En la reducida y obtusa óptica del no creyente, las demandas bíblicas de adoración formuladas por Dios a los hombres siempre serán consideradas, en mayor o menor grado, como arbitrarias, injustificadas y carentes de fundamento; un deber pesado y difícil para el cual se sentirán, por tanto, poco o nada motivados y estimulados a hacerlo de buen grado, suscitando más bien quejas de su parte ante estos requerimientos por parte de Dios. Pero para el creyente maduro que conoce a Dios en la persona de Cristo y cultiva con Él una relación de estrecha cercanía e intimidad, el deber de adorar a Dios pronto deja de tener este carácter y se convierte en un deleite que cuenta de sobra con todo el fundamento y la justificación del caso, motivándolo y estimulándolo a la adoración espontánea, fluida y gozosa por medio de la cual el principal beneficiado es, por cierto, el adorador de turno y no el Dios vivo y verdadero digno de esta adoración. Y es que el creyente que dirige a Dios su adoración de manera sincera y apasionada pronto descubre que esta adoración lo aligera y libera de las cargas y preocupaciones de este mundo llevándolo a trascenderlas al ser levantado por Dios a alturas en las cuales estas preocupaciones pierden la importancia que les habíamos atribuido en un principio, opacadas por la deslumbrante presencia y majestad divinas, haciendo de la exhortación bíblica al respecto algo que se cae de su peso: “tributen al Señor la gloria que corresponde a su nombre; preséntense ante él con ofrendas, adoren al Señor en su hermoso santuario” (1 Crónicas 16:29)
El deleite de la adoración
“Para quien conoce y trata con Dios a diario adorarlo no es un deber sino una reacción espontánea, natural, gozosa y liberadora”
Totalmente de acuerdo, a medida que conocemos más al Señor, empezamos a amarle y la adoración se da de manera espontánea.