El fuego de Dios nos alcanzará tarde o temprano: “porque nuestro «Dios es fuego consumidor»” (Hebreos 12:29). Y lamentablemente, en una proporción muy significativa, lo hará como juicio de su parte para todos quienes a lo largo de la historia humana no lo tuvieron en cuenta y fueron indiferentes hacia Él y su ofrecimiento de redención en Cristo, que es el simbolismo primario que la figura del fuego asociado a Dios nos transmite en la Biblia. Pero también los creyentes lo experimentaremos eventualmente de uno u otro modo como una manera de probar nuestra fe, como nos pone sobreaviso el apóstol al revelarnos: “Esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de que hasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiempo. El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele” (1 Pedro 1:6-7), añadiendo, por eso, un poco más adelante: “Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba que están soportando, como si fuera algo insólito” (1 Pedro 4:12). Estas dos maneras de experimentar el fuego de Dios son mutuamente excluyentes, pues distinguen entre creyentes y no creyentes. Pero los creyentes también podemos experimentar benignamente el fuego de Dios en la medida en que le pedimos que vivifique en nosotros todo lo bueno que la fe conlleva, a semejanza de lo dicho a Timoteo: “Por eso te recomiendo que avives la llama del don de Dios que recibiste cuando te impuse las manos” (2 Timoteo 1:6)
Aviva la llama del don de Dios
“Debemos escoger, pues en la Biblia el fuego nos alcanza ya sea como juicio divino, como prueba de la fe o como pasión por Dios”
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