En tiempos de postpandemia
La ciencia fue vista en los inicios de la edad moderna como la panacea para todos nuestros problemas en una visión ingenua e idealista que pasó por alto, primero, que la ciencia es desarrollada por científicos, es decir por hombres igualmente caídos que el resto de los mortales y sujetos a las mismas pasiones egoístas y, en segundo lugar, que la ciencia no es controlada ni siquiera por ellos, sino por los gobiernos o los grandes poderes económicos, políticos y militares que la financian con la intención de utilizarla para sus siempre inquietantes y sospechosos propósitos, guiados por agendas encubiertas que involucran en mayor o menor grado intenciones conspirativas de dominio y control sobre los demás, mediante el incremento de la riqueza y el poder ostentado por las grandes corporaciones sobre el grueso de la humanidad.
Con todo, la ciencia en su estado puro es una bendición de lo alto que obtuvo su principal impulso, justamente, de creyentes en Dios movidos por la convicción de que la inteligencia divina del creador y diseñador de todo lo que existe debería traducirse en leyes presentes en el trasfondo del complejo y maravilloso orden y funcionamiento reflejado por el universo y la naturaleza y su evidente propósito de hacer posible la vida en este planeta y de sustentarla como lo ha hecho con éxito hasta ahora, a pesar de nosotros mismos.
La ciencia mostró, sin embargo y por las razones ya expuestas, su lado oscuro a lo largo del siglo XX con todos sus vertiginosos avances, descubrimientos y desarrollos dando lugar a tecnologías de doble filo, con potencial para mejorar significativamente la calidad de vida del género humano, pero también para destruirla junto con la del entorno en que nos desenvolvemos y en que nos hallamos conectados de manera intrincada y mutuamente interdependiente con todos los demás seres de esta frágil biosfera que constituye, por decirlo así, el más grande de los ecosistemas que debemos proteger y salvaguardar mediante la ciencia, acompañada, por supuesto, de la voluntad política para hacerlo.
Este evidente carácter paradójico de la ciencia se vio reforzado en medio de la pandemia del Covid 19 y la emergencia que representó para el mundo entero con las cuarentenas y confinamientos obligatorios que terminaron reduciendo al mínimo y casi paralizando la capacidad productiva de las economías, con todo el perjuicio que esto implicó para muchos en cuanto a la pérdida de las comodidades alcanzadas por buena parte de la sociedad moderna ─sin perjuicio de las muchas desigualdades e injusticias siempre presentes─, a la eficiencia productiva y sin comparación exhibida por las actuales economías de las naciones más desarrolladas e, incluso, en los peores casos, a la amenaza a la supervivencia misma de los más vulnerables y desfavorecidos.
Ese aspecto paradójico de la ciencia tiene que ver, en el caso de la actual pandemia del coronavirus, con la disponibilidad de las avanzadas UCIs y los respiradores mecánicos que cada una de ellas incorpora dentro de sus más característicos y apreciados servicios de salud y que demostraron ser fundamentales para salvar las vidas de los contagiados más graves. Porque la pregunta ética que muchos le vienen planteando a la ciencia ha sido ¿todo lo que puede hacerse, debe hacerse?, en relación, por ejemplo, con la clonación humana, la manipulación de embriones humanos en la investigación con células madre o en los procesos de fecundación artificial, entre otros. Pero surge ahora otra pregunta: ¿qué nuevas responsabilidades pone en cabeza de la ciencia y de los gobiernos lo que ya se ha logrado hacer?
Imagine el lector una pandemia de Covid-19 sin el recurso de las UCIs y los respiradores en cuestión. Sería, ciertamente, un panorama calamitoso en términos de salud y de letalidad, mayor de lejos al del escenario reciente con estos avances tecnológicos. Pero en último término y descontando las cuarentas puntuales y plenamente justificadas para aislar a los ya contagiados y las recomendaciones de bioseguridad y las amonestaciones a los infractores, la economía hubiera podido seguir marchando y, descontando las lamentables bajas de los contagiados que no lograran superar la enfermedad (como ha sucedido con otras pandemias en la historia humana para las que la ciencia no ha podido ofrecer especiales medidas curativas, aplicables en el propio domicilio del enfermo), la vida seguiría su curso, pues no habría justificación para el rigor y extensión de las cuarentenas como las que el mundo experimentó en el 2020 y 2021, pues éstas perderían su principal propósito que es el de evitar el colapso del sistema de salud en la prestación del servicio brindado por las UCIs, siempre insuficiente para atender una demanda en constante y rápido aumento.
Pero en el contexto de avance científico en que esta pandemia nos sorprendió, y ante la saturación de las UCIs, nadie deseaba ser el responsable de decidir quien vive y quien muere, ni los científicos, ni los gobiernos, pues esta es una prerrogativa que debe depender en últimas de la voluntad de Dios y no de las de los hombres, que ven con justa razón que, de recaer esta responsabilidad en las voluntades humanas, estas decisiones siempre podrán revestir ribetes delictivos y hasta criminales. Dicho de otro modo, en ausencia de UCIs y respiradores las muertes de los contagiados que no lograran recuperarse serían en mayor grado “actos de Dios” y lo único que la medicina podría ofrecer sin verse obligada a más serían los tratamientos paliativos y los cuidados que los acompañan, dejando en manos de Dios el mayor peso de responsabilidad en cuanto a quien vive y quien muere.
Como puede deducirse de todo lo anterior, los avances científicos plantean paradojas que de haberse podido anticipar, tal vez dudaríamos en alcanzar, pues, para los propósitos de la actividad económica y cultural, una pandemia como la del Covid 19 sería, aunque suene un poco frío e indolente decirlo desde una mera perspectiva económica y material, más llevadera para la generalidad de las personas, pues los contagiados y directamente damnificados por ella que llegaran al grado de tener que llorar la partida de alguno de sus seres queridos víctima del virus, lo asumirían en últimas como un “acto de Dios” y no le exigirían a la ciencia ni a los gobiernos lo que no están en capacidad de brindar.
Pero como lo dijo el Señor en el evangelio: “A todo el que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho; y al que se le ha confiado mucho, se le pedirá aún más” (Lucas 12:48), y ésta es la paradoja que acechará siempre, de forma latente o manifiesta, a la ciencia, como una espada de Damocles. En especial en tiempos como estos en que ya no vemos la muerte como parte de la vida ni nos preparamos, entonces, como los antiguos cristianos para asumirla como deberíamos, con estoicismo e incluso con gozosa aceptación y expectativa, sino que la vemos con horror y le rehuimos a toda costa bajo la engañosa ilusión de que tal vez la ciencia logre extender y prolongar la vida indefinidamente, posponiendo cada vez más y hasta evitando la cita que todos tenemos con ella y que se aproxima inexorablemente con cada día que pasa, pero que aquellos a quienes la Biblia se refiere como: “… los hombres mundanos, cuya porción la tienen en esta vida” (Salmo 17:14) piensan que podrán eludir aferrándose a esta vida que no es más que una caricatura de la vida verdadera que únicamente se halla en Dios.