El compromiso que la fe implica para el creyente es recíproco en lo que a Dios concierne. Es decir que la fe es la aceptación irreversible por parte del creyente de la oferta de salvación que Dios le formula mediante el evangelio de Cristo y la decisión igualmente irrevocable por parte de Dios de honrar su oferta y ser fiel hasta el final a todo lo que ella implica para la vida del creyente. Como tal, la fe es un pacto entre Dios y el hombre que reviste una seriedad superlativa y subordina, condiciona, modifica o matiza todos los demás compromisos, relaciones y conducta de la vida del ser humano que lo suscribe y, por lo mismo, no se puede tomar a la ligera, pues así como a Dios le costó nada más y nada menos que la vida de su Único Hijo, también para el creyente implica un costo ineludible: el costo del discipulado o del seguimiento de Cristo en el que nuestra fidelidad a Dios debe procurar ser tan constante y firme como lo es Su fidelidad hacia nosotros. Por eso el apóstol Pedro expresa en el Nuevo Testamento la seriedad de este compromiso diciendo: “Más les hubiera valido no conocer el camino de la justicia, que abandonarlo después de haber conocido el santo mandamiento que se les dio” (2 Pedro 2:21), en línea de continuidad con las solemnes y graves palabras de la epístola de los Hebreos advirtiendo contra el abandono de la fe al decir: “Es imposible que renueven su arrepentimiento aquellos que han sido una vez iluminados… y después de todo esto se han apartado. Es imposible, porque así vuelven a crucificar, para su propio mal, al Hijo de Dios, y lo exponen a la vergüenza pública” (Hebreos 6:4-6)
El compromiso de la fe
“La fe no es algo de tomar y dejar, pues es preferible no creer que creer para luego dejar de hacerlo, porque no hay más opciones”
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