¿Subcultura, contracultura o brújula cultural?
La relación del cristianismo con la cultura en general siempre ha sido un tema espinoso que, sin embargo, no puede ser eludido por la iglesia de manera indefinida sin que le termine pasando una costosa cuenta de cobro. Por eso, dentro de las líneas de reflexión que voy a bosquejar enseguida, no incluiré el punto de vista de las iglesias y sectores del cristianismo que satanizan la cultura, como si ésta fuera un producto de la caída en pecado de nuestros primeros padres y deciden, por lo mismo, aislarse de la cultura secular para no contaminarse, constituyéndose en una especie de gueto que termina incurriendo en ese contrasentido señalado en el evangelio por el Señor Jesucristo al afirmar que no se enciende una luz para esconderla debajo de un cajón, que es lo que en el mejor de los casos terminan haciendo estos sectores de la iglesia.
Me referiré y dirigiré, entonces, en esta conferencia a los sectores de la iglesia que suscriben lo que la tradición reformada llama el mandato cultural. Es decir, la instrucción previa a la caída dada por Dios a la raza humana, en cabeza de nuestros primeros padres, de someter la tierra y ejercer dominio sobre ella, cultivando y cuidando los recursos provistos por Dios en la naturaleza. Porque esta instrucción se encuentra en los dos primeros capítulos del Génesis, antes del capítulo 3 que es el que da cuenta de la caída en pecado de la humanidad, lo cual significa que el mandato cultural es anterior a la caída y no es un producto de ella, ni queda abrogado por ella.
La cultura no es, entonces, mala originalmente. Lo que sucede es que, a partir de la caída se vuelve ambigua, es decir que junto con todo el luminoso y absoluto potencial para el bien que poseía antes de la caída, adquiere también un sombrío potencial para el mal con posterioridad a ella. Y es de esto de dónde surgen los malentendidos y las relaciones accidentadas y polémicas del cristianismo con la cultura a lo largo de la historia. Pero eso no significa que debamos arrojar el agua sucia con el bebé adentro. En efecto, cuando los padres bañan al bebé en la tina y el agua queda sucia, antes de arrojar el agua sacan al bebé de la tina. Eso es lo mismo que la iglesia debe hacer con la cultura. Desechar y combatir los aspectos censurables y perversos de la cultura producto de la caída, pero no prescindir de la cultura misma sino participar de ella redimiéndola y reencauzándola. Pero pasemos a la consideración de nuestros tres interrogantes.
¿Es el cristianismo una subcultura?
La respuesta es no y sí. No, porque el cristianismo no puede ser abarcado, contenido ni identificado con ninguna cultura en particular. Pero sí, porque da lugar en la iglesia a una subcultura. En efecto, el conjunto de lo que se conoce como “cristiandad”, es decir todos los seres humanos que profesan y comparten su fe en Cristo alrededor del mundo, creamos, fabricamos y consumimos unos productos culturales muy específicos relacionados con nuestra fe. Tenemos todo tipo de música cristiana, de literatura cristiana, de videos y películas cristianas, de accesorios cristianos, de arte cristiano, de templos cristianos, de espectáculos cristianos, de ritos y prácticas cristianas y así sucesivamente. Y todo eso forma una subcultura que, como tal, no tiene nada de malo ni de censurable.
Lo malo es que a veces terminamos identificando al cristianismo con esta subcultura, de tal manera que todo lo que no encaja de lleno en ella no puede ser cristiano o no puede representar legítimos intereses de la agenda cristiana. El cristianismo queda así reducido y atrapado dentro de los estrechos límites que le impone la cultura eclesiástica de turno. Y la historia demuestra que identificar al cristianismo con una expresión cultural particular, sea cual fuere, ha sido nefasto. A comienzos del siglo XX la Alemania de Lutero permitió que alguien como Hitler explotara el orgullo nacionalista de esta nación para hacerles creer a un número mayoritario de alemanes que la desarrollada cultura alemana era la más avanzada y la más acabada expresión social del cristianismo, con los trágicos resultados que todos conocemos.
El mismo Estados Unidos, todavía la superpotencia del momento y al mismo tiempo tal vez la única nación del Primer Mundo en la que el cristianismo sigue vigente por medio de un remanente fiel influyente, deliberante y determinante, se encuentra por esta misma razón bajo el riesgo latente de identificar su cultura y su estilo de vida, el llamado “sueño americano”, con el estilo de vida que el cristianismo promueve. Barth advirtió así en su momento contra esta tendencia: “El cristianismo… No le gusta que se hable en tono demasiado alto y confiado del desarrollo creativo del mundo… No actúa como refuerzo de ‘ideal’ alguno… adopta una postura más bien fría frente a la ‘naturaleza’, a la ‘cultura’… o al progreso… Donde se construyen torres, siempre hay algo que huele mal… Husmea siempre ahí… la amenaza de la idolatría… Ve el signo de interrogación encima de toda altura humana”.
Esta ha sido una de las razones por las que los esfuerzos evangelísticos y misioneros que esta nación y otras, como Gran Bretaña, han emprendido en el Tercer Mundo no han tenido siempre los resultados esperados. En efecto, la evangelización llevada a cabo en el Tercer Mundo por las misiones extranjeras llegó a ser en significativos casos un brazo extendido del imperialismo y una manifestación de la creencia en la presunta superioridad de la cultura del evangelizador respecto a la de los evangelizados. Se evangelizaba desde un pedestal de superioridad cultural y con actitud condescendiente y paternalista en el mejor de los casos, fomentando la perpetuación del colonialismo y la dependencia de las naciones evangelizadas en relación con las evangelizadoras.
Ya lo dijo en su momento William Temple: “La actitud [cristiana] hacia otras religiones ha sido moldeada por la mentalidad colonial”. Este intento de meter de contrabando la cultura propia junto con el evangelio debe ser identificado y combatido, recordando y promoviendo los motivos puros para la evangelización, señalados con sencilla precisión por el apologista Alister McGrath con estas palabras: “La evangelización descansa sobre el deseo humano de querer compartir las cosas buenas de la vida… la verdadera razón para evangelizar es la generosidad”. Dicho de otro modo: “… Lo que ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente” (Mateo 10:8) y no exigiendo a los evangelizados el precio de tener que sacrificar su cultura autóctona para tener que acoger la cultura foránea del evangelizador.
La mentalidad colonial debe ser desechada del espíritu misionero cristiano por anacrónica y por generar una resistencia adicional de parte del evangelizado, fomentando también una equivocada y orgullosa identificación entre la cultura propia del misionero y la universal doctrina cristiana que está llamado a predicar. Es acertado, entonces, hablar de “civilización cristiana occidental” para señalar la influencia determinante que el mensaje cristiano ha desempeñado en su constitución y desarrollo; pero no para dar a entender que Occidente tiene la patente registrada y el monopolio exclusivo de la divulgación e interpretación autorizada de la revelación divina manifestada en Cristo. Toda sobrevaloración de la cultura, provenga de donde provenga, amenaza con convertir en un ídolo a la expresión cultural sobrestimada, y debe ser cuestionada por el cristianismo auténtico. Es oportuno, entonces, señalar antes de continuar, las cuatro características del cristianismo en relación con la cultura tal y como se plantean en el libro El Reto de Dios y que consisten en:
- El cristianismo no es cultural, porque no puede identificarse de lleno con ninguna cultura en particular.
- El cristianismo no es acultural, porque no puede darse en el vacío, al margen o por fuera de la cultura, ya sea de la subcultura a la que la iglesia da lugar o de la cultura de una nación que procura honrar en su ordenamiento social la doctrina, la ética y la moral cristiana.
- El cristianismo no es anticultural, porque no condena a ninguna cultura por sí misma de manera absoluta.
- El cristianismo no es transcultural, porque no promueve la imposición de una cultura sobre otra.
En conclusión, como se puntualiza en el libro citado: “No existe una cultura cristiana, existe una doctrina cristiana para todas las culturas”. Doctrina que juzga críticamente todos los aspectos de todas las culturas, exaltando y promoviendo aquellos que son afines con el cristianismo al dignificar la vida humana y glorificar a Dios, a la vez que identifica y combate aquellos aspectos contraculturales presentes en cada cultura incompatibles con el cristianismo debido a que degradan la vida y dignidad humanas y niegan o profanan el nombre de Dios. Pero pasemos ya a la segunda pregunta.
¿Es el cristianismo una contracultura?
No, en el sentido ya señalado de que el cristianismo no es ni acultural ni anticultural. Pero hay un sentido en que sí lo es. El cristianismo definitivamente es un movimiento contracultural en la medida en que cuestiona, denuncia y combate los aspectos de la cultura secular que son censurables a la luz de la ética bíblica. El cristianismo es la piedra en el zapato de la cultura secular. De hecho, como lo dijo Keneth A. Myers: “El desafío de vivir con la cultura popular bien puede ser tan serio para los cristianos modernos como la persecución y las plagas fueron para los santos de siglos pasados”. El cristianismo tiene, por ejemplo, que nadar contra la corriente de tendencias culturales de nuestros días como el pluralismo y el multiculturalismo, ideologías que promueven el respeto por todas las culturas existentes y niegan, por tanto, la eventual superioridad de una respecto de las otras, consideradas no propiamente desde los puntos de vista económico, militar o tecnológico y ni siquiera desde la óptica del anhelado estado de bienestar, sino desde la perspectiva por la cual una cultura pueda, ciertamente, honrar más que otra conceptos universales como el bien y la verdad, bajo la engañosa e insostenible premisa de que a la postre todas son igualmente válidas.
En el campo de la religión estas tendencias desembocan en universalismo, la perniciosa creencia de que en últimas todas las religiones son iguales y conducen por igual a Dios. Pero, sin perjuicio del respeto y el trato cordial con quienes piensan diferente a nosotros, lo cierto es que estos movimientos pueden resultar muy inconvenientes y peligrosos al negar todo criterio de verdad y fomentar un sincretismo religioso en el que todo vale. Pero la lógica más elemental indica que no todo vale. El cristianismo no puede, entonces, sucumbir a los cantos de sirena de la cultura secular en el mundo. Y como tal debe constituirse de manera obligada en una contracultura. Ya lo dijo también Donald Bloesch: “El peligro primordial no es la persecución por parte de la cultura sino su seducción”.
Es sintomático que en numerosos y significativos sectores de la civilización cristiana occidental esté surgiendo una suerte de “cristianofobia” que se vuelve en contra del cristianismo al que le debe, justamente, lo mejor que tiene. Parece ser que el ideal de tolerancia moderno iniciado por John Locke con su “carta de tolerancia” ha avanzado mucho. Tal vez demasiado, en detrimento del cristianismo. Porque hoy Occidente está dispuesto a ser condescendientemente tolerante con todos, menos con el cristianismo. Inquieta ver, entonces, como en Europa se le extiende la mano y se le hacen deferencias y concesiones casi serviles al islamismo y las religiones del lejano oriente en general, a la par que se ataca al cristianismo a la primera oportunidad. Situación que no deja de ser lamentable, pero no sorpresiva, puesto que el Señor nos advirtió ya sobre la hostilidad del mundo hacia la doctrina cristiana, de donde esta “cristianofobia” puede ser incluso esperanzadora en la medida en que indica que la iglesia sigue cumpliendo su papel: “»Si el mundo los aborrece, tengan presente que antes que a ustedes, me aborreció a mí. Si fueran del mundo, el mundo los querría como a los suyos. Pero ustedes no son del mundo… Por eso el mundo los aborrece… ‘ Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán…” (Juan 15:18-20).
En su obra La ciudad de Dios,con ocasión de las invasiones de los bárbaros al imperio, Agustín señalaba esta gran paradoja haciendo caer en la cuenta a los paganos del imperio de esto: “Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios… la mayor parte le manifiestan un odio tan inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor… ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos, a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros?”. Y es que los beneficios históricos que el judeocristianismo ha producido en toda sociedad o cultura que lo ha acogido son innegables y están a la vista de todos, aún de los paganos que lo combaten. Los cristianos debemos recordarle a la sociedad secular que las libertades ejercidas hoy contra el cristianismo por sus detractores son posibles gracias al mismo cristianismo al que atacan. Los que se oponen sistemáticamente al cristianismo desde el interior de sociedades nominalmente cristianas, trabajan de cualquier modo con capital cristiano, así lo nieguen y no quieran reconocerlo. Los actuales pensadores posmodernos llamados “deconstruccionistas” proclaman en la superficie el supuesto valor del ateísmo, de la anarquía, de la libertad sin restricciones, del caos, y de la ausencia de valores absolutos pero el fundamento en que se apoyan para hacer estos pronunciamientos es cristiano.
Ahora bien, si lo vemos con más detenimiento, tendríamos que concluir que el cristianismo no es en realidad contracultural. Lo que es contracultural son muchos de los aspectos de la cultura secular al fomentar anti-valores que terminan a la larga destruyendo los logros y las instituciones más apreciadas de las sociedades que las consienten. El cristianismo es, entonces, contracultural únicamente en relación con los aspectos contraculturales de la cultura secular que pervierten el mandato cultural dado por Dios al género humano en el Génesis. El cristianismo aboga y defiende la verdadera cultura, no las desviaciones o perversiones de ella en las que el mundo incurre.
El cristianismo como brújula cultural
Sin perjuicio de la subcultura a la que el cristianismo da lugar, ni de su necesario papel contracultural, en el ejercicio de la apologética en los tiempos en que vivimos debemos cultivar y fomentar con astucia y sabiduría la función orientadora del cristianismo dentro de la cultura secular, sin imponerle por ello restricciones arbitrarias ni camisas de fuerza que impidan su saludable desarrollo. Así como el paganismo religioso y las herejías han acosado e incluso infiltrado en ocasiones a la iglesia a lo largo de su historia, así también la iglesia puede infiltrarse en el paganismo secular actual y trazarle con sutileza un rumbo medianamente seguro.
Después de todo, un ateo tan emblemático y prominente del siglo XX como Carl Sagan hizo la siguiente honesta confesión: “Algo dentro de mí se afana por creer en la vida después de la muerte. Y no tiene el más mínimo interés en saber si hay alguna prueba contundente de que exista… Se trata de que los humanos se comportan como humanos… De mala gana recurro a mis reservas de escepticismo”. En efecto,el cristianismo debe llamar la atención al hecho de que el ateísmo no es de ningún modo una creencia natural en el ser humano, sino algo adquirido a través de la cultura cuando nuestras saludables “reservas de escepticismo” se extralimitan, pretendiendo eliminar creencias universales arraigadas de manera intuitiva e inmediata en nuestra conciencia desde que adquirimos uso de razón.
Porque como bien lo confiesa Sagan, el ateísmo en el cual militó él y muchos otros personajes a través del tiempo, es un producto de “recurrir a nuestras reservas de escepticismo” de un modo censurable, al llevarlas a enfrentarse incluso en contra de creencias e intuiciones axiomáticas que forman parte de nuestra condición humana al punto que, al rechazarlas, estaremos atentando contra nuestra dignidad, deshumanizándonos al negar algo esencial a nuestra condición. De ahí que esto no pueda llevarse a cabo sino “de mala gana” pues implica ir en contra de nuestra propia naturaleza. El ateísmo es, pues, una necedad y no el resultado de una avanzada intelectualidad, siendo en muchos casos el producto inconsciente y no reflexivo de una contaminante y ominosa atmósfera de ateísmo o indiferencia religiosa que se comienza a respirar en la familia y que se continúa haciendo al integrarse a las patológicamente secularizadas sociedades de hoy.
Por otra parte, el cristianismo debe también defender y promover productos y desarrollos culturales constructivos y afines con la fe, pero sin permitir que se conviertan en ídolos. Este es el caso de los derechos humanos que, en palabras de Michael Ignatieff: “… han llegado a ser el principal artículo de fe de una cultura secular que teme no creer en nada más… Los derechos humanos son malentendidos… si son vistos como una religión secular… hacerlo así es convertirlos en una especie de idolatría”.
De igual modo, el cristianismo debe defender y salvaguardar la legitimidad de los espacios culturales para la libre manifestación de las expresiones religiosas del ser humano, como por ejemplo los templos, aunque esta circunstancia sea aprovechada y capitalizada también por las demás religiones. De no garantizar estos espacios, los riesgos que se asumen son mayores que los que se desean evitar, pues, como lo dijo Emanuel Geibel: “Si a la fe se le cierra la puerta, salta como superstición por la ventana; si expulsáis a los dioses, vienen los fantasmas”. Y es que si el secularismo lograra eliminar toda expresión religiosa formal e institucional del campo de la experiencia humana, la actitud y la fe religiosa volverían a abrirse paso a través de cualquier otro frente de la cultura humana al no poder ser sofocadas de forma absoluta por ningún medio.
El problema es que, al no poder manifestarse libremente dentro de su campo de acción natural y verse forzada a hacerlo de manera más o menos encubierta, se incrementa el riesgo de que la fe adquiera formas cuestionables poco sanas y constructivas al eludir la regulación que sobre ella ejerce la racionalidad teológica y verse así arrojada sin restricciones a la superstición. La misma ciencia, -de la cual uno esperaría que fuera la actividad humana que estuviera más alejada y a cubierto contra esto-, nos está brindando un ejemplo de este fenómeno, pues en el campo de la física cuántica se están descubriendo tantos comportamientos asombrosos e inesperados de la materia al nivel de las partículas más elementales, estimulando de tal modo las expectativas e imaginación de algunos científicos, que al escucharlos hablar uno no sospecharía que el que habla es un científico sino un místico, por el lenguaje exaltado y la forma casi religiosa de expresarse.
Así, pues, contra todo pronóstico, al contribuir a desterrar a la religión y empujarla al aislamiento, la ciencia ve emerger dentro de sus propias filas expresiones religiosas que, con una elaborada terminología extraída de las disciplinas científicas especializadas pretende hacerse pasar por ciencia y descrestar incautos, cuando no pasa de ser superstición en ropaje científico. Lo más grave es que estas expresiones religiosas seudocientíficas encuentran afinidades con movimientos espirituales de reciente aparición muy alejados del cristianismo histórico, como la llamada “nueva era” que adquiere así, de la mano de estos propagandistas científicamente acreditados, una mayor respetabilidad de la que en realidad merece.
Tal vez sea hoy cuando debamos tomar más en serio lo dicho por Paul Ricoeur: “Quizá la muerte de la cristiandad como fenómeno sociocultural dominante pueda favorecer la oportunidad para una comunión de fe minoritaria, de compensar profundamente lo que ha perdido en extensión”. Porque hoy la iglesia contabiliza aún en su haber un extenso número de adeptos que, en realidad, son sólo montoneras que no marcan ya ninguna diferencia cualitativa apreciable en relación con los no cristianos. Al ganar en extensión numérica, la iglesia perdió al mismo tiempo y de forma trágica la sal que debería caracterizarla. Por eso la inversión actual de esta tendencia, más que como una señal preocupante, debería ser vista como una esperanzadora oportunidad de que una iglesia una vez más minoritaria comience a recuperar lo que debía haberla caracterizado siempre, pero que cedió al crecer en extensión e influencia.
Una de estas características es, precisamente, servir de brújula a la cultura secular, sin menospreciar los aportes que cada cultura particular pueda hacer a este propósito. Porque si bien es cierto que la revelación del evangelio nos ha llegado a través de una cultura particular: la judía y de dos idiomas diferentes: el hebreo y el griego; también lo es que a partir de esta revelación el cristianismo no está ya amarrado ni limitado a ninguna de ellas dos, de modo tal que no es ya el pueblo judío el que posee el monopolio exclusivo y excluyente de la verdad, sino que en el cristianismo todos podemos adorar a Jesucristo sin renunciar a nuestra cultura: “… apareció una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas… de pie delante del trono y del Cordero… Gritaban a gran voz: «¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!»” (Apocalipsis 7:9-10).
En este propósito, debemos recuperar la educación, porque como lo declaró F. Copée: “Cuanto nos queda aún en materia de virtud lo debemos por herencia o por educación, al Cristianismo”. No olvidemos que las grandes y más prestigiosas universidades tanto de Europa como de Estados Unidos surgieron como iniciativas netamente cristianas. Y es que el cristianismo no sólo cura nuestra ceguera, sino que nos permite ver el cuadro completo. Ya lo dijo C. S. Lewis: “Creo en el cristianismo como creo que ha salido el sol: no solo porque lo veo, sino porque gracias a él veo todo lo demás”. Se refirió Lewis también a la gran ventaja que el cristianismo confiere en relación con la educación así: “La persona que está intentando de corazón ser un cristiano pronto descubrirá que su inteligencia se ha afilado: Una de las razones por las que ser cristiano no necesita de educación especial es porque el cristianismo es una educación en sí”. Ser cristiano no implica entonces impedir que manifestaciones culturales como el arte, la ciencia, o la filosofía no puedan seguirse desarrollando con un necesario y legítimo grado de autonomía y con instrumentos adaptados a su naturaleza particular, sino adquirir una nueva visión de la realidad que, sin anular necesariamente la explicación que de ella pueda tenerse en otros niveles como el estético, el científico y el filosófico, si le confiere un nuevo significado y la hace aparecer a una luz distinta. De aquí que el cristianismo no niegue como tal la cultura humana inmersa en la cotidianidad, sino que la niega como algo total y absoluto, pues en él el reino de Dios se nos revela como lo total y absoluto.
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