La pregunta que da título a este pequeño escrito de carácter apologético y pastoral, es una que muchos se han formulado en algún momento de su vida y que sirve, incluso, de principal pretexto a los ateos para negar la realidad de Dios o, por lo menos, para emprenderla contra Él. Ciertamente, entre todos los argumentos en contra de Dios y de la fe que los ateos han esgrimido a lo largo de la historia, el problema del mal ꟷo más exactamente, el problema del dolor y del sufrimientoꟷ es el que sobresale por encima de los demás, como si fuera la “prueba reina” que establece la inexistencia de Dios, o por lo menos su impotencia o indiferencia hacia el sufrimiento, si nos atenemos a la vieja paradoja de Epicuro a la que, desde entonces, los ateos posteriores a él han recurrido, como si fuera un argumento contundente y final en contra de Dios.
El razonamiento de Epicuro parece inobjetable y no dejarnos opción: “¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?”. Pero a pesar de lo concluyente que pueda parecer, este razonamiento no cubre todas las opciones. No cubre la opción de que, siendo bueno y queriendo, por tanto, prevenir el mal y siendo capaz de hacerlo en virtud de su omnipotencia, considera que no debe hacerlo, por lo menos, no en todos los casos, si ha de respetar las reglas del juego por Él mismo establecidas en el comienzo para al mundo, que incluyen la capacidad de decisión otorgada a sus agentes libres en lo que se conoce como “libre albedrío”.
Así, pues, la necesidad de mantener vigente el libre albedrío en el mundo explica por qué Dios no interviene ─o, por lo menos, no con la frecuencia que desearíamos─ para evitar el mal, pues si éste es finalmente el producto de las elecciones y decisiones de sus criaturas morales, pues debemos, entonces, aprender a vivir con las consecuencias de esas elecciones, por dolorosas que sean, ya que, a grandes privilegios, grandes responsabilidades. El libre albedrío es un privilegio concedido por Dios tanto a los ángeles, como a los hombres, que viene acompañado por la responsabilidad de hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos, incluyendo el asumir el dolor y sufrimiento generado por ellas. Ahora bien, la pregunta que surge aquí es ¿por qué deben las víctimas asumir las consecuencias de las decisiones de los victimarios? Este, en realidad, es un costo adicional que hay que asumir como resultado de otra de las bendiciones que Dios nos concede: la vida en comunidad y la dependencia y vinculación mutua que nos une a los unos con los otros.
Es en virtud de la vida en comunidad y las relaciones más o menos estrechas que establecemos en ejercicio de ella que la vida adquiere sentido y podemos adaptarnos mucho mejor al entorno y disfrutar de bienestar y de lo que ya se designa como “gozo relacional”. Las relaciones están llamadas a enriquecer la vida humana en el vínculo de los diferentes amores que Dios nos ha facultado para experimentar: afecto, amistad, romance, caridad. Pero por cuenta del libre albedrío y la condición caída del hombre, no siempre lo hacen como podrían y deberían hacerlo y es ahí cuando las relaciones con los otros terminan dando lugar al dolor. No podría ser de otro modo, ya que los seres humanos en este mundo nos hallamos tan interconectados entre todos en una enmarañada red de relaciones, con ramificaciones más allá de lo que podemos conocer y comprender, que nuestras malas decisiones terminan afectando de un modo u otro a todos los que nos rodean, como en una especie de sutil efecto dominó, o mejor aún, de efecto mariposa, formulado en la gráfica expresión que afirma que el delicado aleteo de una mariposa en Pekín puede ocasionar un tornado en Nueva York. Eso hace que la realidad sea mucho más compleja de lo que nos la imaginamos, como se lo hizo saber Dios a Job ante sus apremiantes preguntas, quejas y cuestionamientos en medio de su aflicción.
Sea como fuere, ante este panorama, la respuesta de Dios a la pregunta del encabezado fue, ha sido y será siempre, la cruz. Es decir que cuando nos preguntamos dónde está Dios en un mundo que sufre, la respuesta es la cruz, como lo captó bien Miguel de Unamuno al decir que Dios “se nos revela porque sufre” y “porque en nosotros sufre”. Así, en una secuencia inmodificable, Dios permite el sufrimiento, porque éste es el riesgo que hay que asumir para mantener vigente el libre albedrío, y no suprime tampoco el libre albedrío, porque éste es, a su vez el riesgo del amor, pues el amor, por definición es libre, o no es amor. Por lo tanto, para poder amar como Dios ama ─pues Dios es amor─, debemos asumir el riesgo del libre albedrío, y para conservar el libre albedrío, debemos asumir el riesgo del sufrimiento. Y en este punto, cuando nos preguntamos dónde está Dios en medio del sufrimiento, no debemos olvidar que la respuesta está en la cruz. Dios no sólo toleró el sufrimiento para mantener abiertas las posibilidades del libre albedrío y del amor, sino que lo asumió en carne propia y en grado superlativo en la cruz, identificándose profunda y personalmente con todos los que sufren, al punto que, como lo dijo Bonhoeffer con conocimiento de causa, pues fue encarcelado y ejecutado por el régimen nazi: “El hombre está llamado a sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios”.
Así, pues, siempre que nos preguntemos dónde está Dios en un mundo que sufre, debemos mirar a la cruz. El sufrimiento es revelador; y la verdad más reveladora de la cual se adquiere conciencia en medio del sufrimiento es la realidad de Dios.Más exactamente: “En las experiencias límite de sufrimiento el ser humano toca fondo y se da cuenta de que el horror más grande de esas profundidades es la ausencia de Dios… Esta es la razón por la que, en situaciones extremas de la vida, la palabra ‘Dios’ viene a los labios, incluso en aquellos que nunca la han usado seriamente con anterioridad… Se clama por lo que no se tiene y presiente se debería tener. La ausencia de Dios es su presencia” (Alfonso Ropero). La presencia de Cristo, que se manifiesta con especialidad, justo en medio del sufrimiento, para solidarizarse e identificarse con nosotros con total empatía y compasión, pero también para consolarnos, aliviar el sufrimiento y encauzarlo hacia sus buenos propósitos, entre los que encontramos en primer lugar la formación y el fortalecimiento en nuestras vidas de un carácter probado y aprobado por Dios, que es el carácter necesario para poder asumir y disfrutar como es debido todas las bendiciones, privilegios y responsabilidades que Dios nos depara en su reino establecido en la tierra en su momento, con su segunda venida. Carácter que estará llamado a consolidarse y afianzarse de gloria en gloria por toda la eternidad.
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