¿Modelo para todas las épocas?
Se ha hecho ya proverbial en amplios sectores del contexto evangélico tomar a la iglesia apostólica del primer siglo como el modelo que las iglesias de todas las épocas deberían imitar si de reformar el cristianismo y devolverlo a sus raíces más puras se trata. En este intento y por razones obvias, el libro de los Hechos de los Apóstoles que describe la práctica de la fe por parte de las primeras comunidades cristianas, suele adquirir una gran relevancia como el referente principal y obligado para establecer este ideal.
Sin embargo, muy pocos se preguntan si este modelo es, en efecto, el que más conviene para la iglesia de todas las épocas, al punto que los “puristas” del evangelio están más que dispuestos a señalar y tachar de apóstatas, condenando a los tormentos del infierno, a todos los que osen cuestionar la conveniencia de tomar a la iglesia apostólica como el arquetipo ejemplar al que deberían ajustarse todas las iglesias a lo largo de los últimos dos mil años de historia.
Pero a riesgo de ser condenados por los puristas, debemos señalar aquí varias razones que nos obligan a mirar con beneficio de inventario esta iniciativa reformista. La primera de ellas es que quienes así piensan pasan por alto de manera simplista, altiva e ignorante las lecciones que estos dos mil años de historia de la iglesia pueden brindarnos, para bien y para mal, y terminan sin proponérselo respaldando las absurdas afirmaciones de las sectas heréticas de los “últimos tiempos” que, al decir del Dr. Alfonso Ropero: “se creen nacidas por generación espontánea, engendradas por una visión angélica, llamadas a recomenzar la historia, sólo para concluirla abruptamente”.
Al respecto la lógica más elemental indica que, como continúa diciéndolo el Dr. Ropero: “Pensar que la actividad de Dios se paralizó en el primer siglo o que sólo recomienza con nosotros, o con nuestro grupo, no me parece soberbio ni grave, sino simplemente ridículo”. Esa es la velada presunción que se halla en el trasfondo de quienes promueven un retorno absoluto y detallado a todos los usos y costumbres de la iglesia primitiva y consideran toda modificación de éstos una traición al evangelio, concluyendo, entonces, que aparte del primer siglo de nuestra era los restantes diecinueve siglos posteriores constituyen una creciente y censurable desviación de lo que la iglesia debería ser y que, por lo mismo, debería prescindirse de ella sin más.
Los reformadores y la tradición
Valga decir que los reformadores no compartían esta postura, o por lo menos se encontraban divididos al respecto. Zwinglio era el único que abogaba por desechar cualquier uso o costumbre en la iglesia que no estuviera expresamente ordenado en las Escrituras, pero Lutero y Calvino pensaban que únicamente lo que estuviera claramente prohibido en la Biblia debía ser desechado. Lo demás era “adiáfora”, es decir, asuntos periféricos cuya fidelidad o desviación respecto a lo ordenado no podía establecerse con precisión y que, además, no alteraban en realidad de manera sustancial nada de lo esencial a la fe. Felipe Melanchton, el heredero teológico de Lutero, también era de la misma idea.
En conexión con la posición rígida y estrecha de Zwinglio y los “puristas” de hoy hay que señalar dos errores teológicos. El primero es un error alimentado por la polémica que el protestantismo ha sostenido con el catolicismo romano desde que rompiera con él en su momento. Nos referimos a la postura hacia la tradición. Dado que el catolicismo la ha sobrevalorado, en el campo protestante ha sido menospreciada por simple efecto de acción y reacción. Y esto último es un error debido a que, si bien es cierto que Jesús la condena, esta condenación no es sistemática y definitiva, sino solo cuando, en su afán por interpretar la Ley, la tradición era colocada por encima de las Escrituras y en oposición a ellas, como sucede frecuentemente en el catolicismo (Mateo 15:2-9; Marcos 7:5-13).
Pero hecha esta advertencia, la tradición tampoco puede descartarse sin más como importante fuente auxiliar del conocimiento teológico y de la práctica de la fe por parte de la iglesia. Rechazar la tradición implica rechazar también la experiencia; si no la propia, sí la de los terceros que nos antecedieron en el mismo camino de la fe, privándonos así de aportes valiosos a nuestra propia experiencia de Dios. La epístola a los Hebreos nos invita considerar, precisamente, a los que nos precedieron (Hebreos 11:4-12:1) incluyendo, por supuesto, a los cristianos destacados de todas las épocas, examinando y nutriéndonos de su propia experiencia y vivencia cristianas, recogidas por la tradición.
Así, con excepción de Zwinglio, los demás reformadores pensaban que las tradiciones incorporadas por la iglesia en sus usos y costumbres a lo largo de la historia no eran necesariamente malas siempre y cuando no contravinieran mandatos expresos contenidos en las Escrituras. En los demás casos la tradición debería evaluarse a partir del provecho o beneficio que pudiera llegar a tener para la causa del evangelio, según sean las circunstancias o el medio social en que la iglesia está llamada a desenvolverse.
El libro de los Hechos y las epístolas
El segundo error de quienes promueven un regreso absoluto a las prácticas de la iglesia apostólica primitiva del primer siglo es apoyarse para ello en un libro histórico como lo es el libro de los Hechos de los Apóstoles. Este libro es, sin lugar a duda, inspirado por Dios y carente como tal de error. Pero esto significa únicamente que lo que narra y describe está ceñido a los hechos y no que todo su contenido es normativo para la iglesia de todos los tiempos. De hecho, hay sectores de la iglesia que, no sin razón, sostienen que las condiciones de la iglesia apostólica son únicas e irrepetibles y no pueden, por ello, darse de nuevo en la historia.
Además, si se trata de ser consecuentes, quienes consideran normativas todas las prácticas de la iglesia primitiva tal y como las describe el libro de los Hechos tendrían que implementar en sus iglesias acciones tales como tener todo en común y defender la vigencia de los dones milagrosos del Espíritu Santo, comenzando con el de lenguas y concluyendo con las sanidades sobrenaturales llevadas a cabo por ungidos y carismáticos taumaturgos, o hacedores de milagros, que deberían estar en condiciones de sanar enfermos mediante el contacto con sus prendas personales e incluso mediante el contacto con su sombra algo que se ha prestado a una vergonzosa manipulación y un condenable culto a la personalidad por parte de los dirigentes de las iglesias pentecostales.
Por eso, antes de considerar normativo para la iglesia cualquier detalle narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles, debe confirmarse si este detalle se encuentra ratificado en las epístolas, que son los documentos doctrinales inspirados y normativos para la iglesia de todas las épocas y en las que, por cierto, se emprende una crítica y reglamentación de las prácticas desordenadas de algunas de las iglesias de la era apostólica, como podemos apreciarlo en los capítulos 12 al 14 de la Primera Epístola a los Corintios. Algo que debería ser tenido en cuenta por el actual movimiento de “la iglesia orgánica” que se mueve bajo estas equivocadas presunciones.
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