¿La bestia negra del cristianismo?
Presentarse como alguien progresista puede ser bien o mal visto, dependiendo del contexto en el que se utilice este rótulo. En el medio secular tiende a ser bien visto, por las asociaciones que el término tiene con el anhelado progreso, vinculado al estado de bienestar, por contraposición a las posturas conservadoras crecientemente minoritarias en el espectro político y económico actual, a las que se considera anquilosadas en el pasado y, por lo mismo, anacrónicas, obsoletas y, además, reaccionarias en contra de las causas progresistas a las que se oponen a ultranza para favorecer el status quo, o el establecimiento, sin admitir las reformas que el pensamiento progresista considera necesarias para alcanzar un mayor grado de justicia social. Precisamente por ello, en la iglesia, de suyo inclinada al conservadurismo, este pensamiento es cada vez más mal visto y se considera, no sin razón, amenazante para el evangelio, al punto que el término “progres” se utiliza de manera peyorativa para descalificar a alguien. Si bien históricamente la palabra en castellano proviene de los progressives británicos, cuyo objetivo era implantar el socialismo de manera progresiva, que era el sentido original de la palabra; con el tiempo terminó haciendo referencia más bien a la noción de progreso, que es la asociación actual con la que todos los progresistas se identifican, independiente de lo que entiendan por él y de cómo quieran promoverlo, ya sea progresivamente, mediante reformas paulatinas; o revolucionariamente, mediante el derrocamiento abrupto del viejo orden político irremediablemente viciado.
Como siempre, en medio de estas radicalizaciones y polarizaciones a favor o en contra del pensamiento progresista, la verdad se encuentra en las más conciliadoras posturas de centro. Porque, si bien la noción de progreso, tal como la entienden las corrientes dominantes del pensamiento progresista, no siempre tiene todo el fundamento racional que pretende, también es cierto que el progresismo no es tampoco, de manera necesaria, la “bestia negra” del cristianismo, como ciertos sectores de la apologética cristiana bien intencionados, pero poco ilustrados quieren hacerlo ver. De hecho, hoy se habla ya en diferentes frentes del pensamiento filosófico del “mito del progreso” que echa por tierra la creencia ingenua de la filosofía idealista de Hegel en el sentido de que, con el paso del tiempo, el progreso sería algo inevitable, ligado como estaría al avance de la ciencia y de las instituciones sociales, la evolución de los sistemas políticos, la productividad creciente de los sistemas económicos y la consecuente redistribución de las riquezas, todo esto por cuenta, en muchos casos, de movimientos sociales revolucionarios y no tan sólo reformistas, que al final han terminado siendo remedios peores que la enfermedad que querían curar.
Para desmontar estas posiciones simplistas en blanco y negro, basta enumerar algunas de las causas e intereses clásicos defendidos por el pensamiento progresista, tales como la ecología y el ambientalismo, el pacifismo (en particular los sectores reformistas del pensamiento progresista, no así los sectores extremistas que suelen ser revolucionarios), el feminismo, la liberación sexual, el reformismo, el pragmatismo, el vegetarianismo y el veganismo alimenticio, la mentalidad cooperativa, la defensa de la democracia y el vanguardismo cultural. Esta lista muestra que hay muchos aspectos de la agenda progresista que, bien entendidos, son afines con el cristianismo bíblico y la práctica cristiana basada en el llamado “mandato cultural” de Génesis 2:15 (ecología, ambientalismo, pacifismo, reformismo, feminismo bíblico, pragmatismo y la mentalidad cooperativa) y de los cuales la iglesia debería ser una de sus principales abanderadas; mientras que la liberación sexual junto con todos sus lastres acompañantes (generalización y normalización de la fornicación, en particular de la conducta homosexual de la mano de la ideología de género, junto con la legalización del aborto y la disolución de la familia tradicional, entre otros) son, en efecto, amenazantes a la moral cristiana bíblica y al bienestar social en el mediano y largo plazo, al tiempo que otros son relativamente indiferentes y no requieren tomar una postura rígida e inflexible a favor o en contra, sino evaluarlos con cabeza fría y actitud crítica en ejercicio de la libertad de examen y de conciencia (vegetarianismo, veganismo, defensa de la democracia y vanguardismo cultural).
No cabe, pues, en el cristianismo una postura condenatoria al pensamiento progresista en su conjunto, ni tampoco de aceptación irrestricta, sin tomar en cuenta todos los matices que puede haber al respecto. Lamentablemente, la iglesia también ha sido víctima de las polarizaciones y radicalizaciones que vienen imponiéndose en el pensamiento político e ideológico del mundo posmoderno y ha terminado agrupándose y amontonándose en alguno de los dos extremos: el conservadurismo marcadamente fundamentalista que ve en el pensamiento progresista una amenaza y un enemigo que habría que combatir por todos los medios y a toda costa, o el liberalismo teológico que ha terminado acogiéndolo y haciendo causa común con él. En relación con este último sector de la iglesia, Nicolás Gómez Dávila ya había dicho algo que, aplicado en principio al modernismo dentro de la iglesia católica, puede hacerse extensivo sin dificultad a la evangélica protestante: “Sobre el campanario de la iglesia moderna, el clero progresista, en vez de cruz, coloca una veleta”. Declaración que abarca de manera creciente a ministros y dirigentes protestantes, situación exacerbada en el cambio de siglo entre el XX y el XXI que fue, además, también un cambio de milenio que, como tal, se asimila fácilmente a un cruce de caminos que sirve de pretexto y ocasión para evaluar y revaluar con juicio crítico las ideologías, dogmas y paradigmas personales y colectivos que se encuentran en vigencia, con miras a reafirmar aquellos que han demostrado ser fuente de verdadero progreso y desarrollo integral del hombre, desechando al mismo tiempo los que han resultado ser contrarios a él.
Pero no es fácil llevar a cabo esta labor haciéndolo con objetividad, sin condicionarla ni amarrarla a tendencias de nuestros tiempos que se consideran progresistas e irreversibles de manera acrítica, como lo es la tendencia al laicismo y la secularización de la sociedad, como si esto por sí solo implicara progreso, colocando de paso a la religión a la defensiva como algo por sí mismo opuesto al progreso, de donde este cruce de caminos de la cronología humana se convierte fácilmente en una encrucijada que plantea al hombre de hoy profundos y difíciles dilemas. Es así como, ya entrado el siglo XXI la situación es muy confusa para muchos, sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría de los sectores progresistas del cristianismo actual, con todo y su bimilenaria tradición institucional, parecen no tener respuestas que brinden asideros firmes a una humanidad visiblemente desorientada y presa de la zozobra producto de los fallidos vaticinios sobre el siglo XX hechos por los sectores progresistas surgidos con la ilustración francesa y el iluminismo, en el sentido de que ese sería finalmente el siglo que vería la realización de las grandes utopías o metarelatos de la modernidad y la resolución de problemáticas tan antiguas como la misma raza humana, que la han acompañado desde siempre, tales como la guerra, el hambre y la enfermedad, que a pesar de que puedan haber cedido de forma significativa estadísticamente hablando, esto no borra de la retina que fue el siglo XX el que ha vivido con horror las dos más grandes guerras que la humanidad conoce con la mayor cantidad de bajas por cuenta de la tecnología incorporada en ella gracias, precisamente, al avance exponencial de la ciencia, junto con los procesos de exterminio sistemático más depurados y perversos asociados a ella, con los campos de concentración nazis o los gulags o campos de exterminio soviéticos y de otros regímenes políticos similares indiferentes por completo a los derechos humanos, en la confrontación ideológica que la Segunda Guerra Mundial le heredó al mundo en el trascurso de la Guerra Fría.
En este contexto el panorama se torna incierto y azaroso y la frase de George Herbert parece adquirir plena vigencia. Dijo él que: “El diablo divide al mundo entre el ateísmo y la superstición” o, dicho de otro modo, entre la incredulidad y la credulidad. En efecto, hoy por hoy parece que, contrario a lo que muchos piensan, el hombre posmoderno no es que no crea ya en nada de orden espiritual, como lo hacen los ateos, sino que cree en todo. De la incredulidad propia de la modernidad se ha pasado a la credulidad de la posmodernidad, reflejando así lo ya anunciado por el apóstol Pablo en cuanto a que: “… llegará el tiempo en que no van a tolerar la sana doctrina, sino que, llevados de sus propios deseos, se rodearán de maestros que les digan las novelerías que quieren oír” (2 Timoteo 4:3). Por eso, en la promoción del verdadero progreso, el consejo del profeta sigue resonando en la distancia: “Así dice el Señor: «Deténganse en los caminos y miren; pregunten por los senderos antiguos. Pregunten por el buen camino, y no se aparten de él. Así hallarán el descanso anhelado…” (Jeremías 6:16), señalando con él al sendero antiguo, al buen camino señalado por la cruz del Calvario en el cual los hombres de todos los tiempos han hallado siempre el descanso anhelado y el verdadero progreso vinculado a él. Porque el perfil de la cruz de Cristo aún se sigue recortando con nitidez inamovible contra el horizonte de la historia, pues, como alguien lo dijera: “La cruz no es péndulo, ni veleta: la cruz es brújula y ancla” y conserva hoy por hoy, por lo mismo, toda su eficacia en orden al verdadero progreso de la especie humana, como lo declaró el apóstol con convicción: “… me envió a… predicar el evangelio… para que la cruz de Cristo no perdiera su eficacia” (1 Corintios 1:17).
Ciencia y progreso
Tal vez la actividad humana que más alimenta y jalona el “mito del progreso” es la ciencia. En efecto, sus avances han sido tan rápidos en los últimos siglos que hoy la humanidad posee la capacidad tecnológica para hacer cosas que eran por completo impensables hace 200 años y eran vistas como fantasías propias de la ciencia ficción. Por eso la pregunta que debe hoy hacerse la ciencia en ejercicio de la responsabilidad que le compete es: ¿todo lo que puede hacerse debe necesariamente hacerse? o mejor, por el simple hecho de que algo que era técnicamente imposible en el pasado pueda hoy materialmente hacerse, entonces ¿debe hacerse sin mayor dilación ni consideración? El problema es que el avance científico marcha siempre más rápido que el jurídico, por lo que el ejercicio de la libertad de conciencia cristiana se impone también en el campo de la ciencia, procurando llenar los permanentes vacíos legales a los que el progreso científico da lugar, recordando que la ética bíblica afirma que no todo lo que es lícito debe necesariamente hacerse en la medida en que no convenga, en que no sea constructivo y en que pueda llegar a ejercer un dominio compulsivo sobre la vida humana. De no tener esto en cuenta la ciencia puede generar más problemas de los que intenta resolver, al pretender incursionar impune y atrevidamente en los dominios divinos (como por ejemplo la clonación humana o, para no ir tan lejos, los tratamientos hormonales tempranos y los procedimientos médicos y quirúrgicos de “cambio de sexo”), sin tener en cuenta que en su deseo de extender de manera obsesiva sus límites, siempre habrá fronteras que no deberíamos traspasar. La disciplina conocida como “bioética” se impone para mantener un rumbo orientado hacia el verdadero progreso y la iglesia debe ser punta de lanza en su adecuado desarrollo.
Por otra parte, los argumentos de la falsa ciencia anunciados por el profeta Daniel: “Muchos correrán de un lado para otro, y se incrementará el conocimiento” (Daniel 12:4 RVA-2015), contra los que el Nuevo Testamento advierte en la pluma del apóstol Pablo: “… Evita las discusiones profanas e inútiles, y los argumentos de la falsa ciencia” (1 Timoteo 6:20), equiparando a los científicos de hoy con los gnósticos del primer siglo; no hacen referencia únicamente a los argumentos que se hacen pasar por científicos sin serlo, sino también los argumentos con los que la ciencia auténtica pretende justificar el ejercicio de prerrogativas que no le corresponden y que se salen de su jurisdicción, no porque no pueda materialmente ejercerlas, sino porque no debe hacerlo. El verdadero progreso de una sociedad no se mide entonces, entre otros, por sus avances tecnológicos y las comodidades y el confort alcanzados gracias a ellos, sino por su madurez moral para no traspasar linderos que le están vedados a las criaturas y que son potestativos del Creador con exclusividad, sin abandonar ni perder de vista el lugar que nos ha sido asignado por Dios en el gran concierto de la creación divina, pues: “… Dios… está en el cielo y tú estás en la tierra” (Eclesiastés 5:2). Tenía razón Madame de Stäel cuando dijo que: “El progreso científico determina que el progreso moral sea una necesidad”.
Ya el teólogo Paul Tillich había advertido que la ciencia sin fe pierde su norte y: “plantea serios problemas espirituales que se resumen en la pregunta básica: ‘¿para qué?’… Se trata de avanzar sin retroceder, constantemente, y sin contar con un objetivo concreto… El deseo de avanzar, sea cual fuere el resultado, es en realidad la fuerza motriz”. En nombre del progreso, la ciencia termina así elevada a la categoría de religión, en lo que ya se designa como “cientifismo” o “cientificismo”, avanzando frenéticamente en una línea horizontal que, si no se balancea y regula correctamente por la línea vertical de la fe, en palabras de este mismo teólogo: “lleva a la pérdida de todo contenido significativo y a la completa vacuidad”. Fue también él quien en su libro Los cimientos de la Tierra se conmueven dijo: “Tales palabras… Hoy debemos tomarlas en serio… ‘Los cimientos de la tierra se conmueven’… ya no es solamente una metáfora poética para nosotros sino una dura realidad”. Ciertamente, el vertiginoso desarrollo escenificado en el mundo en los últimos siglos de la mano de la ciencia, llamado por muchos “progreso” de manera automática, ha traído efectos colaterales que hacen dudoso el seguirlo llamando de este modo sin reservas. En efecto, el hombre de hoy, continúa diciéndonos Tillich: “ha sometido los cimientos de la vida, del pensamiento y de la voluntad a su voluntad. Y su voluntad ha sido la destrucción”. Aún los científicos, decantado ya el entusiasmo inicial generado por las posibilidades que la ciencia ofrecía, han tenido que reconocer que hoy como nunca nos encontramos en condiciones de labrar, literal y materialmente, nuestra propia destrucción. El progreso viene así perdiendo paulatinamente a la actividad que se consideraba su principal aliada, pues hoy estamos mucho más conscientes que antes, no sólo del lado luminoso de la ciencia, sino también de su lado oscuro.
Contradicciones y disyuntivas del progresismo
Si bien muchas de las causas del pensamiento progresista podrían y deberían ser secundadas por la iglesia si de ser fiel a su llamado se trata; las contradicciones del pensamiento progresista tampoco se hacen esperar. Veamos un ejemplo, denunciado por Luis F. Cano Gutierrez con estas palabras que aluden tácitamente al pensamiento progresista en el que: “La mayoría que está en contra de la pena de muerte es la que está a favor del aborto”. Porque no puede negarse que la “progresista” sociedad posmoderna está dispuesta a manifestar una gran compasión hacia el culpable, al mismo tiempo que se muestra cruelmente indolente hacia los inocentes. Y lo peor es que algunos de los que se oponen a la pena de muerte en nombre del progreso, argumentan que los que están a favor de ella son inconsecuentes si a la par que defienden la legitimidad de la pena de muerte condenan la legalización del aborto. Pero los inconsecuentes no son los que defienden la pena de muerte para los culpables mientras que la rechazan para los inocentes, sino los que hacen lo contrario. Porque los niños no nacidos son inocentes y tienen todo el derecho a la vida, mientras que los adultos condenados a muerte en las cárceles del mundo son, con muy pocas excepciones (este último juicio se aplica a las sociedades occidentales de derecho del Primer Mundo como los Estados Unidos de América), comprobados criminales, por lo cual la pena de muerte para ellos no es algo improcedente ni injusto. Dicho sea de paso, la prohibición de no matar contenida en el decálogo, no incluía las sentencias de muerte ordenadas por el mismo Dios y sancionadas por los tribunales humanos para numerosas transgresiones comprobadas entre su pueblo, algunas de ellas muy triviales para la mentalidad moderna, que se escandaliza entonces ante la presunta “crueldad” de un Dios que presume misericordia, como si ellos mismos fueran más misericordiosos que Dios. Pero lo cierto es que Dios, antes que misericordioso es justo y, en justicia: “… la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Debería, por tanto, bajársele el tono a la polémica alrededor de la legitimidad o no de la pena de muerte desde la óptica cristiana, pues en el peor de los casos la pena de muerte pretende establecer estricta justicia y no ofrecer misericordia, ya que el estado ha sido instituido para hacer justicia antes que nada. Y estas contradicciones del pensamiento progresista son, a todas luces, injustas, pues: “Absolver al culpable y condenar al inocente son dos cosas que el Señor aborrece” (Proverbios 17:15).
Ya Erhard Eppler planteaba la disyuntiva a la que el progresismo bien entendido está abocado y a la que no puede ser sordo: “Deseamos preservar… las estructuras a expensas de los valores o los valores a expensas de las estructuras… Los que desean probar lo segundo se encuentran entre los progresistas”. Porque, así como el desarrollo tecnológico no es el criterio que dicta la pauta para determinar el progreso, tampoco lo es el surgimiento de nuevas estructuras e instituciones políticas y sociales para reemplazar a las antiguas. Porque estructuras y valores no son mutuamente excluyentes. Así, pues, quien defiende a ultranza el avance tecnológico y el surgimiento de nuevas estructuras sociales para reemplazar a las antiguas no es necesariamente progresista, así como tampoco el que ve críticamente la tecnología y busca preservar las viejas estructuras es necesariamente reaccionario y opuesto al progreso. Lo cierto es que no son las estructuras e instituciones sociales antiguas o nuevas ni el avance tecnológico los indicadores más confiables del auténtico progreso, sino la preservación, fomento, difusión y creciente implementación y respeto de los valores éticos promovidos por Dios en la Biblia. De este modo, la conveniencia de la tecnología, las instituciones y las estructuras sociales nuevas o antiguas indistintamente a las que haya lugar, debe juzgarse a la luz de si promueven o no los valores éticos de la Biblia y el cristianismo, que pueden resumirse en el reconocimiento de Dios dándole el lugar que merece y la promoción de la rectitud y la justicia en todos los ámbitos de la cultura humana. Las estructuras e instituciones sociales que no favorecen lo anterior deben, entonces, ser reformadas o desechadas a favor de las que sí cumplan estos propósitos, mientras que las que sí lo hacen, deben ser promovidas, protegidas y preservadas, independiente de si son nuevas o antiguas. El Señor Jesucristo proveyó incidentalmente en sí mismo la pauta para medir el progreso de una sociedad, que no es otra que la adquisición de sabiduría, como se deduce de la descripción de su crecimiento: “El niño crecía y se fortalecía; progresaba en sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba” (Lucas 2:40). De hecho, el progreso es directamente proporcional al avance de la obra de Dios en la tierra y debe poder ser apreciado de manera visible en todos y cada uno de los creyentes en Cristo, de conformidad con la petición del apóstol: “Por lo demás, hermanos, les pedimos encarecidamente en el nombre del Señor Jesús que sigan progresando en el modo de vivir que agrada a Dios, tal como lo aprendieron de nosotros…” (1 Tesalonicenses 4:1).
En este propósito es necesario que la iglesia pase de la prohibición a la obligación, o de los preceptos negativos a los positivos, pues como lo dijera Miguel de Unamuno: “No basta no mentir… es preciso, además, decir la verdad… el progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos”. La iglesia ha clasificado los pecados entre los de pensamiento, los de palabra, los de obra y los de omisión. Y en este orden de ideas, los que primero deben ceder y disminuir drásticamente hasta desaparecer en lo posible en la vida práctica del creyente convertido a Cristo son, por supuesto, los de obra, es decir las acciones concretas y manifiestas que la persona llevaba a cabo transgrediendo mandamientos expresos de Dios prescritos en la Biblia. Seguidos muy de cerca, se espera del cristiano que comience a ejercer también un dominio eficaz y creciente sobre los pecados de palabra, dominando su lengua, no sólo para dejar de lado las palabras soeces, sino para evitar también las palabras ociosas, inconvenientes o inoportunas. Y dado que: “… de lo que abunda en el corazón habla la boca” (Lucas 6:45), el cristiano también debe comenzar a trabajar en los pecados de pensamiento, combatiendo la malicia, que es pensar mal de todo, desechando las motivaciones e intenciones pecaminosas que manchan aun las mejores acciones, de modo que haya la mayor coherencia e integridad posible entre su pensamiento, sus palabras y sus acciones. Pero el progreso en la vida espiritual del creyente no debe detenerse aquí, pues hasta este punto únicamente se está trabajando en los preceptos negativos o prohibitivos, es decir, lo que no debe hacerse, lo que no debe decirse y lo que no debe pensarse. Porque el cristiano debe empeñarse también en combatir los pecados de omisión y comenzar, de manera paralela, no sólo a dejar de hacer, decir o pensar lo que no se debe; sino a hacer, decir y pensar lo que se debe. La obediencia a las prohibiciones debe ir seguida y acompañada por la obediencia a las obligaciones, de manera que no sólo procuremos no pensar mal, sino que lo sustituyamos por pensar en el bien y en lo bueno. De igual modo no hablar mal debe ser sustituido por hablar bien y no actuar mal por actuar bien. El asunto se reduce, entonces, no solo a no hacer el mal, sino a hacer el bien siempre que podamos y con todos a quienes podamos. Por eso: “No paguen a nadie mal por mal. Procuren hacer lo bueno delante de todos” (Romanos 12:17), pues esto trae progreso a la sociedad de manera invariable.
¿Visionaria o anacrónica?
Es por todo lo anterior que el cristianismo y la iglesia no pueden ser juzgados de manera ligera por el pensamiento progresista como anacrónicos, obsoletos y reaccionarios, cuando en realidad lo que puede estar siendo es visionaria en muchos aspectos, pues, como lo dijo Vittorio Messori: “En varias ocasiones la Iglesia ha sido juzgada por su retraso, por no estar al día. Pero el curso posterior de la historia ha demostrado que si parecía anacrónica es porque había tenido razón demasiado pronto”. Se equivocan, entonces, quienes juzgan así a la iglesia por oponerse, presuntamente, a un inatajable “progreso” marcado por el ejercicio libre de la sexualidad, la legitimidad del aborto, de la eutanasia, del matrimonio homosexual y de la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo, señalándola como oscurantista y medieval, por contraste con el pretendido carácter luminoso y progresista del pensamiento secular moderno y posmoderno. La iglesia no debería, pues, sentirse ofendida por ello, pues ya es un hecho reconocido por los historiadores que ni el oscurantismo del medioevo fue tan oscuro, ni la ilustración de la modernidad fue tan luminosa como se piensa. Además, el racionalismo moderno, que pretendió resolver los problemas que la iglesia no logró resolver, sino que presuntamente agravó, no sólo ha fracasado en el intento, sino que ha dado lugar o abonado el terreno para el surgimiento de problemáticas mayores que las iniciales, viéndose impotente para tratar eficazmente con todas ellas, resultados que están a la vista para que toda persona honesta y desprejuiciada juzgue quien de los dos tenía razón. Los remedios del pensamiento progresista han sido peores que la enfermedad, pues si bien es cierto que la iglesia no ha logrado resolver las problemáticas más sentidas de la humanidad sino tan sólo amansarlas, habiendo contribuido a ellas en significativas ocasiones; también lo es que el racionalismo no ha logrado más y ha traído consigo indeseables efectos colaterales contra los que la iglesia advirtió en su momento. Así, pues, si la iglesia, con todos sus lastres, ha dado la impresión de ser anacrónica por momentos, en muchos casos es debido a que tuvo razón demasiado pronto. Y como tal no puede, entonces, renunciar a seguir advirtiendo al mundo, cual centinela, aunque la acusen de anacrónica y reaccionaria, para no caer, precisamente, en el pecado de omisión que representa pasar agachada y en silencio ante estas iniciativas insensatas. Porque bajo la pose de sensatez y magnánima inclusión, respeto y tolerancia adoptada por el pensamiento progresista, no se le pueden tampoco hacer concesiones a la insensatez, como lo pretenden las actitudes “progresistas” asociadas a la promoción del pluralismo y el multiculturalismo con su discurso a favor de la validez de todas las culturas y religiones por igual.
Por último, los sectores de la iglesia que han optado por aliarse casi de manera servil con todas las causas del pensamiento progresista, alineándose con él, han tenido que comprobar en carne propia el diagnóstico de Franco Volpi en el sentido que: “La Iglesia… que quiere ponerse al día con la época… por abrir la puerta a aquellos que estaban fuera, terminó por hacer huir a aquellos que estaban dentro”. Y es que, en su peligroso afán por mantenerse vigentes y no tornarse anticuadas y obsoletas, estando así a tono con los tiempos; muchas iglesias han terminado por subirse al engañoso tren del “progreso”, tal vez con la buena intención de atraer y dar acogida en su seno a un mayor número de quienes se encuentran fuera, pero al costo de diluir o negociar aspectos fundamentales del evangelio que muchos de quienes se encontraban ya dentro de ella juzgan acertadamente como concesiones inadmisibles al espíritu del mundo, viéndose empujados a abandonarla por causa de esta cuestionable acomodación de la iglesia al pensamiento secular. Así, si los maestros de la ley no entraban ni dejaban a otros entrar, el pensamiento progresista establecido en la iglesia abre sus puertas de par en par, rebajando el costo del discipulado para que muchos entren por la puerta de adelante, mientras por la puerta de atrás pierde a buena parte de su recurso humano más valioso, fiel y comprometido. Ahora bien, es cierto que el evangelio posee una gran flexibilidad cultural que le permite adaptarse a todos los tiempos y grupos humanos; pero en el campo doctrinal no puede mostrar esa misma flexibilidad sin riesgo de traicionar sus contenidos. El Señor Jesucristo se mostró siempre firme en lo fundamental, aunque esto significara la posibilidad de perder a sus seguidores y exhorta a los suyos de este modo:“… retengan con firmeza lo que ya tienen, hasta que yo venga” (Apocalipsis 2:25).
En conclusión, sin perjuicio de las críticas que algunas de las más visibles causas del pensamiento progresista merecen por parte de la iglesia y su necesidad de oponerse a ellas y combatirlas, la iglesia debe hacer causa común con el mayor número de ellas que son afines con el espíritu del evangelio para llegar a ser así, tal como Dios lo desea, el principal agente del progreso de la humanidad en el marco de la posmodernidad y la globalización que son, con todos sus peligros y oportunidades, nuevos vientos de Dios que levantan olas que la iglesia debe identificar y aprovechar, capitalizando las oportunidades y sorteando los peligros. El progreso consiste entonces, como lo planteó una vez más Paul Tillich, en madurar e identificar los “momentos decisivos” de la historia. El Kairos divino. El momento oportuno de Eclesiastés. El día en que el Señor actúa, y espera que nosotros, su iglesia, actuemos con él y declaremos con entusiasmo: “Este es el día en que el Señor actuó; regocijémonos y alegrémonos en él” (Salmo 118:24).
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