El gran industrial y filántropo norteamericano Andrew Carnegie captó de manera muy lúcida el valor del recurso humano cuando declaró sin vacilar: “Podría perder todos mis recursos físicos, pero, denme mis hombres y yo puedo reedificarlo todo otra vez”. Éste es, en efecto, el recurso más importante y determinante, no sólo de todo emprendimiento o tentativa empresarial, sino de toda iniciativa, visión o proyecto de vida que busque hacer constructivas contribuciones a la humanidad, incluyendo por supuesto al cristianismo. Contrario a lo que muchos creen hoy en esta era cada vez más tecnificada, lo más importante no son los recursos materiales o tecnológicos, sino las personas. Dios siempre lo ha sabido, enfatizándolo constantemente a través de la Biblia. Es por eso que en el curso de la historia Él no se rinde en su intento de hallar personas con las que pueda contar, en una labor similar a la de Diógenes, el excéntrico filósofo cínico de la antigua Grecia de quien se dice que vivía en un tonel y que andaba a pleno día alumbrándose con un farol buscando entre la multitud a un hombre verdadero al que no lograba, sin embargo, encontrar. Porque lo cierto es que Dios no deja de asombrarse en muchos casos por no poder hallar a quienes estén dispuestos a ayudar, como lo manifestaba el salmista apelando de este modo a Dios: “No te alejes de mí, porque la angustia está cerca y no hay nadie que me ayude” (Salmo 22:11); y lo declara también en primera persona el propio Dios por intermedio del profeta: “Miré, pero no hubo quien me ayudará, me asombró que nadie me diera apoyo. Mi propio brazo me dio la victoria; ¡mi propia ira me sostuvo!” (Isaías 63:5), indicando así que la salvación futura de Israel sería un logro realizado de manera exclusiva por Él y nadie más con Él.
Esta lamentable escasez de recurso humano abarca a quienes abandonan con apatía e indiferencia a su prójimo en necesidad, como se aprecia en la queja del salmista: “Mira a mi derecha, y ve: nadie me tiende la mano. No tengo dónde refugiarme” (Salmo 142:4); y también a quienes no se compadecen y brindan consuelo a su prójimo en el momento en que así se requiere, como lo vuelve a manifestar el rey David en el salmo 69, un salmo mesiánico que, como tal, tipifica y prefigura de manera anticipada en la experiencia de David, los sufrimientos de Cristo: “Los insultos me han destrozado el corazón; para mi ya no hay remedio. Busque compasión, y no la hubo; busqué consuelo, y no lo hallé” (Salmo 69:20); dando lugar al siguiente diagnóstico sombrío de parte del Señor que muy bien podría ser una descripción acertada de nuestra época: “No se ve la verdad por ninguna parte; al que se aparta del mal lo despojan de todo. El Señor lo ha visto, y le ha disgustado ver que no hay justicia alguna. Lo ha visto, y le ha asombrado ver que no hay nadie que intervenga…” (Isaías 59:15-16). La búsqueda, en muchos casos frustrada, por parte de Dios del recurso humano para intervenir favorablemente en la historia, comienza siempre por encontrar a quien interceda ante Él a favor de este mundo caído: “Yo he buscado entre ellos a alguien que se interponga entre mi pueblo y yo, y saque la cara por él para que yo no lo destruya. ¡Y no lo he hallado!” (Ezequiel 22:30). En Sodoma y Gomorra buscó siquiera a diez justos que lo motivaran a diferir o cancelar su justo juicio sobre sus habitantes, sin encontrarlos: “Quizá haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Exterminarás a todos, y no perdonarás a ese lugar por amor a los cincuenta justos que allí hay?… El Señor le respondió: ꟷSi encuentro cincuenta justos en Sodoma, por ellos perdonaré a toda la ciudad… Abraham volvió a decir: ꟷNo se enoje mi Señor, pero permítame hablar una vez más. Tal vez se encuentren solo diez… … ꟷAún por esos diez no la destruiré ꟷrespondió el Señor por última vez” (Génesis 18:24-32).
Y en Jerusalén redujo incluso sus expectativas buscando a un sólo individuo que justificara el perdonar a toda la ciudad: “Recorran las calles de Jerusalén, observen con cuidado, busquen por las plazas. Si encuentran una sola persona que practique la justicia y busque la verdad, yo perdonaré a esta ciudad” (Jeremías 5:1). Por eso la pregunta abierta que Isaías registra en su libro y que él respondió favorablemente en su momento continúa vigente: “–¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Y respondí: ꟷAquí estoy. ¡Envíame a mí!” (Isaías 6:8). Porque a pesar de que sean pocos los que responden afirmativamente a esta invitación, con el favor y el respaldo de Dios pueden ser suficientes para marcar favorables diferencias, pues: “«Es abundante la cosecha ꟷles dijoꟷ, pero son pocos los obreros. Pídanle, por tanto, al Señor de la cosecha que mande obreros a su campo” (Lucas 10:2). Y con la ayuda de esa minoría vital, Dios puede y quiere reedificarlo todo, facultándonos para que demos cumplimiento a su promesa: “Reconstruirán las ruinas antiguas, y restaurarán los escombros de antaño, repararán las ciudades en ruinas, y los escombros de muchas generaciones” (Isaías 61:4). Dios no se rinde y sigue, por tanto, buscando diligentemente a “sus hombres”, a aquellos que confían a Él sus vidas sin reservas y sin dudar de su poder ni de las ilimitadas posibilidades que tenemos en Él, puesto que, después de todo: “¿Por qué no había nadie cuando vine? ¿Por qué nadie respondió cuando llamé? ¿Tan corta es mi mano que no puede rescatar? ¿Me falta acaso fuerza para liberarlos?” (Isaías 50:2). El problema no tiene que ver, entonces, con ninguna limitación por parte de Dios, ni con Su carencia de poder, sino con la firmeza y resolución de nuestra respuesta para ser parte de la solución y dejar de paso de ser parte del problema.
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