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Conferencias

El cristiano y la doctrina de la guerra justa

La invasión de Ucrania por parte de Rusia pone sobre la mesa una vez más la realidad de la guerra. Realidad ancestral de la humanidad cuyo origen puede trazarse hasta la misma caída en pecado de nuestros primeros padres, pues a partir de ese momento el diagnóstico de Kant es prácticamente incontrovertible: “El estado natural de los hombres no es de paz, sino de guerra… La guerra no requiere un motivo determinado; parece hallarse arraigada en la naturaleza humana…”. Y ya sea que nos guste o no y de lo descorazonador que pueda sonar, el punto es que la experiencia y la historia humana hacen de este diagnóstico algo muy difícil de refutar. Con mayor razón debido a que hoy por hoy ha hecho carrera entre un buen número de cristianos la creencia de que la paz es ausencia de conflicto o un cese absoluto de hostilidades. Se termina así concibiendo al cristianismo en términos afines a la descripción del reino futuro hecha por Isaías: “Él juzgará entre las naciones y será árbitro de muchos pueblos. Convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces. No levantará espada nación contra nación, y nunca más se adiestrarán para la guerra” (Isaías 2:4), y no se tiene en cuenta la proclamación, en tiempo presente, del profeta Joel en sentido contrario: “Proclamen esto entre las naciones: ¡Prepárense para la batalla! ¡Movilicen a los soldados! ¡Alístense para el combate todos los hombres de guerra! Forjen espadas con los azadones y hagan lanzas con las hoces. Que diga el cobarde: «¡Soy un valiente!»” (Joel 3:9-10).

Porque si bien es cierto que Jesucristo nos promete paz, esta paz, por lo pronto, concierne esencialmente a nuestra relación con Dios y no propiamente a nuestras circunstancias. Sin embargo, esta paz interior puede reducir también los conflictos exteriores, puesto que, como lo revela Santiago: “¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos?” (Santiago 4:1). La paz de Dios nos permite, más bien, reenfocar nuestra lucha contra el verdadero enemigo: Satanás y sus ángeles: “Pónganse toda la armadura de Dios para que puedan hacer frente a las artimañas del diablo. Porque nuestra lucha no es contra seres humanos, sino contra poderes, contra autoridades, contra potestades que dominan este mundo de tinieblas, contra fuerzas espirituales malignas en las regiones celestiales” (Efesios 6:11-12). No por nada el Nuevo Testamento en general, y el apóstol Pablo en particular, se refirió a la vida cristiana de manera reiterada en términos beligerantes, resumiendo su propio ministerio con estas palabras: “He peleado la buena batalla…” (2 Timoteo 4:7) y exhortándonos a hacerlo de la misma manera: “Pelea la buena batalla de la fe; haz tuya la vida eterna” (1 Timoteo 6:12). Así, pues, creyentes e incrédulos por igual deben aceptar la realidad universal de la guerra, sin perjuicio de las diferentes interpretaciones para ella que cada uno de ellos pueda proveer, ya sea desde la ambigua y en muchos casos extraviada perspectiva secular o desde la iluminada y veraz perspectiva bíblica, así como los diferentes cursos de acción consecuentes a los que la guerra da lugar.

Valga decir que reconocer la realidad de la guerra espiritual y participar de ella asumiendo partido a favor de Dios, no significa justificar de ningún modo la guerra en el plano físico y material. Todo lo contrario, significa combatirla, erradicarla o evitarla en este plano para trasladarla al ámbito dónde debe librarse verdaderamente: el ámbito espiritual, en el cual las armas son diametralmente diferentes a las utilizadas en el ámbito material. La vocación pacificadora ꟷpero no necesariamente pacifistaꟷ de los cristianos es algo irrenunciable. John Stott lo expresa así: “Es verdad que los cristianos hablan de la guerra cósmica. El apóstol Pablo en su carta a los Efesios dice que no solo luchamos contra carne y sangre pero también contra «principados y potestades». Él le aconseja a los cristianos en Éfeso que se vistan con lo que Él llama «toda la armadura de Dios», pero esta armadura consta de las características de la virtud cristiana y la misión cristiana. Por ejemplo, un elemento de la armadura se describe como el evangelio de la paz, otro es la verdad y otro es la fe”. Y más adelante concluye diciendo: “Cada cristiano está llamado a ser un pacificador… Es verdad, no tendremos éxito en establecer una utopía en la tierra, ni será universal el reino de justicia y paz de Jesucristo en la historia. Hasta que Él no vuelva no se «convertirán sus espadas en arados y sus lanzas en hoces». Sin embargo, esta verdad no da licencia para la proliferación de las fábricas de espadas y lanzas ¿Las predicciones de Cristo acerca del hambre nos inhiben a buscar más igualdad en la proliferación de alimentos? Tampoco sus predicciones de guerra nos inhiben en la búsqueda de la paz. Dios es un pacificador. Jesús es un pacificador”.

Las causas de las guerras

Sin desconocer la compleja historia y la diversidad de variables que convergen y se hallan detrás de las guerras, lo cierto es que un significativo número de guerras se han iniciado por el anhelo de poder y la ambición desmedida de gobernantes tiranos y déspotas con delirios de grandeza y sueños expansionistas que suelen, en muchos casos, enmascararse en uno de los argumentos más arraigados y espontáneos para justificar las agresiones y hostilidades hacia los otros desde que somos niños: “él comenzó”. En realidad, desde la infancia aprendemos a exponer los hechos de modo tal que cada bando llega a convencerse de ser el agredido y no el agresor. En el campo militar James Burtchaell expresa así esta argumentación: “Tu operación militar es un ataque; la mía es sólo en represalia”. En efecto, bajo la creencia de que toda represalia está justificada, ambos lados del conflicto se sienten entonces legitimados en sus respectivas agresiones, emprendidas sin sentimiento de culpa por las partes involucradas. Esta forma de razonamiento llega a hacer de la venganza algo legítimo, puesto que para efectos prácticos no existe ninguna diferencia entre una represalia y una venganza. En relación con esta última la Biblia es clara: “No tomen venganza… sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza; yo pagaré», dice el Señor” (Romanos 12:19).

Por eso, sin perjuicio de los argumentos de la guerra justa, existen tal vez un buen número de conflictos que podrían haberse resuelto o evitado al romper el ciclo de agresiones cediendo el presunto y en muchos casos dudoso derecho a la represalia. Comenzando porque hay coyunturas tan complejas y con tanta historia detrás de ellas que es muy difícil, desgastante y hasta inoficioso establecer quien fue el que primero atacó, pues en la psicología de los pueblos hay situaciones que, sin entrar en el terreno militar, se perciben de todos modos como agresiones y afrentas tan graves a la dignidad y soberanía nacional que ameritan para ellos una respuesta militar como represalia, pasando por encima de las muy razonables restricciones establecidas en la ley del talión, que no pretendía de ningún modo legitimar la venganza ni autorizar al agredido a tomar la ley en sus manos, sino establecer justicia estricta en los tribunales ordenados para este fin y no propiamente justificar las represalias en los conflictos entre pueblos o naciones. Por eso, en el mismo origen de las agresiones deberíamos procurar diligente y obedientemente poner a prueba la recomendación bíblica: “La respuesta amable calma el enojo, pero la agresiva echa leña al fuego” (Proverbios 15:1).

Además, las represalias sucesivas suelen ser crecientes (la represalia siempre excede a la ofensa que la provocó) y se suelen tornar indiscriminadas (terminan involucrando a personas sin relación directa con el conflicto) por lo que, ya sean justificadas o no, terminan generando una atmósfera enrarecida y ambigua proclive a la guerra en la cual parece que se puede justificar todo acto violento, incluso los actos terroristas, como lo dice de nuevo John Stott: “Una de las cosas que parecen necesarias para que el terrorismo eche raíces en la imaginación es creer que el mundo ya es violento y que de alguna forma ya está en guerra. Esto es necesario para que alguien vea su propio acto de violencia como justificado. La existencia de un mundo violento le da al terrorista la justificación moral para participar en la violencia”.

La sociología parece confirmar lo anterior por medio de la llamada “teoría de las ventanas rotas” a la que hace referencia Charles Colson de este modo: “Los sociólogos… descubrieron que si una ventana rota en un edificio no se reparaba, pronto todas las ventanas quedarían destrozadas. ¿Por qué?… Una sola ventana rota pronto atrae a la clase de gente que romperá más ventanas… hay una gran relación entre controlar delitos menores y refrenar delitos mayores…”. Y aunque esta teoría se aplica estrictamente al ámbito de la sociedad civil y no a ejércitos en combate, lo cierto es que puede muy bien hacerse extensiva a situaciones de violencia armada, ya sea por parte de la delincuencia común, o del crimen organizado en grupos o ejércitos armados cuya proliferación impune y descontrolada fomenta una atmósfera en la cual todos pueden sentirse justificados para empuñar y usar un arma de modo que podría también decirse que hay una gran relación entre controlar delitos mayores y evitar guerras abiertas y declaradas.

La tragedia de la guerra

El reconocimiento de la guerra como una realidad en mayor o menor grado inevitable en la historia humana no debe llevarnos a glorificarla de ningún modo, por más que las causas por las que los bandos luchen sean eventualmente justas y los lleven así a emprender acciones valientes y sacrificadas consideradas heroicas en un momento dado. Porque los actos heroicos deben verse más bien como algo aislado y de carácter excepcional en la guerra que no logran borrar el hecho de que ésta es siempre una tragedia que, en el mejor de los casos, no pasa de ser el mal menor tal vez, pero mal después de todo. Tenemos entonces que coincidir con la periodista Marta Ruiz cuando en uno de sus artículos afirmó: “La guerra… no está hecha de grandes hazañas sino de pequeñas tragedias”.

En efecto, el drama de la guerra se alimenta de las pequeñas tragedias personales de las familias de los soldados en contienda caídos en combate y de la población civil afectada por el fuego cruzado entre los bandos y los excesos cometidos por cada uno de ellos en contra de aquella. La guerra no parece nunca heroica desde esta perspectiva, sino más bien desgraciada. Esto sin perjuicio de que, bajo las actuales condiciones de la existencia humana, es a veces inevitable y hasta necesaria para combatir males que, a semejanza de lo acontecido por ejemplo con las tiranías, pueden llegar a ser mayores que la misma guerra, como sucedió en el Antiguo Testamento con las guerras de exterminio ordenadas por Dios en contra de los pueblos paganos, idólatras y absolutamente disolutos y licenciosos que habitaban la tierra de Canaán y que representaban una amenaza permanente para el pueblo de Dios, no ya militar, sino sobre todo espiritual en la medida en que con sus prácticas religiosas abominables podían llegar a contaminar al pueblo de Dios desdibujando por completo su perfil en formación y ocasionando su perdición.

Por eso, las pequeñas tragedias personales que la guerra involucra son a veces el costo ineludible que hay que pagar para poder alcanzar las hazañas que caracterizan el triunfo final de una causa justa. Hazañas que no deben, sin embargo, llevarnos a olvidar todas las tragedias personales de las que estas hazañas se alimentaron. Porque aún los mártires del cristianismo ejecutados por el imperio romano y por todo tipo de gobernantes paganos e incluso nominalmente cristianos a lo largo de la historia son trágicas y lamentables bajas en la guerra cósmica entre el bien y el mal, así la doctrina de la guerra justa establezca que todos los valores que proceden de Dios revelados en las Escrituras son valores justos que constituyen causas por las que, eventualmente, vale la pena pagar el costo de las tragedias personales a las que la guerra da lugar y que se verán bien compensadas en su momento, de conformidad con la promesa divina que nos asegura que a los que amamos a Dios y defendemos su causa, todas las cosas -incluso las pequeñas tragedias personales- son dispuestas a la postre para nuestro bien (Romanos 8:28).

Pero todo esto no será nunca un pretexto para emprender hoy por hoy presuntas y extemporáneas “guerras santas” en nombre de Dios, a la manera de la Yihad islámica, tal y cómo la entienden sus grupos extremistas. Tan sólo es un llamado a considerar y debatir con seriedad y profundidad teológica los argumentos de la llamada “guerra justa”, pues una tragedia no deja de ser tragedia nunca, pero tampoco constituye una verdadera desgracia si contribuye a que la causa de Dios prevalezca en el mundo, evocando la imagen del Cristo victorioso que la iglesia ha reproducido en su arte, a la par con la imagen dramática del Cristo crucificado, imagen con pleno respaldo bíblico como podemos verlo en porciones como la siguiente, entre otras tantas: “Con majestad, cabalga victorioso en nombre de la verdad, la humildad y la justicia; que tu diestra realice gloriosas hazañas” (Salmo 45:4)

Los culpables de la guerra

Señalar culpables en la guerra es una tentación que acecha a todos los que participan en ella. Los ganadores, además, suelen poner todo el peso de la culpa en los perdedores. El triunfalismo nubla el juicio de los vencedores y los lleva a no ver su propia culpabilidad en las guerras. Porque lo cierto es que todos los participantes en la guerra son de un modo u otro, culpables. Nadie sale indemne de la guerra en cuanto a culpabilidad se refiere. Llama la atención que la teología académica del siglo XIX -de marcado y cuestionable corte liberal-, que había desechado en mala hora la noción bíblica de pecado y su correspondiente culpabilidad, la recuperó en el siglo XX de la mano de la nueva teología neo-ortodoxa, gracias justamente a haber vivido los horrores de las dos guerras mundiales en su propio territorio. Fue la guerra la que cuestionó su ingenuo optimismo liberal en cuanto a la bondad humana y las capacidades del hombre para construir un mundo justo apoyado únicamente en su capacidad racional y marginando a Dios en el intento. No se equivocó entonces Tomás González cuando dijo: “El horror no es de ningún país sino del género humano… ningún país ni grupo humano deja de tener rabo de paja en lo que se refiere a esto de la violencia”.

Es necesario que tengamos esto en cuenta, pues los seres humanos somos dados a justificarnos denunciando en los demás los casos más graves de los mismos males que nosotros también padecemos en menor grado, con mayor razón a la hora de señalar culpables en la guerra. La pretensión de justificarnos por comparación sigue estando aquí a la orden del día. Así, las naciones desarrolladas –con Europa a la cabeza– suelen mirar a los países en vías de desarrollo con una paternalista y desdeñosa condescendencia desde posturas de superioridad que implican un juicio velado sobre nuestros pecados colectivos, como si ellos se encontraran por encima de aquellos. Héctor Abad lo describe bien cuando dice: “… a los europeos les gusta consolarse pensando que el horror vive siempre en otra parte” procediendo luego a dejar expuestas las incoherencias de esta creencia añadiendo: “incluso para la muerte nosotros somos subdesarrollados. No podemos compararnos, en nuestros 60 años de guerra de baja intensidad, con la eficiente maquinaria de muerte europea durante el siglo XX. No voy a Europa… a que me den clases de paz”.

El Señor aprovechó los trágicos episodios históricos de la masacre perpetrada por Pilato y el derrumbe de la torre de Siloé respectivamente, para desengañar a los judíos de su época de esta falacia que presumía que las víctimas de estas desgracias eran “… más pecadores” o “… más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén?” para concluir sentenciosamente: “¡Les digo que no! De la misma, todos ustedes perecerán, a menos que se arrepientan” (Lucas 13:1-5). Todos somos, pues, culpables. Y en la guerra más que en ninguna otra circunstancia, no hay excepciones. No por nada el Señor nos exhorta a mirar primero la viga en nuestro propio ojo antes de intentar siquiera sacar la paja del ojo ajeno. Valdría la pena, entonces, que las naciones desarrolladas prestaran más atención a las palabras del profeta dirigidas contra el reino de Judá y su capital Jerusalén cuando menospreciaba y miraba por encima del hombro a su vecina Samaria: “¡Pero ni Samaria ni sus aldeas cometieron la mitad de tus pecados! Tú te entregaste a más prácticas repugnantes que ellas, haciendo que ellas parecieran justas en comparación contigo” (Ezequiel 16:51). Mantienen, pues, su vigencia, las palabras del Señor: “–Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8:7)

La tradición de la guerra justa

Hechas las anteriores aclaraciones, corresponde ahora sí abordar el que tal vez sea el más importante y controvertido aspecto que debe ser tenido en cuenta por el cristiano a la hora de evaluar y contrapesar la guerra y la paz desde una perspectiva cristiana escritural: la tradición de la guerra justa. Comencemos diciendo que es comúnmente aceptado que este concepto fue desarrollado por Agustín de Hipona, quien se remontó a su vez al concepto de “guerra santa” tal y cómo ésta se describe en el Antiguo Testamento. Al respecto César Vidal aclara que: Agustín de Hipona no fue ciertamente el creador de la doctrina de la guerra justa como se ha afirmado en ocasiones, pero sí fue uno de los primeros teólogos que intentó conciliar las enseñanzas de Jesús con la defensa de un imperio que en buena medida era cristiano y que intentaba sobrevivir al asalto de bárbaros no pocas veces paganos amén de sanguinarios”. La motivación de la reflexión alrededor de la guerra justa fue, pues, la necesidad de defenderse y no la de atacar. Esta doctrina es actualmente compartida por la mayoría de católicos y protestantes por igual.

Resumiendo, la tradición de la guerra justa sostiene en términos generales que para poder declarar como justa a una guerra, ésta debe cumplir con tres condiciones:

La causa de la guerra. La primera consideración debe ser, obviamente, si la causa es justa, dando por sentado que la legítima defensa es la causa justa por excelencia. Sin embargo, también se incluyen como causas justas algunas que no necesariamente tienen que ver con la defensa propia, tales como asegurar la justicia o remediar la injusticia (hoy por hoy hablaríamos de la defensa de los derechos humanos) a favor de los débiles e inocentes. Relacionados con la causa justa encontramos la necesidad de una declaratoria de guerra formal por parte de las autoridades legítimas que representan a la nación declarante. Igualmente el hecho de que se lleve a cabo como último recurso y, finalmente, que sus intenciones sean también justas y no pretendan simplemente apelar a una causa justa como pretexto para enmascarar y dar rienda suelta a motivaciones e intenciones injustas como, por ejemplo, el odio o la sed de venganza o cualquier otra motivación egoísta de interés personal, como por ejemplo las consideraciones económicas envueltas en muchas guerras que tienden un manto de duda sobre sus verdaderas motivaciones. Ahora, es inevitable que aún las causas justas se vean frecuentemente acompañadas por un interés propio personal, pero este interés personal no debe constituirse en la agenda encubierta que motiva verdaderamente la guerra y que se pretende legitimar disfrazándola mediante la hipócrita apelación a una causa justa.

Medios proporcionales y controlados. Se refiere este punto a que no debe hacerse uso de una violencia desenfrenada e innecesaria. El adjetivo “proporcional” indica que la guerra se percibe como la opción menos mala de tal modo que la violencia involucrada en la guerra sea no sólo menor que la violencia que la causó, sino menor también que la magnitud de violencia que se vislumbraba de haber dejado que la violencia causante de la guerra siguiera su curso sin nada que la detuviera (esta es una de las consideraciones que se esgrimen a favor de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, aunque la guerra nuclear requiere tratamiento aparte). En segundo lugar, el adjetivo “controlado” hace alusión a que los medios empleados en la guerra (armas y soldados que las accionan) deben estar en condiciones de distinguir a los combatientes de la población civil no combatiente, discriminándolos entre sí y manteniendo a esta última al margen de las agresiones hasta donde sea materialmente posible.

Resultados calculados predecibles y razonables. Por último, la guerra justa debe ir precedida por un cálculo realista sobre la posibilidad de lograr la victoria, como el mismo Señor Jesucristo lo da por sentado: “»O supongamos que un rey está a punto de ir a la guerra contra otro rey. ¿Acaso no se sienta primero a calcular si con diez mil hombres puede enfrentarse al que viene contra él con veinte mil? Si no puede, enviará una delegación mientras el otro está todavía lejos, para pedir condiciones de paz” (Lucas 14:31-32). Por supuesto, habrá casos en los que los principios en juego son de tal magnitud e importancia que el sentido de obligación en la conciencia del individuo o de la nación no les deja más opción que marchar a la guerra así la derrota sea inminente (algo similar a lo que sucedía con los mártires cristianos que se negaban a apostatar de su fe aunque ello implicara marchar a la muerte de manera segura), pero descontando estos casos de excepción, lo cierto es que, como lo afirma Stott: “es necio ir a la guerra cuando no hay esperanzas razonables de obtener la victoria y existe el peligro de sacrificar la vida de miles sin lograr la causa por la cual murieron”. A la vista de lo anterior, puede concluirse que una guerra es justa cuando se pelea por una causa justa, con medios controlados y con una esperanza razonable de éxito.

Por cierto, apelar a las guerras santas de conquista, desalojo y exterminio emprendidas en el Antiguo Testamento por el pueblo de Israel, por orden expresa de Dios en contra de los diversos pueblos establecidos en la Tierra Prometida, para justificar hoy la tradición de la guerra justa no deja de ser un argumento muy débil y precario. En primer lugar porque las guerras de exterminio emprendidas por Israel, si bien eran justas, puesto que los pueblos paganos habían llegado ya al colmo de su maldad y se merecían, por tanto, el castigo divino infligido por mano de su pueblo; están por completo restringidas a la época de la conquista de la Tierra Prometida. Y hoy por hoy ya ninguna nación o grupo humano puede arrogarse la condición de pueblo legítimamente comisionado por Dios para emprender nuevas guerras santas de conquista y exterminio. Y en segundo lugar porque, si hay algo que las guerras del Antiguo Testamento nos enseñan es que el compromiso de Dios es con la justicia antes que con su pueblo, pues también es de resaltar que cuando el pueblo de Israel no estaba a la altura moral de su condición de pueblo elegido por Dios, Dios mismo los castigaba levantando contra ellos a otros pueblos que, a pesar de ser paganos y más pecadores que los mismos israelitas castigados, eran de todos modos comisionados por Dios de manera soberana para utilizarlos como instrumento y verdugo, guerreando y derrotando a su propio pueblo, antes de arreglar cuentas a su vez con ellos y castigarlos y destruirlos en su momento por su propia maldad.

La fundamentación bíblica para la guerra justa debe, pues, buscarse más bien en el papel asignado por Dios a las autoridades en el Nuevo Testamento en Romanos 13:1-7. Un papel que contrasta con las instrucciones previas dadas a los creyentes en el contexto de la iglesia en Romanos 12:9-21. Contraste que, sin embargo, no deber verse como contradicción, como nos lo hace entender de nuevo Stott con las siguientes observaciones: “Es mejor ver el final de Romanos 12 y el comienzo de Romanos 13 como un complemento entre ellos. Los miembros de la nueva comunidad pueden ser tanto individuos en particular [Romanos 12] como oficiales del estado [Romanos 13]… la «venganza» y la «ira» pertenecen a Dios, pero el estado es una manera mediante la cual él ejecuta su juicio hoy en día sobre los hacedores de maldad. Dejar «el castigo en las manos de Dios» (12:19), significa permitirle al gobierno «impartir justicia y castigar al malhechor» (13:4)… el rol del gobierno al castigar debe limitarse y controlarse estrictamente… Esto implica una restricción triple sobre los poderes del gobierno. Primero, el gobierno solo debe castigar a la persona que hace mal o que viola la ley. Segundo, la fuerza que se usa para arrestarlos debe limitarse a la mínima necesaria para llevarlos a la justicia. Tercero, el castigo debe limitarse en proporción al mal que hayan hecho. Los tres, la persona, la fuerza y el castigo, se deben controlar con cuidado. El mismo principio se aplica tanto a la policía como a los soldados… el comportamiento de los soldados se debe entender como una extensión de la acción de los policías… el argumento es que por legítima extrapolación, la autoridad que Dios le da al gobierno para administrar justicia, incluye la restricción y la resistencia de los malhechores que son agresores en vez de criminales, y la protección de los derechos de los ciudadanos cuando amenazan desde afuera como desde adentro… la analogía no es exacta… Sin embargo, el desarrollo de la teoría de la «guerra justa» «representó un intento sistemático para interpretar actos de guerra análogos a los actos del gobierno civil» y así verlos como parte del «contexto de la administración de justicia» y como sujeto a las «pautas restringidas de la justicia ejecutiva»”.

Hasta aquí lo que tiene que ver con la guerra justa en condiciones de guerra convencional. Pero hoy por hoy la guerra ya no es tan “convencional” como en otros tiempos. El desarrollo tecnológico ha dado lugar a las armas de destrucción masiva, tales como las armas nucleares, las biológicas y las químicas (llamadas armas NBQ), antes las cuales hay que hacer algunas importantes consideraciones particulares, que centraremos en el tratamiento de la guerra nuclear, puesto que las conclusiones alrededor de ella pueden transponerse, guardadas las proporciones, a la guerra química o biológica indistintamente. Estas consideraciones se refieren a la segunda y a la tercera condición de la guerra justa, es decir: medios proporcionales y controlados y resultados calculados predecibles y razonables respectivamente. Porque en el caso de la guerra nuclear se violan ambas condiciones. Por su misma naturaleza de destrucción masiva, las armas NBQ no son proporcionales ni controladas y no discriminan a sus víctimas, llevando a sus protagonistas a “derramar sangre inocente”, un pecado condenado de forma reiterativa y solemne en las Escrituras. Además, sus resultados son impredecibles e irracionales al punto de que se da por sentado que en una guerra nuclear no habría ganadores sino únicamente perdedores. Valga decir que aun las armas convencionales deben condenarse cuando se utilizan en la guerra de forma indiscriminada. Por todo lo anterior, si bien no es censurable que un cristiano no sea un pacifista total que condene y se oponga a la guerra en toda circunstancia -pues la tradición de la guerra justa puede justificar hasta cierto punto la beligerancia militar y armada por parte del cristiano- lo que si se vuelve censurable es que ante la posibilidad de la guerra nuclear, biológica o química un cristiano no promueva el pacifismo ni levante su voz de protesta. A este respecto, los cristianos deben ser abanderados del desarme multilateral e incluso unilateral de las naciones que disponen de armas de destrucción masiva, en especial si son nucleares. Por supuesto, con esto no se pretende decir la última palabra al respecto, pero sí establecer el marco general en el que deben considerarse todos los complejos y difíciles asuntos relacionados con la guerra nuclear y el uso de armas químicas o biológicas.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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