El árbol de la vida se menciona desde el Génesis, presente junto con el árbol de la ciencia del bien y del mal en el jardín del Edén antes de la caída en pecado de nuestros primeros padres. Es presumible entonces que, de haber obedecido y pasado así la prueba de no comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, como Dios lo ordenó, la humanidad habría tenido acceso en su momento a la inmortalidad simbolizada con el árbol de la vida. Sin embargo, al caer y fracasar en la prueba, malogrando nuestra condición de inocencia original con todas las nefastas consecuencias que esto trajo para nuestra calidad de vida a partir de ese momento, el acceso a esta inmortalidad nos fue vedado, como lo leemos cuando Adán y Eva fueron expulsados del Edén: “Entonces Dios el Señor expulsó al ser humano del jardín del Edén, para que trabajara la tierra de la cual había sido hecho. Luego de expulsarlo, puso al oriente del jardín del Edén a los querubines, y una espada ardiente que se movía por todos lados, para custodiar el camino que lleva al árbol de la vida” (Génesis 3:23-24), indicando con ello la imposibilidad actual de acceder a la inmortalidad. Es, entonces, contra este trasfondo que debemos ver y valorar lo revelado por el apóstol Juan en el Apocalipsis en relación con lo que le espera a la iglesia que persevera en la fe, representada en este caso en la iglesia de Efeso en el Asia Menor a la que Dios se dirige así: “El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que salga vencedor le daré derecho a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios” (Apocalipsis 2:7)
El árbol de la vida
“Aunque por lo pronto el acceso al árbol de la vida nos esté vedado; los redimidos tenemos la garantía de que no será para siempre”
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