta necesaria, con todo el dolor que esta dinámica conlleva para los animales que se encuentran inmersos de forma inevitable en ella. Y dado que el ser humano, con su inherente moralidad y sin perjuicio de las significativas excepciones de los tiranos crueles y sanguinarios y los criminales redomados ꟷy de ideologías presuntamente científicas como la llamada “sociobiología” y el “darwinismo social”ꟷ, se resiste, no obstante su decisiva participación en esta dinámica en perjuicio de otras especies, a rendirse al dominio de ella en lo que tiene que ver con el desenvolvimiento de la historia humana y el profundo anhelo de todos los hombres sensatos por la paz y la armonía entre todos los seres de la creación, la realidad natural de las garras y dientes teñidos de sangre desafía y cuestiona este anhelo universal.
Un problema que tiene claros ribetes teológicos y que es un argumento más que se une a los ataques contra la concepción cristiana de Dios en el cuestionamiento que ateos y escépticos dirigen al cristianismo y que giran todos ellos alrededor del más amplio problema del mal, del dolor y del sufrimiento que hace presa no sólo de los animales, sino de los seres humanos con especialidad. Ahora bien, el cristianismo tiene una respuesta consistente a este problema, en lo que tiene que ver con el sufrimiento de los seres humanos en virtud de nuestra irrevocable conciencia y responsabilidad moral y el ejercicio del libre albedrío, pero esa respuesta pierde consistencia cuando se trata de explicar el dolor de los animales y requiere, por lo tanto, mayores explicaciones. Sobre todo, porque el dolor de los animales existe desde el punto de vista cronológico con mucha anterioridad a la creación y a la existencia del ser humano y su consecuente caída en pecado, que es la causa que el cristianismo identifica en el tiempo como el origen de las hostilidades mutuas y el consecuente dolor en el mundo en lo que se conoce como “las consecuencias cósmicas de la caída” mencionadas en Génesis 3:17-19 y Romanos 8:19-23
Ahora bien, el llamado “creacionismo de la tierra joven” que interpreta los seis días de la creación como días literales de 24 horas tal como los que hoy experimentamos, elude este hecho de manera fácil y simplista al hacer de todos los animales, incluyendo las muy numerosas especies que la ciencia identifica como prehistóricas y anteriores al hombre, extinguidas antes de su aparición y sin su concurso, como contemporáneas del ser humano, con lo que el problema del dolor de los animales antes de la aparición del ser humano no existiría para ellos. Pero el llamado “creacionismo progresivo o de la tierra antigua” y el “evolucionismo teísta”, que creen que los seis días de la creación no fueron días literales de 24 horas, sino que representan las grandes eras geológicas postuladas por la ciencia, si tienen que admitir la existencia del dolor animal con mucha anterioridad a la aparición del hombre en la tierra e intentar una explicación para él.
C. E. M. Joad, director del departamento de filosofía de la Universidad de Londres en su condición de cristiano afirmaba que consideraba plausible, racional y consistente la explicación cristiana para el dolor humano y no lo consideraba incompatible con el concepto de un Creador y de un mundo bueno creado por Él. Pero admitía, sin embargo, enseguida que, con todo y ello, la teodicea cristiana seguía teniendo para él una dificultad no resuelta: “La dificultad a la que me refiero es la del dolor animal y, más en concreto, el dolor del mundo animal antes de que apareciera el hombre en el escenario cósmico”, haciendo esta declaración honesta en el contexto de un artículo que tenía la esperanza de que alguien lo instruyera al respecto. En su aspiración a que alguien asumiera este reto, sostiene enseguida que la explicación más elaborada y cuidadosa que conocía al respecto era la de C. S. Lewis, por lo que a partir de ahora y sin pretender con esto responder ni aclarar de una manera absoluta esta dificultad en esta conferencia, vamos a seguir y comentar los argumentos de C. S. Lewis al respecto.
Lo primero que Lewis declara con humilde honestidad es que sus argumentos no dejan de ser especulativos y no pretende para ellos la autoridad del dogma. Y esta declaración viene antecedida por una consideración que yo suscribo de manera personal: “No debemos permitir, por lo demás, que el problema de la aflicción animal se convierta en el centro de la cuestión del dolor; no porque se trate de algo sin importancia… sino porque queda fuera del alcance del conocimiento”, es decir que nunca podremos decir algo incuestionablemente concluyente al respecto, pues siempre careceremos de todos los datos o la información pertinente o del conocimiento de todas las variables involucradas, siendo éste, entonces, uno de los asuntos que forman parte de “lo secreto [que] le pertenece al Señor nuestro Dios” según Deuteronomio 29:29 y que Dios, por tanto, no nos ha revelado. Se apresura, eso sí, a eximir a Dios de esta responsabilidad diciendo: “La doctrina de la bondad de Dios permite deducir de forma segura que la ‘aparición’ en el reino animal de una crueldad divina excesiva es una ilusión. El hecho de que el único dolor conocido de primera mano ꟷel propioꟷ no resulte una crueldad hace más fácil creer en ello”. Es decir que si podemos encontrar razones plausibles para afirmar que el dolor humano no es una crueldad de parte de Dios no debemos, entonces, pensar que el de los animales si lo es, siempre y cuando no obedezca a la crueldad del ser humano, por supuesto.
Lewis argumenta rápidamente de manera convincente para dejar por fuera de sus consideraciones a las plantas y a los animales inferiores en quienes no considera que exista algo susceptible de ser admitido como “sensibilidad” de la manera en que hoy se define en los seres “sintientes”, por lo cual todo lo que eventualmente podamos decir relativo al “sufrimiento” de las plantas es metafórico y no literal, advirtiendo al respecto que: “no debemos ser víctimas de nuestras metáforas”. Continuando en esta dirección afirma un poco después que: “Al mismo tiempo, no hay duda de que la sensibilidad empieza en algún momento, aunque no sepamos cuando, pues los animales superiores tienen un sistema nervioso muy semejante al nuestro”, momento en el cual procede a hacer la siguiente puntualización: “Mas en este nivel debemos distinguir todavía entre sensibilidad y conciencia”.
Así, los animales superiores ciertamente tienen sensibilidad, pero no tienen una conciencia del “yo” como la de los seres humanos que brinda unidad a una serie de sensibilidades diferentes y sucesivas en el tiempo y las conecta a todas como mis sensibilidades, mis sentimientos, mis sensaciones o mis dolores. Y dado que, como la Biblia lo afirma, los animales también tienen “alma”, en relación con ella y a diferencia de la nuestra: “el alma [de los animales], aunque siente el tiempo, no es en sí misma completamente «temporal», a diferencia del alma humana, pues el dolor como lo experimentamos los seres humanos: “exige la existencia de un alma que no sea ella misma una sucesión de estados, sino un cauce permanente por el que discurren las diferentes partes del torrente de las sensaciones, capaz de reconocerse como idéntico en todas ellas”.
Por lo tanto, el alma de los animales, si bien siente la existencia del torrente de sensaciones, no posee ese “cauce” único y personal que sí posee el alma humana por el que ese torrente discurre y se contiene. En otras palabras, en el alma de los animales hay, ciertamente, percepción de la sensación, pero: “No hay «percepción de la sucesión»” que existe entre una y otra, entre la primera y la última. Dicho de otro modo, el sistema nervioso de los animales es un sistema que: “pronuncia las letras L,O,D,R,O. Más, como no sabe leer, no compone con ellas la palabra «DOLOR»”. Y si nosotros en nuestro lenguaje tendemos a atribuir a los animales cuando hablamos de ellos una suerte de “personalidad” similar a la nuestra es debido a que, para nosotros, nos es difícil imaginar una sensibilidad sin conciencia y por ello tendemos a personalizar a los animales, en particular a los que sabemos más inteligentes entre todos, pues: “Es difícil imaginar, ciertamente, que el mono, los elefantes y los animales domésticos superiores no tengan de algún modo un «yo» o un alma capaz de conectar las experiencias y dar origen a una rudimentaria individualidad; pero aun así, buena parte del aparente sufrimiento animal no se debe considerar como tal en ningún sentido real. Posiblemente hayamos sido nosotros los inventores del animal «doliente» mediante la «falacia patética» de atribuir a las bestias un «yo» del que no hay la menor evidencia real”.
Ahora bien, esto parece alimentar la indiferencia hacia el dolor animal, pero no es esto en realidad lo que Lewis pretende, sino establecer las necesarias diferencias cualitativas entre el dolor humano y el dolor de los animales para colocarlos a ambos en su justo lugar y proporción, y no incentivar el desentenderse del dolor animal ni mucho menos, pues, como lo dice también Lewis: “Para nosotros, el dolor sin culpabilidad o provecho moral, por baja y despreciable que pueda ser la víctima, es un asunto muy serio”. El Dr. Joad utiliza, en contra de la perspectiva expuesta por Lewis del dolor de los animales, el hecho de la memoria que los animales parecen tener, pues: “Una consciencia no interrumpida no presupone memoria. Me parece un disparate decir que los animales no recuerdan. El perro que se agacha al ver el látigo con el que ha sido golpeado continuamente ‘se comporta’ como si recordara… no veo cómo es posible explicar el hecho de la memoria sin una conciencia ininterrumpida”. Y debemos admitir que la respuesta de Lewis a esta objeción es una de las más débiles cuando afirma: “No creo que la conducta «como si recordara» demuestre que exista memoria en el sentido de memoria consciente”, proponiendo luego la idea de que “los nervios recuerdan lo que la mente olvida”, igualando la aparente memoria de los animales con una especie de “acto reflejo” instintivo y nada más.
Esto es, además, sin duda contraintuitivo y difícil de sostener, particularmente en lo que tiene que ver con los animales domésticos con los que los seres humanos nos hemos relacionado más estrechamente a lo largo de la historia, en especial en estos tiempos en que en el contexto del mundo desarrollado el concepto de “mascota” ha llegado a adquirir tanta relevancia y la relación y gratificación afectiva entre animales y seres humanos ha llegado a ser la utilidad práctica principal y casi exclusiva que los seres humanos derivan de esta relación. Situación que amenaza en muchos casos con atribuir a los animales casi una personalidad humana, “humanizándolos” al punto de hacernos olvidar que son animales y atribuyéndoles los mismos derechos que reconocemos para la condición humana, como lo hace el movimiento animalista.
En la Biblia, la atribución de “alma” a los animales no pretende igualarlos a los seres humanos, sino establecer cierta base vital comúnmente compartida entre ambos que justificaría y haría posible su condición de subordinados a un gobierno benévolo, sabio y justo por parte del ser humano sobre ellos como el que Dios habría ordenado originalmente al crear el hombre y establecer para él lo que se conoce como “el mandato cultural” ya tratado y expuesto en nuestra conferencia anterior sobre la ecología, gobierno que se hubiera concretado con creciente satisfacción y éxito si la caída en pecado del ser humano no lo hubiera estropeado y echado a perder, arrastrando a la creación entera en su caída y distorsionando de forma destructiva y perversa el orden original deseado por Dios para Su creación y dando lugar al dolor de los seres humanos, al mismo tiempo que exacerbaba el dolor animal elevándolo a nuevos niveles de maldad en los que la responsabilidad moral del ser humano en el asunto sería ineludible.
Y si decimos que la caída del ser humano “exacerba” el dolor animal es porque, como ya lo hemos admitido, previo a la aparición del ser humano este dolor ya existía en la dinámica de “garras y dientes teñidos de sangre”, sin que haya todavía responsabilidad humana en él, ni mucho menos divina. Pero si el dolor es en esencia malo al margen de la utilidad que pueda brindar para moldear favorablemente el carácter del ser humano ꟷutilidad que no existe en relación con los animales carentes de una conciencia moral de tipo personal y en ausencia de un ser humano que pueda ser señalado como el responsable de élꟷ, ¿quien sería, entonces, el responsable de él antes de la aparición del ser humano sobre la faz de la tierra? Dado lo que conocemos sobre Dios, es incoherente y hasta descabellado hacer de Dios directamente el responsable de él. En este punto Lewis especula que el dolor de los animales previo a la aparición del hombre puede ser muy bien una de las consecuencias de la rebelión de Satanás y sus ángeles, una de cuyas actividades sería haber introducido el dolor en la creación animal aún antes de la aparición del ser humano mediante las dinámicas naturales entre depredador y presa, a semejanza de la manera en que los evangelios describen algunas enfermedades como consecuencia de la actividad directa de los demonios, sin que haya en ello responsabilidad moral por parte de quien la padece. De hecho, en su novela Perelandra. Un viaje a Venus, Lewis imagina un planeta joven, como Venus o Perelandra en este caso, en el que aún no habría tenido lugar la caída, pero en el que un enviado de Satanás desde la Tierra, el perverso científico Weston, introduce el mal aún antes de la caída del correspondiente Adán y Eva de este mundo, infligiendo precisamente dolor con intencionada crueldad a los animales que habitan este mundo paradisíaco.
Si bien esto no deja de ser especulativo, no es inconsistente con lo que la Biblia sí nos ha revelado con claridad al respecto, ratificado a su vez por la experiencia humana en la que por lo general podemos corroborar que los seres humanos que catalogamos como “malos” son crueles con todas las formas de vida, desde los seres humanos hasta los animales y los que catalogamos como “buenos” manifiestan preocupación y benevolencia no sólo hacia sus semejantes, sino hacia los animales igualmente y procuran su bienestar. De hecho, Lewis especula que uno de los propósitos asignados por Dios al ser humano en el mandato cultural muy bien podría haber sido restaurar este estado de cosas, propósito que se echó a perder con la caída. En su opinión: “Una de las funciones del hombre tal vez haya sido restablecer la paz en el reino animal, y si no se hubiera pasado al enemigo, podría haber tenido en la tarea un éxito difícil de imaginar”, siendo entonces la descripción que leemos en Génesis 1:29-30 de una dieta herbívora para todos los animales con el ser humano a la cabeza de todos ellos, no una descripción del mundo como era en ese momento, sino como estaba llamado a ser bajo el gobierno delegado del ser humano.
En este orden de ideas, si: “La maldad intrínseca del reino animal consiste en el hecho de que los animales, o algunos de ellos, viven destruyéndose entre sí… La corrupción satánica de las bestias sería análoga en un sentido a la corrupción satánica del hombre, pues una de las consecuencias de la caída del hombre fue el alejamiento de su animalidad de la humanidad a la que había sido elevado, y la imposibilidad de que desde entonces ésta [es decir la humanidad] pudiera gobernar a aquélla [es decir, la animalidad]. De modo semejante, la animalidad sería alentada seguramente a adoptar sigilosamente el tipo de conducta propia de las plantas”, es decir un proceso de degradación que alejaría cada vez más a todas las criaturas de su dignidad y propósito original llevándolas a nivelarse cada vez más por lo bajo, razón que explica por qué en sus Crónicas de Narnia, Lewis ilustra esta degradación de Narnia mediante un estado de cosas en el cual los antiguos animales parlantes de la Narnia original han perdido ya la capacidad de hablar y razonar cayendo en un estado salvaje de inconsciencia.
Al atribuir a los animales alma, algo que no procede de Lewis, sino de la misma Biblia que se las asigna, parece que el dolor de los animales adquiere por sí mismo una dimensión casi igual a la que posee en la experiencia humana. Pero debemos tener cuidado de que, por cuenta de esta realidad compartida entre animales y seres humanos, terminemos borrando la diferencia cualitativa entre ambos tipos de criaturas ilustrada en la Biblia con el soplo directo del aliento de vida en el hombre con exclusividad por parte de Dios y la condición, no sólo anímica que el ser humano posee, compartida ciertamente con los animales, sino su condición espiritual única. Hecha esta advertencia, cabe también suponer que: “si no es mera ilusión nuestra firme convicción de que los animales superiores, especialmente los domesticados, tienen cierta personalidad, aunque muy rudimentaria, su destino exige una consideración más profunda”. Consideración que debe comenzar por: “evitar el error de considerarlos en sí mismos”, pues, así como: “El hombre sólo puede ser entendido en su relación con Dios. Las bestias han de ser entendidas únicamente en su relación con el hombre y, a través de él, con Dios”.
Así, si bien es cierto que: “Para el ateo, el animal «verdadero» o «natural» es el salvaje [y] El domesticado en cambio, es artificial o no natural. El cristiano no debe pensar de ese modo”, pues para los cristianos: “En su más profundo sentido, el animal domesticado es, pues, el único animal «natural», el único que ocupa el lugar para el que fue creado” y es únicamente en relación con el hombre que desarrolla una suerte de incipiente personalidad, pero de tal modo que: “el animal domesticado debe casi enteramente a su amo el «yo» o personalidad real que en cierto sentido posee”. Para reafirmar esta posibilidad como una probabilidad plausible C. S. Lewis añade que: “Si la cosmovisión cristiana es verdadera en ‘algún’ sentido… todo lo que existe en nuestro planeta está relacionado con el hombre”. Ahora bien, la legítima atribución de alma a los animales y el reconocimiento de algún tipo de “personalidad” a los que se hallan en relación estrecha con el ser humano pone sobre la mesa el controvertido asunto de la eventual inmortalidad de los animales.
La Biblia no niega esta posibilidad, pero tampoco la afirma explícitamente, como sí la afirma repetidamente de los seres humanos en lo que tiene que ver con el juicio divino sobre todos los hombres y en especial con el destino crecientemente glorioso de los redimidos destinados como tales a la vida eterna tal como se define en la Biblia. En este caso el argumento del silencio no se puede, entonces, utilizar ni a favor ni en contra de la inmortalidad de los animales. Más bien: “La verdadera dificultad de la hipótesis de que la mayor parte de los animales son inmortales reside en que la inmortalidad carece de sentido para una criatura que no es «consciente» en el sentido explicado más arriba… A mi juicio, el problema de la inmortalidad no se plantea, pues, a propósito de las criaturas dotadas exclusivamente de sensibilidad” y no de conciencia, como nosotros, los seres humanos. De cualquier modo, la creencia en la posibilidad de la inmortalidad de los animales ꟷy no propiamente de su “resurrección” concepto que la Biblia utiliza para el ser humano con exclusividadꟷ se ve ratificada en la Biblia por el hecho de que, así como la vieja creación incluyó la gran variedad de seres vivos que conocemos o de los que tenemos noticia como algo “bueno en gran manera”, así también la nueva creación consumada en la tierra, en una relación de continuidad pletórica, los incluye expresamente en las figuras proféticas del león conviviendo pacíficamente con el cordero y el niño de brazos jugando con la serpiente sin peligro para su vida.
Ahora bien, debemos reiterar que la creencia en la inmortalidad de los animales no significa necesariamente la creencia en la “resurrección” de los animales, pues el concepto de resurrección implica la individualidad de quienes participan de ella y la consecuente consciencia que tienen de todas sus vivencias, experiencias y sensaciones como suyas unidas en un todo como constitutivas de su identidad personal con nombre propio y en una relación de continuidad. Y dado que los animales vistos o considerados con independencia del hombre no tienen esto último, no es procedente hablar de “resurrección” en relación con ellos. Más bien, como lo dice Lewis: “No sería extraño… que cada especie tuviera un «yo» común [o corporativo], es decir, que hubiera sido la «especie león», no los leones particulares, la que hubiera participado en el trabajo de la creación y la que habría de compartir la restauración de todas las cosas”, un estado en el cual, al decir de Lewis: “cuando el león deje de ser peligroso, seguirá siendo temible”. Como complemento de las conjeturas en esta dirección, Lewis añade: “si el valor casi espiritual y emocional que la tradición humana atribuye a la bestia, como la «inocencia» del cordero o la noble realeza del león, tiene en algún caso un fundamento real en la naturaleza animal (y no en algo meramente accidental o arbitrario), la esperanza de que la bestia acompañe al hombre resucitado y forme parte de su «séquito» se apoya total o parcialmente en ‘esa’ capacidad”.
Sin embargo y dado que los animales domésticos adquieren, por su relación con el hombre y los vínculos afectivos a los que esta relación dan lugar, una suerte de “personalidad” como ya lo hemos dicho antes, todavía cabe preguntarse si al menos ciertos individuos particulares de la especie con nombre propio (que, por cierto, es el nombre propio que los seres humanos les asignamos), podrían ser, por decirlo así “recreados” para el deleite y disfrute de los seres humanos resucitados y vinculados afectivamente a ellos en el curso de sus vidas pasadas. Lewis, cree que sí y en esto no está solo y para ello argumenta que: “no debemos pensar en el animal por sí mismo ni atribuirle «personalidad», y, a continuación, preguntar si Dios resucitará y bendecirá a un ser ‘semejante’. Es preciso tener en cuenta el contexto entero ‘en’ que las bestias adquieren su personalidad”. Y dado que este contexto es el contexto de las relaciones humanas y el entorno en que éstas se desenvuelven: “me resulta posible imaginar que ciertos animales sean inmortales, no en sí mismos, sino en la inmortalidad de sus amos”. En este caso: “La dificultad de la identidad personal de una criatura no personal desparece cuando se mantiene dentro de su contexto”. Un contexto en el cual, después, en la eternidad, al igual que ahora en nuestro actual marco temporal: “El hombre… conocerá a su perro; el perro a su amo, y al conocerlo ‘será’ él mismo”, de modo semejante, guardadas las proporciones, a cómo el ser humano sólo llega a ser él mismo, cuando conoce a Dios.
En contra de todo esto parece obrar la creencia de muchos cristianos de hoy que piensan que la sana doctrina nos obligaría a negar la inmortalidad de los animales en cuanto individuos particulares de la especie. En este sentido Lewis dice que: “los cristianos podrán dudar… que cualquier animal sea inmortal, por dos razones. En primer lugar, por temor a que, al atribuir a las bestias un «alma» en sentido pleno, se oscurezca la diferencia entre el animal y el hombre, que es tan clara en la dimensión espiritual como confusa y problemática en la biológica. En segundo lugar, porque entendida simplemente como compensación por el sufrimiento de su vida presente [algo que sí se encuentra como fundamento determinante en relación con la resurrección e inmortalidad de los seres humanos] la idea de felicidad futura de una bestia parece una torpe afirmación de la bondad divina”. Precisamente, al tomar en consideración estas dos razones: “La teoría que estoy sugiriendo trata de evitar ambas objeciones”. Porque si Dios es el centro del universo y el hombre es la cabeza subordinada de la naturaleza material, entonces: “Los animales no son criaturas iguales al hombre, sino subordinadas a él, y su destino está estrictamente relacionado con el suyo”. De este modo: “La inmortalidad derivada que, según hemos indicado, les corresponde no es mera… compensación, sino parte esencial del cielo y la tierra nuevos relacionada orgánicamente con el doloroso proceso de la caída y redención del mundo”.
Para Lewis, en el contexto cultural y doméstico que permite y posibilita las relaciones afectivas de seres humanos y animales, la mera sensibilidad “sintiente” de la que los animales están dotados renace como alma en nosotros, al igual que nuestra alma renace como espiritualidad en Cristo. Es por eso que: “muy pocos animales en estado salvaje llegarán realmente, creo yo, a poseer «yo» o ‘ego’. Pero si alguno lo lograra y la bondad de Dios conviniera en que viviera de nuevo, su inmortalidad también estaría relacionada con el hombre, aunque no con unos dueños concretos, sino con la humanidad”. Debemos precisar, finalmente, por qué hemos dicho que Lewis no está solo en estas apreciaciones, más allá del hecho de que quien elabora esta conferencia también las suscriba y las comparta de manera personal y en conciencia desde mi fe cristiana y sin lesionarla de ningún modo.
La razón para la anterior afirmación es que, como nos lo informa Randy Alcorn, quien también suscribe la probabilidad teológica de la inmortalidad de los animales, tanto en su condición de especie, como en la de ciertos individuos particulares de la especie, en su libro Más allá de la muerte los apologistas cristianos Gary Habermas y J. P. Moreland señalan: “No fue sino hasta el advenimiento del siglo diecisiete, el siglo de las luces… que la existencia del alma en los animales fue siquiera puesta en tela de juicio en la civilización occidental. A través de la historia de la iglesia, el entendimiento clásico de seres vivientes ha incluido la doctrina de que los animales, al igual que los seres humanos, tienen alma”, sin perjuicio del hecho evidente de que: “las almas humanas y las almas animales son diferentes”. De este modo, además de Alcorn y el suscrito, también Habermas y Moreland, al igual que Joni Eareckson Tada y John Wesley, entre otros de aquellos a quienes Alcorn cita a favor, suscriben la posibilidad de la inmortalidad de los animales.
Alcorn también aventura: “¿Será la restauración de la Tierra y la redención de la creación de Dios lo suficientemente completa como para traer de nuevo a los animales extintos? ¿Serán incluidos los animales extintos en ‘todas las cosas’ que Cristo hará nuevas? Yo veo todas las razones para pensar así, y ningún argumento persuasivo en su contra”. Si partimos del contundente principio de que el reino de Dios sólo suma y no resta y de que, como lo dice Alcorn: “Lo mejor de la vida en la tierra es un vistazo del cielo”, no hay razón para no creer que en el reino de Dios establecido en esta tierra renovada los animales que tuvieron especial significación para nosotros en nuestro pasado terrenal no podrían ser recreados por Dios para acompañarnos por toda la eternidad. Y si bien Alcorn admite que: “Aunque es comprensible que pongamos los ojos en blanco cuando escuchamos de psicólogos para mascotas y de que se han dejado herencias a gatos siameses, nos deberíamos preguntar por qué tanta gente encuentra tal compañía, solaz y gozo en sus mascotas”, dando incluso lugar a la frase que dice que: “entre más conozco a los hombres, más quiero a mi perro” atribuida en la antigüedad al filósofo griego Diógenes de Sínope y de manera más reciente a Lord Byron. Alcorn no cree que este afecto y aprecio por nuestras mascotas, en su justa medida y proporción, sea malsano o una consecuencia del pecado, sino que se debe a: “la forma en que Dios ha hecho a los animales y nos ha hecho a nosotros. Los animales no son ni cercanamente tan valiosos como la gente, pero Dios es su Hacedor y ha tocado la vida de muchas personas a través de ellos”.
Así, pues, aunque no podamos proveer en el marco de la teodicea cristiana una explicación completamente satisfactoria para el sufrimiento de los animales y aunque, a partir de la caída en general, según se entiende tácitamente en la aprobación y el establecimiento del sacrificio ritual de animales a partir del capítulo 4 del Genesis con la ofrenda de Abel, entendimiento que se ratifica luego en el pacto y la bendición de Dios para con la humanidad en cabeza de Noé que sanciona expresamente de manera favorable la dieta carnívora en Génesis 9:1-3, podemos afirmar que, al igual que lo sucedido con el dolor humano que no carece de sentido ni tiende necesariamente una sombra de duda sobre el carácter justo, bondadoso y todopoderoso de Dios revelado en la Biblia, así tampoco el dolor de los animales que por lo pronto no logramos comprender cabalmente, carece de sentido, sin que esto sea una justificación para ser indiferentes ante él y actuar en la medida de nuestras posibilidades en ejercicio de una limpia conciencia delante de Dios, para minimizarlo y reducirlo a su mínima proporción en lo que de nosotros dependa, ya que no podemos eliminarlo, como tampoco podremos hacerlo con el dolor humano hasta que Cristo regrese, por mucho que nos esmeremos también en reducirlo.







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