La figura del profeta constituye, junto a la del mesías real y caudillo militar descendiente de David ꟷque fue la más popular de todasꟷ; la del mesías sacerdote según el orden superior de Melquisedec; y la del mesías sobrenatural de la visión gloriosa del Hijo del hombre del capítulo 7 de Daniel; la cuarta vertiente mesiánica en el Antiguo Testamento: la del siervo sufriente, llamada así no sólo porque está lejos del triunfalismo fácil y superficial propio de la imagen más popular del mesías, sino porque, contrario a lo que muchos creen, el profeta en Israel era: “un hombre incomprendido y amenazado…”. Por eso: “No tiene nada de extraño que los profetas vivan una lucha interior que, en algunos casos, les lleva a desear no haber nacido, se sientan solos, tengan miedo, huyan y se escondan” (BEMPE), como lo ilustran bien los profetas de la época de Acab y Jezabel, con Elías a la cabeza de ellos: “Como Jezabel estaba acabando con los profetas del Señor. Abdías… los había escondido en dos cuevas… Elías se asustó y huyó para ponerse a salvo… caminó todo un día… llegó a donde había un arbusto, y se sentó a su sombra con ganas de morirse… Allí pasó la noche en una cueva” (1 Reyes 18:4; 19:3-4, 9). Algo que deberían tener en cuenta quienes en la actualidad ambicionan el rótulo de “profetas” para su ministerio, pues este título puede ser una carga amarga, pesada y difícil de llevar, y no un título para dignificar un ministerio de manera fácil, calculada y equivocadamente triunfalista. Por todo esto: “¡El mundo no merecía gente así! Anduvieron sin rumbo por… cuevas y cavernas” (Hebreos 11:38)
El mundo no merecía gente así
“El cristiano íntegro y fiel hasta la muerte es un regalo de Dios para iluminar al mundo que el mundo de ningún modo se merece”
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