Guardar el día de reposo es uno de los diez mandamientos normativos para el pueblo de Dios, al margen de la discusión entre judíos y cristianos sobre cuál día de la semana debería destinarse a ello: el séptimo día original, como lo afirman los judíos, o el primero, como lo afirma la iglesia a partir del domingo de Pascua en el que Cristo resucitó. Más allá de este debate al que el apóstol Pablo le baja el tono de muchas maneras, considerándolo irrelevante, lo cierto es que los seres humanos necesitamos descansar un día a la semana de nuestras actividades y trabajos cotidianos y aprovecharlo para conectarnos con Dios de una manera especial, en compañía de nuestros hermanos en la fe, en adoración a Dios y disposición a escuchar Su Palabra y ajustar nuestras vidas a lo que ella nos indique. En este propósito, el día de reposo no debería ser una rutina mecánica y aburrida, como lo es lamentablemente para muchos cristianos debido en gran medida a la crisis actual en la predicación, sino que debería ser un día esperado y anhelado por parte del creyente, no sólo por el descanso de sus actividades de la semana y el tiempo en familia, sino por el deseo de reunirse con el resto de la iglesia para escuchar con atención, avidez y expectativa la exposición de la Palabra de Dios, como bálsamo y refrigerio para nuestras almas. Por eso, la advertencia sigue en pie: “Cuidémonos, por tanto, no sea que, aunque la promesa de entrar en su reposo sigue vigente, alguno de ustedes parezca quedarse atrás… Esforcémonos, pues, por entrar en ese reposo, para que nadie caiga al seguir aquel ejemplo de desobediencia” (Hebreos 4:1, 11)
El domingo: ¿reposo o aburrimiento?
“El domingo es el día de reposo, pero hay sermones que lo convierten en algo de lo que hay que reposar el resto de la semana”
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