Volviendo con la invariabilidad, uno de los atributos que la Biblia asigna a Dios, que consiste en el hecho de que Él no cambia a través del tiempo, sino que su carácter permanece invariable; hay que decir que ésta es la base de nuestra adoración a Él en toda circunstancia. En efecto, el autor de la epístola a los Hebreos nos revela que: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8) y Santiago lo confirma con estas palabras: “Toda buena dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras celestes, y que no cambia como los astros ni se mueve como las sombras” (Santiago 1:17). En consecuencia, la adoración, además de corresponderle con toda justicia, es procedente en todos los casos y momentos, pues adoramos a Dios no meramente por lo que Él hace, sino por lo que Él es, pues sus actuaciones son más bien la base de la alabanza que también le dirigimos y que puede, por lo mismo, variar en su intensidad y en la facilidad con la que brota de nuestros labios, pues no siempre percibimos con la claridad deseada lo que Él está haciendo en nuestras vidas y las de quienes amamos e incluso puede ser difícil hacerlo cuando nos parece que no está obrando en nuestra vida de ningún modo evidente. Pero la adoración trasciende lo que Él hace para concentrarse en Quien es Él y, puesto que Él no cambia y es siempre el mismo, la sola contemplación de Su Ser nos impulsa a brindársela al margen de sus actuaciones concretas en nuestras circunstancias y de las expectativas más a menos acertadas que alberguemos a este respecto
Dios no cambia como los astros
“La alabanza puede mermar o aumentar al ritmo de las circunstancias cambiantes, pero la adoración, no pues Jesucristo nunca cambia”
Deja tu comentario