Cómo distinguimos lo diseñado de lo que no lo es
El argumento del diseño ─que no debe confundirse con la reciente “teoría del Diseño Inteligente” de la que hablaré al final, aunque estén evidentemente conectados─, hunde sus raíces en uno de los ya clásicos argumentos naturales a favor de la existencia de Dios que, junto con el cosmológico que abordamos en nuestra conferencia del mes pasado, unidos ambos al ontológico y el antropológico o moral, constituyen los cuatro argumentos naturales a favor de la existencia de Dios. Ahora bien, el actual argumento del diseño es más conocido a lo largo de la historia como el argumento teleológico, de la raíz griega telos que significa “propósito” o “finalidad”. Este argumento, como su nombre lo indica, hace referencia al hecho incuestionable por el cual el ser humano descubre en muchas de las estructuras y el funcionamiento cada vez más conocidos del universo, de la naturaleza y de la vida, un propósito o finalidad evidente que nos llevan a inferir que fueron diseñados por una inteligencia superior, que en el contexto de la fe no sería otra que la inteligencia de Dios.
Valga decir que, aunque el argumento teleológico con el que el argumento del diseño está íntimamente emparentado, tiene tras de sí una larga historia que se remonta hasta Aristóteles, también es cierto que en un principio la distinción entre el argumento cosmológico y el teleológico no era tan clara, sino que se sobreponían el uno sobre el otro. No olvidemos que en el griego la palabra cosmos significa “orden”, por contraste con el caos o el desorden. Así, el argumento cosmológico, etimológicamente hablando, hace referencia al orden reflejado por el universo, mientras que el teleológico lo hace más bien al propósito o finalidad que ese orden parece tener. En otras palabras, el argumento cosmológico se enfoca en lo que se designa como “la causa eficiente” que da origen al universo, mientras que el teleológico lo hace en la causa final hacia la que éste se dirige. Que para los cristianos es Dios en ambos casos, Principio y Fin de todo lo que existe: “Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén” (Romanos 12:36).
Tomás de Aquino ya comienza, con sus cinco vías, a hacer una distinción más clara entre ambos argumentos, aunque siga conectando, sin embargo, la idea de orden, que es más propia del argumento cosmológico, con la de finalidad o propósito, que es la que caracteriza el argumento teleológico o del diseño del que nos estamos ocupando ahora. Específicamente, con su quinta vía, llamada la vía del orden que, de manera puntual, formuló diciendo que las cosas que no tienen conocimiento no tienden a un fin sino dirigidas por alguien consciente e inteligente, así como la flecha es dirigida por el arquero. Luego hay algo inteligente por lo que todas las cosas naturales se ordenan a un fin, y a esto llamamos Dios. Pero este argumento adquiere una de sus formas más representativas, ya más enfocada en el diseño que en el propósito o finalidad que ese diseño persigue, con el surgimiento de la ciencia moderna a comienzos del siglo XIX con William Paley en su magistral obra Teología Natural. El fue quien popularizó la ilustración más conocida del argumento teleológico con la figura del reloj y el relojero, señalando cómo, ante el hallazgo de un reloj abandonado en el suelo, cualquier persona inferiría la existencia del relojero. Una idea tan lógica y razonable, que es una conclusión a la que llegamos de manera inmediata e intuitiva, como si fuera una obviedad de sentido común.
Muchos ateos ilustres han tratado de impugnar el razonamiento por el cual las personas, partiendo de la existencia del reloj, concluyen la existencia del relojero. Justamente, recuerdo una porción del libro El Reto de Dios en la que se hacía alusión a esta idea, recordándonos los versos espontáneos del anónimo poeta repentista del siglo XIX que, en el curso de una discusión de ateos, al oír al reloj de la chimenea campanear las doce de la noche, fijó su posición así: Por mi parte, señores, considero/que, cuanto más mi mente lo examina,/menos puede aceptar la tal doctrina/de que exista reloj sin relojero. Una de las críticas más divulgadas que se le ha hecho a la imagen del reloj y el relojero de William Paley por parte de los ateos que se resisten a su obvia conclusión, es que esta figura no se puede aplicar a los seres vivos, pues un reloj es un mecanismo inerte que no evoluciona, como presuntamente lo hacen los seres vivos. Pero, por el contrario, como lo señalan y reconocen los biólogos desprejuiciados y honestos, los seres vivos, lejos de dejar sin efecto la figura del reloj y el relojero, lo que hacen es llevarla a más elevados niveles de complejidad que refuerzan aún más el argumento del diseño y, de paso, el antiguo argumento teleológico. Niveles de complejidad que cuestionan seriamente, valga decirlo, la teoría de la evolución tal como la concibió Darwin y los llamados neodarwinistas, con su principio rector de la selección natural o la supervivencia de los más fuertes o mejor adaptados.
Dejando, entonces, esta labor para autores más especializados en esta área, como lo hace el Dr. Antonio Cruz en muchos de sus libros impugnando con argumentos científicos el evolucionismo darwinista, concentrémonos desde este momento en lo que se designa como la “inferencia de diseño”, o la manera en que los seres humanos distinguimos las cosas diseñadas ─es decir, las que son el producto de una inteligencia─ de las que no lo son. Comencemos, entonces, por aclarar por qué hablamos específicamente de inferencia de diseño. En principio, porque el diseño, como la posible causa o explicación de un fenómeno determinado, es algo que se establece después de considerar los hechos, no antes. Es una conclusión a la que se llega. Es decir que descubrir que algo es diseñado, es una labor posterior a la evaluación de los hechos, que demanda un proceso reflexivo y argumentativo para llegar a esta conclusión. Y la inferencia es una forma de argumentación que, para los efectos de descubrir que algo ha sido diseñado, es tal vez la que mejor se ajusta a este proceso mental. Tradicionalmente, la inferencia se ha considerado como un sinónimo de la deducción ─inferir algo sería lo mismo que deducir algo─ e, incluso, de la inducción, que son dos de las formas de argumentación más bien establecidas en el campo de la filosofía y de la ciencia. Pero en este caso vamos a diferenciarlas un poco para entender por qué hablamos de la inferencia de diseño.
Comencemos, pues, por definir la deducción, tal vez la forma de razonamiento preferida de la filosofía que establece conclusiones partiendo de principios generales ampliamente conocidos y aceptados, para proceder a aplicarlos de forma concluyente a casos particulares. Un ejemplo sencillo de argumento deductivo es el siguiente: Todos los seres humanos son mortales. Juan es un ser humano. Por lo tanto, Juan es mortal. La inducción, por otra parte, es la forma de razonamiento preferida y más característica de la ciencia, y se distingue de la deducción en que, partiendo del estudio de casos particulares representativos, extrae de ellos principios de aplicación general a todos los casos similares. Un ejemplo sencillo de argumento inductivo es el siguiente: Aún los más grandes y poderosos seres humanos de la historia han muerto, por lo tanto, todos los seres humanos mueren. Y lo cierto es que tanto quien escribe esto como quienes lo leen, seamos o no conscientes de ello y ya sea que supiéramos o no en qué consisten los argumentos deductivos o inductivos, los utilizamos a diario a la hora de interactuar y comunicarnos con los demás en el momento de emitir opiniones o juicios y también para entender nuestro entorno con el fin de adaptarnos a él de la manera más constructiva y provechosa. Sin embargo, para descubrir que algo ha sido diseñado, más que deducirlo o inducirlo, lo que hacemos es inferirlo.
La inferencia, tal y como la utilizamos en este caso, es una forma particular de deducción que, más que llegar a las conclusiones de una manera directa, partiendo de principios generales para llegar a conclusiones aplicadas a casos particulares, procede más bien, de manera indirecta, por medio del descarte. Además, la inferencia es más intuitiva que la deducción. Dicho de otro modo, en los argumentos deductivos el razonamiento y la reflexión son los que ocupan el primer plano, mientras que en la inferencia los argumentos que se hallan detrás son más sutiles y tácitos, a tal punto que a veces el razonamiento es tan rápido e inadvertido que ni siquiera somos conscientes de los pasos que involucra. Tal vez lo podamos entender mejor con algunos ejemplos extraídos de los juegos de mesa que muchos de nosotros hemos jugado y que sirven, entonces, muy bien para establecer el punto.
Comencemos por un juego de mesa como el Rumy-Q, cuyo propósito es deshacerse de todas las fichas recibidas al comienzo ─14 por participante─ antes que el resto de jugadores y sin tener que tomar en nuestro turno más fichas de la bolsa, que son en total 106 y van desde el 1 hasta el 13 en cuatro colores diferentes, más dos comodines, y cuya manera de deshacerse de las fichas es lograr colocarlas sobre la mesa formando tríos de fichas con el mismo número pero de diferente color, o escaleras de mínimo cuatro fichas o más del mismo color. Pero las reglas del juego establecen que antes de poder comenzar a colocar fichas en la mesa deshaciéndonos de ellas, se debe iniciar este proceso únicamente cuando logremos formar, con las fichas disponibles en la mano, una escalera, un trío o una combinación de escalera y trío en los que la suma total de los números de las fichas utilizadas sea de mínimo 30 o más. Pues bien, en algunas de las múltiples ocasiones en que he jugado este juego en mi casa he podido comprobar por experiencia propia lo que les voy a plantear: ¿Qué pensaría cualquiera de ustedes si con las 14 fichas recibidas inicialmente pueden ya, sin tener que tomar ninguna de la bolsa, ubicar en la mesa todas las fichas que recibieron, formando dos escaleras completas de 4 fichas y dos tríos de tres fichas u otra combinación igual de afortunada? Sí, ya lo sé. Con tal de ganar, pensarían ¡qué suerte tengo! aunque en el fondo sospechen que de eso tan bueno no dan tanto y que aquí hay gato encerrado. Pero si al mismo tiempo uno de los otros dos jugadores, ¡o todos juntos! también pueden hacer lo mismo con sus 14 fichas iniciales ¿seguirían pensando que tuvieron mucha suerte en la repartición de las fichas? ¡por supuesto que no! En este punto y más allá de toda duda concluirían que el juego fue arreglado o, para ponerlo en los términos de nuestro tema: “diseñado” así, de manera premeditada, por alguien que les está jugando una broma, como ha sucedido con todos a quienes les he jugado en su momento esta misma broma al repartir las fichas previamente escogidas y preparadas para ello.
Pero antes de analizar el proceso por el cual todos concluiríamos que el juego fue arreglado, es conveniente reforzar la idea con otro juego de mesa, en este caso no con secuencias numéricas, sino con formación de palabras, también muy conocido de los amantes de los juegos de mesa, llamado “boggle”, que consiste en formar la mayor cantidad de palabras de tres letras o más que podamos encontrar en el lapso de 3 minutos en un conjunto de 16 dados con diferentes letras aleatorias en sus seis lados, colocados al azar formando un cuadrado de cuatro dados por lado y en donde las palabras sólo se pueden formar, sin repetir ningún dado, y siguiendo una secuencia lineal estricta, sin poder saltar por encima de ningún dado para formar la palabra. Pues bien, ¿qué pensaríamos si lográramos formar una palabra con sentido de 16 letras, como por ejemplo: “caballerosidades”, utilizando la totalidad de los dados del juego colocados de tal manera que siguen la secuencia lineal requerida? ¿Pensaríamos que fue cuestión de suerte? Difícilmente. Por lo menos, no lo han pensado nunca así mis compañeros de juego cuando yo logro encontrar esa palabra y arrasar con ella en el juego, sino que, de inmediato, me acusan de haber arreglado el juego. Y tienen razón, pues les he jugado también esta broma en alguna ocasión.
Pues bien, en estos dos casos lo que mis compañeros de juego han hecho no es más que inferir diseño inteligente en la configuración de ambos juegos (sin que con esto esté alardeando de ser muy inteligente) y descartando la posibilidad de que todo esto hubiera sucedido por necesidad o por simple azar. Tenemos ya aquí planteados tres de los aspectos que se tienen en cuenta para inferir que algo fue diseñado. Esto es que, las tres posibles causas de todo fenómeno son: necesidad, azar o diseño. No hay más posibilidades. Todo fenómeno en el universo tiene como causa, o la necesidad, o el azar o el diseño o, a lo sumo, alguna combinación de estos tres. Pero no hay más posibilidades. La inferencia de diseño, o el proceso mental por el que concluimos que el fenómeno que estamos considerando es un resultado del diseño es porque rápidamente descartamos, de manera intuitiva, las otras dos causas: Es decir que la afortunada combinación de números en el Rumy Q o la afortunada combinación de letras en el boggle no puede ser producto de la necesidad, pues decir que fue por necesidad es afirmar que no existía ninguna otra combinación posible ni de números ni de letras, lo cual es absurdo, pues aunque no podamos establecerlo con exactitud matemática, sabemos muy bien que existen innumerables combinaciones diferentes. Así que nos queda atribuir la causa al azar. Y hablar de azar es hablar del grado de probabilidad de que algo ocurra. Porque el comportamiento del azar es algo que se puede predecir mediante el cálculo de probabilidades y que se puede medir mediante la ciencia estadística. En este orden de ideas, entre más alta sea la probabilidad de que algo ocurra, menos estamos dispuestos a atribuirlo al diseño inteligente. Y entre más baja sea la probabilidad de que algo específico ocurra, estamos más dispuestos a atribuir su causa al diseño, si se cumplen al mismo tiempo otras condiciones que iremos señalando.
Miremos otros ejemplos: al lanzar una moneda al aire, la probabilidad de que salga cara o cruz es igual para ambos casos, es decir 50% para cara y 50% para cruz. Así que si sale cualquiera de las dos en el primer lanzamiento, no nos extrañaría, pues el azar lo explica bien. Si vamos incrementando el número de lanzamientos y lo hacemos dos veces, la probabilidad de cualquier combinación de cara o cruz en ambos lanzamientos disminuye de inmediato al 25% por ciento. Por eso, si sale dos veces cara o dos veces cruz, seguimos considerando como responsable de ello al azar, pues 25% sigue siendo una probabilidad suficientemente alta para explicarlo. Pero si hacemos tres lanzamientos la probabilidad de cualquier combinación, incluyendo esta combinación específica de tres caras o tres cruces seguidas, sigue disminuyendo, de tal modo que la probabilidad de que en tres lanzamientos salga una seguidilla de tres caras o tres cruces indistintamente por simple azar es ya del 12,5%, pero si así sucede, a estas alturas podemos seguir atribuyendo ese resultado al azar. Tal vez nos parezca curioso, pero no deja de ser anecdótico e intrascendente y no le gastamos más esfuerzo para entenderlo, pues no vale la pena. Pero si hacemos diez lanzamientos, o cincuenta o cien, y obtenemos una seguidilla específica de diez, de cincuenta o cien caras o cruces indistintamente, comenzaríamos a sospechar crecientemente que alguien ha manipulado la moneda para que suceda de este modo, pues para cien lanzamientos la probabilidad ya es demasiado pequeña para pensar que esta combinación específicamente repetitiva es producto del azar y comenzaríamos a inferir, de manera legítima, necesidad o diseño en los cien lanzamientos.
Lo mismo sucede con los dados en un casino. Los casinos juegan con el azar y, a pesar de eso, en el balance final, no pierden nunca. ¿Por qué? Porque trabajan con el cálculo de probabilidades y saben que si un jugador en particular gana eventualmente, siempre hay suficientes perdedores para compensarlo de sobra y dejarles buenas ganancias. Pero cuando un jugador apuesta a un número específico en los dados y gana siempre o por lo menos, gana muchas veces, de inmediato lo comienzan a vigilar bajo la sospecha de que está haciendo trampa, pues infieren que eso no puede ser producto del azar, sino que en este caso el diseño está entrando en juego y alguien quiere aprovecharlo para su propio beneficio en perjuicio del casino.
Aquí tenemos ya mencionadas, además de la identificación de las únicas tres posibles causas de cualquier fenómeno: sea la necesidad, el azar, o el diseño; también dos aspectos más que utilizamos para inferir diseño: complejidad y especificación. Y es que para descartar la necesidad y el azar como las causas de un fenómeno y atribuirlo entonces, al diseño, debe existir en el fenómeno un elevado grado de complejidad y una muy concreta especificación. Veamos lo que cada una de ellas significa:
La complejidad significa que el evento o el fenómeno en cuestión es altamente improbable desde el punto de vista de la estadística. En el lanzamiento de la moneda, con cualquier lanzamiento adicional la secuencia de combinaciones de cara y cruz, sea la que sea, se vuelve cada vez más compleja, pues se vuelve cada vez más improbable. Si para el primer lanzamiento la probabilidad era de 50% para cualquier posible resultado, para el segundo ya es de 25%, para el tercero de 12,5%, para el cuarto de 6,25% y así sucesivamente, hasta que en el lanzamiento número 100 ya la posibilidad de cualquier secuencia y combinación posible obtenida entre cara y cruz es de 1,57772-28, es decir de 0,000000000000000000000000000157772%, lo cual equivale a decir que es muy, pero muy improbable. La secuencia de resultados obtenidos de cara y cruz en los cien lanzamientos es, por tanto, muy compleja, pues cualquiera que sea, es enormemente improbable, que es lo que define la complejidad. Pero si bien este es uno de los requisitos que debe cumplir, no basta que un evento sea complejo para que descartemos el azar como su posible causa y lo atribuyamos al diseño. Sabemos que cualquier combinación de cara y cruz en los cien lanzamientos es altamente compleja por su elevada improbabilidad, pero seguimos atribuyéndolo sin problema al azar. Sobre todo si, independiente de la secuencia o el orden caprichoso en que ocurrieron, al final tenemos un número similar de caras y cruces en la secuencia, digamos 55 caras y 45 cruces o viceversa, pues con sólo dos opciones en cada lanzamiento individual (cara o cruz), esto es lo que esperaríamos en la suma de resultados finales, si del azar se trata. ¿Pero qué pensaríamos de una suma de 100 caras o 100 cruces repetidas en los cien lanzamientos? De inmediato descartaríamos el azar, pues este resultado específico con un patrón repetitivo tan absoluto no sería algo que el azar produciría, por lo que tendría que ser producto de la necesidad o del diseño, o en este caso una combinación de ambos, pues si la moneda cae siempre del mismo lado podría ser porque alguien diseñó una moneda cargada de tal modo que siempre que la lancemos cae por necesidad física de un solo lado.
Aquí tenemos el segundo aspecto mencionado que, unido a la complejidad, nos permite inferir que un fenómeno es producto fundamentalmente del diseño y no del azar o la necesidad. La especificación. En el ejemplo anterior, la especificación es clara: la repetición absoluta del mismo resultado en los cien lanzamientos. Pero podríamos plantear especificaciones más elaboradas, siguiendo patrones evidentes para el observador diferentes al de la simple repetición absoluta del mismo resultado en todos los lanzamientos. ¿Qué pensaríamos, por ejemplo, si ya en los primeros 20 lanzamientos obtuviéramos la siguiente secuencia de resultados: 1) cara, 2) cruz; 3) cara, 4) cara, 5) cruz, 6) cruz, 7) cara, 8) cara, 9) cara, 10) cruz, 11) cruz, 12) cruz, 13) cara, 14) cara, 15) cara, 16) cara, 17) cruz, 18) cruz, 19) cruz, 20) cruz, y así sucesivamente? Este es un patrón muy específico de repeticiones en series alternas y crecientes que suman siempre una repetición más a la serie anterior y que ya a estas alturas, y mucho más si continúa durante los 100 lanzamientos, de inmediato nos lleva a concluir que no puede ser producto del azar ni de la necesidad, sino que fue diseñado, pues en el fenómeno se hallan presentes al mismo tiempo una gran complejidad y una muy concreta y evidente especificación, es decir un patrón o un criterio independiente del fenómeno que sólo una inteligencia podría reconocer y sólo una inteligencia podría producir. Recuerdo, a propósito, que William Dembski, uno de los más destacados teóricos actuales de la teoría del diseño inteligente, decía que: “se necesita una causa inteligente para conocer una causa inteligente”.
De hecho, como lo dije al comienzo, es la idea de diseño la que ha venido a hacerle el relevo, sustituyendo y llevando más lejos el ya clásico argumento teleológico, gracias a la formulación y desarrollo a finales del siglo XX de la “teoría del diseño inteligente” que aborda el concepto de diseño de una manera metódica y sistemática, con una sólida base matemática de tipo probabilístico, como lo exige la ciencia actual, y con ramificaciones en muchos campos de las ciencias naturales, en especial el campo de la bioquímica y la biología. Y la teoría del diseño inteligente gira alrededor de esos dos conceptos: complejidad y especificación, de modo que en cualquier fenómeno donde ambos se den con la debida claridad, se descarta que el fenómeno en cuestión sea el producto de la necesidad o el azar y se infiere el diseño inteligente como su causa. Ahora bien, ante complejidades específicas tan numerosas y altamente improbables como las que requiere el funcionamiento del universo, de la naturaleza y el surgimiento y mantenimiento de la vida, descubiertas en el curso del siglo XX y XXI por la ciencia moderna, el antiguo argumento teleológico a favor de la existencia de Dios retorna con renovado ímpetu de la mano del diseño. Porque las complejidades específicas que requieren diseño abundan en nuestro universo en el campo de la física y de la química en lo que se conoce ya con el nombre del “ajuste fino” del universo (aunque estadísticamente no se pueda ser concluyente al respecto, como sí sucede en el campo de la bioquímica y la biología), o en la misma base de la vida con el ADN y la compleja y específica estructura de la célula viva más básica o en los órganos y funciones propios de los animales superiores con el ser humano en la cúspide, todo lo cual converge en lo que ya se ha dado en llamar el “principio antrópico”, es decir la conclusión de que todo en la naturaleza y el universo entero está diseñado para hacer posible la existencia del hombre en este pequeño y privilegiado planeta. De hecho, como lo dije al comienzo al mencionar el ejemplo del reloj y el relojero, al pasar de lo estrictamente mecánico a lo biológico, la complejidad específica que denota diseño experimenta un salto cualitativo que amerita acuñar una nueva expresión: “complejidad irreductible”, concepto desarrollado y asociado al biólogo Michael Behe que, por cuestión de espacio, no abordaremos sino lo dejaremos tan sólo mencionado.
Por último, aún quienes se resisten a la inferencia de diseño, como el ateo Richard Dawkins y el inicialmente agnóstico Stephen Hawking (QEPD), han tenido que reconocer el diseño que el universo refleja, para proceder luego a calificarlo de “aparente”. No en vano el último libro divulgativo de Stephen Hawking se titula: El Gran Diseño. Y uno de los argumentos que todos los evolucionistas en general utilizan para calificar de “aparente” a ese diseño, es que sostienen que, si se dispone del tiempo suficiente, todas las afortunadas, complejas y específicas condiciones que el universo reúne para hacer posible la vida tal y como la conocemos, se darán tarde o temprano por azar, por improbables que puedan ser. Pero esto es un sofisma, pues desde el estricto punto de vista de la estadística y el cálculo de probabilidades, los cerca de catorce mil millones de años que el universo lleva existiendo, no son ni remotamente suficientes para que se hayan dado por simple azar ni tan siquiera un pequeño porcentaje de las muchas complejidades específicas que se requieren para que estemos aquí. ¡No hablemos ya de todas las complejidades específicas que la ciencia ya ha descubierto! Por eso, a la luz de los descubrimientos de la ciencia moderna, de las matemáticas avanzadas y del más esclarecido y desprejuiciado razonamiento, el antiguo argumento teleológico en su versión actual del argumento del diseño, es hoy por hoy uno de los más bien fundamentados argumentos naturales a favor de la existencia de Dios, haciendo que el salmo 14:1 cobre toda su vigencia: “Dice el necio en su corazón: «No hay Dios»”.
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