La apertura y el reconocimiento que el cristianismo hace de las realidades espirituales y sobrenaturales en la medida en que Dios nos las ha revelado en la Biblia, en la historia y en la experiencia de los creyentes en la iglesia, no implica el desconocimiento ni la indiferencia hacia las realidades y el entorno físico y material inmediato en el que nos desenvolvemos de manera ordinaria y habitual, al punto que la doctrina cristiana ha sido históricamente un estímulo fundamental para el desarrollo de la ciencia moderna, aportando un determinante número de pensadores del más alto renombre y nivel a la comunidad científica del mundo occidental en general. Por todo esto, juzgar al cristianismo como una doctrina de gente ignorante, supersticiosa e influenciable que no distingue la realidad de la ficción, ni los hechos de los mitos y leyendas no deja de ser calumnioso, malintencionado y alejado de la verdad, por más que existan sectores populares, pero no representativos, de la cristiandad que se ajusten a estas características. Por el contrario, desde el primer siglo los apóstoles advirtieron e incluyeron en sus escritos en el Nuevo Testamento muchas salvaguardas para evitar la infiltración y confusión indiferenciada en la doctrina cristiana de los hechos con los mitos y las leyendas que surgen alrededor de ellos, entre las cuales encontramos las siguientes: “Rechaza las leyendas profanas y otros mitos semejantes. Más bien, ejercítate en la piedad… Timoteo, ¡cuida bien lo que se te ha confiado! Evita las discusiones profanas e inútiles, y los argumentos de la falsa ciencia” (1 Timoteo 4:7; 6:20)
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