Denunciando las distorsiones de la persona de Cristo
Debo comenzar esta conferencia con una declaración del apóstol Pablo que nos advierte: “No es que haya otro evangelio, sino que ciertos individuos están sembrando confusión entre ustedes y quieren tergiversar el evangelio de Cristo” (Gálatas 1:7). Advertencia que tiene especial aplicación a los tiempos modernos en que los enemigos del evangelio, al no poder negarlo como sería su deseo, −pues los hechos ya establecidos no se lo permiten sin que al intentarlo quede expuesta su ignorancia− han optado, entonces, por tergiversarlo. Y las tergiversaciones del evangelio de Cristo se concentran en gran medida en distorsionar el retrato solventemente confiable y ya tradicional que los cuatro evangelios canónicos nos brindan de la persona de Jesús de Nazaret. Tal vez por eso Pablo también expresó sus temores con estas palabras: “Pero me temo que… los pensamientos de ustedes sean desviados de un compromiso puro y sincero con Cristo. Si alguien llega a ustedes predicando a un Jesús diferente del que les hemos predicado nosotros… a ése lo aguantan con facilidad” (2 Corintios 11:3-4).
Un Jesús diferente. Porque, curiosamente, quienes atacan al cristianismo y a la iglesia con virulencia, le bajan muchísimo la intensidad a sus ataques cuando tienen que referirse a la persona de Jesucristo. Es decir que, aunque no manifiestan casi ninguna consideración y respeto hacia la iglesia y a la manera en que ésta ha entendido el evangelio a lo largo de la historia, sí manifiestan respeto, consideración e incluso admiración a la persona de Jesús de Nazaret. El prestigioso y recientemente fallecido teólogo Hans Küng se refirió así a este curioso y esperanzador hecho: “en la misma medida en que la iglesia y la cristiandad son objeto de crítica, en esa misma medida queda Jesús libre de toda crítica”. Y a manera de ejemplo hizo alusión nada más y nada menos que al emblemático y recalcitrante ateo alemán Federico Nietzsche destacando su: “Decidido rechazo del cristianismo y, sorprendentemente, respeto ante aquél a cuya persona y causa se remite el cristianismo: Jesús de Nazaret”. Es claro que es mucho más fácil atacar y criticar a la iglesia que a Jesucristo, su fundador. Por eso, la estrategia de los opositores del evangelio es tratar, entonces, de ponerlo de su lado, construyendo a un Jesús diferente al de los cuatro evangelios, hecho a la medida de sus gustos y preferencias. Históricamente las fuentes más serias de estas distorsiones son las siguientes:
Las religiones de misterio
El teólogo liberal Tom Harpur expresa así la manera en que se ha pretendido utilizar las antiguas religiones paganas de misterio para distorsionar el retrato que los cuatro evangelios nos brindan de Cristo: “No hay nada que el Jesús de los evangelios hiciera o dijera… cuyo origen no pueda trazarse a miles de años antes, a los rituales de misterio egipcios y otras liturgias sagradas”. Ahí lo tienen. Uno de los argumentos esgrimidos por los escépticos y la teología liberal para despojar a Cristo de su carácter único y singular y poder así también dejar sin base los reclamos de exclusividad que Él nos dirige en el evangelio; es afirmar que muchos de los episodios de la vida de Cristo –en particular los milagrosos− son una simple adaptación, copia y repetición de las enseñanzas y los detalles que caracterizaron en general a todos los mitos de las ancestrales religiones de misterio que abundaban en la antigüedad.
Porque al poner a Cristo y al evangelio en plano de igualdad con las religiones de misterio y sus dioses mitológicos, es fácil descartarlo al igual que a los mitos al negarle al evangelio cualquier fundamento histórico y hacer de él y de los episodios de la vida de Cristo unas leyendas más entre otras tantas. Pero es un error suponer o deducir de simples semejanzas de forma entre los misterios paganos y el cristianismo que éste se apoya en aquellos. No sólo porque el cristianismo se basa en hechos ya suficientemente establecidos por la investigación histórica, a diferencia de los mitos que dan pie a los misterios paganos; sino también porque los estudiosos liberales concluyen arbitrariamente que las eventuales semejanzas de forma entre las religiones de misterio y el cristianismo significan que éstas religiones influyeron en el cristianismo y, no contentos con esta afirmación sin ninguna evidencia remotamente concluyente a su favor, terminan también afirmando que las religiones de misterio son, entonces, la fuente verdadera de la que se nutre el cristianismo. Pero una semejanza entre dos cosas no significa que exista una relación entre ellas, ni mucho menos que sea una relación de causa y efecto.
Por eso, ni siquiera los teólogos liberales serios como Adolf Von Harnack están de acuerdo con estas arbitrarias conclusiones, procediendo a rechazarlas con las siguientes palabras: “Debemos rechazar la mitología comparativa que encuentra una vinculación causal entre todo y todo lo demás… Con estos métodos uno puede convertir a Cristo en un dios solar… o uno puede apelar a las leyendas acerca del nacimiento de cualquier dios concebible, o… asimilar cualquier especie de paloma mitológica para que sirva de compañía a la paloma bautismal… la varita mágica de las «religiones comparadas» elimina de forma triunfante cualquier rasgo espontáneo en cualquier religión”.
Además, ya el apóstol Pablo se anticipó a este forzado y falso intento de igualar los misterios paganos con el cristianismo, rompiendo cualquier presunta relación entre los seguidores de los unos y del otro: “… ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía tiene Cristo con el diablo? ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo? ¿En qué concuerdan el templo de Dios y los ídolos?…” (2 Corintios 6:14-16), estableciendo así un contraste drástico entre ambos: “… sabemos que un ídolo no es absolutamente nada, y que hay un solo Dios… el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos. Pero no todos tienen conocimiento de esto…” (1 Corintios 8:4, 6-7).
De hecho los apóstoles desvincularon y rompieron por completo toda conexión del cristianismo con las mitologías de las religiones de misterio: “Al ver lo que Pablo había hecho, la gente comenzó a gritar en el idioma de Licaonia: −¡Los dioses han tomado forma humana y han venido a visitarnos! A Bernabé lo llamaban Zeus, y a Pablo, Hermes, porque era el que dirigía la palabra. El sacerdote de Zeus, el dios cuyo templo estaba a las afueras de la ciudad, llevó toros y guirnaldas a las puertas y, con toda la multitud, quería ofrecerles sacrificios. Al enterarse de esto los apóstoles Bernabé y Pablo, se rasgaron las vestiduras y se lanzaron por entre la multitud, gritando: −Señores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes. Las buenas nuevas que les anunciamos son que dejen estas cosas sin valor y se vuelvan al Dios viviente, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos” (Hechos 14:11-15), y denunciaron a los mitos como algo incompatible con el cristianismo, como lo leemos repetidamente en las epístolas: “… te encargué que permanecieras en Éfeso y les ordenaras a algunos supuestos maestros que dejen de enseñar doctrinas falsas y de prestar atención a leyendas y genealogías interminables… Rechaza las leyendas profanas y otros mitos semejantes… Dejarán de escuchar la verdad y se volverán a los mitos… no hagan caso de leyendas judías ni de lo que exigen esos que rechazan la verdad” (1 Timoteo 1:3-4; 4:7; 2 Timoteo 4:4; Tito 1:14).
A manera de ejemplo de esta muy dudosa metodología, los eruditos liberales, empeñados en su propósito de despojar a la persona de Jesucristo de sus aspectos sobrenaturales, llegaron a decir que la muerte y resurrección del Señor no era más que otra forma religiosa de hacer referencia a los ciclos de fertilidad por los que la naturaleza “muere” en el invierno para “resucitar” nuevamente en la primavera. Así, el relato de la sobrenatural resurrección de Cristo sería tan sólo una más de las coloridas e imaginativas maneras mitológicas de expresar el hecho natural de los ciclos de fertilidad de los que dan cuenta todas las mitologías antiguas, como por ejemplo el mito griego de Démeter y Perséfone. Pero tal vez es todo lo contrario, es decir que la milagrosa resurrección de Cristo es el hecho central de la historia al que apuntan todos los mitos alrededor de los ciclos de la naturaleza característicos de las religiones paganas. Pero, por supuesto, eso implicaría admitir que la resurrección realmente tuvo lugar, algo a lo que ninguno de estos eruditos está dispuesto, víctimas como son de sus prejuicios naturalistas que los lleva a cerrarse a ultranza a todo lo que huela a sobrenatural o milagroso, incluso en contra de la evidencia.
Aunque en honor a la verdad y si son honestos, se están viendo empujados a rectificar, pues hoy todos, incluso académicos ateos de renombre como el alemán Gerd Lüdemann admiten que: “La muerte de Jesús como consecuencia de la crucifixión es indiscutible”, declaración que no deja de ser significativa, pues constituye un reconocimiento que no todos los contradictores del cristianismo están dispuestos a hacer. Y es que, al no poder negar que Cristo es un personaje histórico real cuya vida en todos sus aspectos más relevantes tal y como se narran en los evangelios, incluyendo su crucifixión, están ya establecidos y corroborados más allá de toda discusión por muchas fuentes antiguas independientes; muchos de estos acusadores de oficio del evangelio cuestionan, entonces, la realidad de su muerte en la cruz para poder, acto seguido, negar también la resurrección, pues sólo puede resucitar quien ha muerto realmente. Así, negar que Cristo murió en la cruz es también una estrategia para proceder a negar enseguida su resurrección.
Pero aquí más que en cualquier otro aspecto pierden el tiempo, pues cualquier explicación para negar la muerte de Cristo en la cruz es tan reforzada, descabellada e insostenible que este tipo de hipótesis generan muchos más problemas y preguntas de las que responden y resuelven. Entre otros, porque la crucifixión es una de las formas de ejecución no sólo más crueles que la historia conoce, sino también de las más eficaces en el propósito de asegurar la muerte de la víctima, que solía fallecer luego de dos o tres días de agonía, asfixiada por el peso de su propio cuerpo sostenido por los clavos en cada brazo, lapso en que el crucificado, movido por el instinto de conservación, luchaba por apoyarse vez tras vez en los pies atravesados por los clavos para lograr expandir un poco la caja torácica oprimida por el peso de su cuerpo y ganar así algo de aire, extendiendo un poco más su vida, hasta que el agotamiento lo hacía ya imposible.
En el caso de Cristo tenemos además una medida de seguridad adicional que sus verdugos −curtidos soldados romanos familiarizados como los que más con la muerte− utilizaron para garantizar que estuviera muerto ante lo sorprendentemente rápido que fue su desenlace fatal: atravesar su costado con una lanza. En consecuencia, no vieron la necesidad de quebrarle las piernas, que se solían fracturar en estos casos con un seco, preciso y contundente golpe de mazo a la altura de las espinillas cuando se quería acelerar la muerte del crucificado, pues el dolor de los miembros fracturados ya impedía apoyarse en ellos para ganar aire y prolongar la agonía durante dos o tres días, haciendo que la víctima se asfixiara rápidamente.
Y si se admite que Jesucristo, en efecto, murió en la cruz y fue sepultado, a partir de aquí queda mucho más difícil negar que resucitó, pues el domingo de resurrección es de lejos la mejor explicación racional a todo lo acontecido con posterioridad al viernes santo en Jerusalén y en todo el mundo de la época con la rápida expansión del evangelio, algo que nunca hubiera sido posible si el cadáver de Cristo se encontrara en su tumba. Así, la resurrección de Cristo es un hecho único y no una forma de referirse a los ciclos de fertilidad de la naturaleza que se repiten años tras año, simbolizados con la presunta agonía, muerte y regreso a la vida de los dioses de las mitologías paganas cada otoño y cada primavera respectivamente.
La búsqueda del Jesús histórico
La segunda fuente de distorsiones de la persona de Cristo es el proyecto emprendido por los académicos del siglo XIX conocido como la búsqueda del Jesús histórico. Comencemos aquí por aclarar a qué se refieren ellos con la expresión “el Jesús histórico”. Estos estudiosos liberales distinguen entre el “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe”, dando a entender que el “Jesús histórico” es el único confiable y ceñido a los hechos, porque el “Cristo de la fe” sería un invento de la Iglesia creado a partir de la “leyenda” de la resurrección, sin ningún fundamento en los hechos establecidos por la historia, algo que, por cierto, ya muchos apologistas han refutado con suficiencia y solvente rigor y detalle desde la óptica de la investigación histórica.
El punto es que como estos eruditos no creían en milagros ni en lo sobrenatural, desconfiaban entonces de la veracidad de los cuatro evangelios en la medida en que estos nos revelan a un Jesucristo sobrenatural y que hacía milagros. Así que, aprovechando los últimos avances de la ciencia histórica supusieron que al emprender una investigación de carácter científico más exhaustiva y minuciosa al margen de los evangelios, se terminaría descubriendo a un Jesús “desmitificado”, es decir completamente natural y diferente al Jesús sobrenatural de los evangelios. Dicho de otro modo, que al escribir una biografía científica de Cristo se terminarían derrumbando todos los mitos construidos alrededor de Él en los evangelios.
Esta fue la intención del ambicioso proyecto asumido por los teólogos liberales del siglo XIX bajo el nombre de la búsqueda del Jesús histórico. Proyecto que, si bien no dejó de hacer aportes para iluminar el contexto histórico del primer siglo en el que Cristo vivió, fracasó estruendosamente en su propósito principal de revelarnos a un Cristo natural y “desmitificado” con el que todos los investigadores coincidieran, pues lo cierto es que podría decirse que cada investigador descubría un Cristo diferente al de los demás. Es decir, Jesucristos a granel, para todos los gustos. El fracaso de este proyecto debería, entonces, indicarnos que el retrato de Cristo provisto por los cuatro evangelios es el único retrato auténtico y real de su persona, no adornado por mitos que busquen realzar de manera artificial y ficticia su personalidad en ningún sentido.
Y es que los cuatro evangelios registran sin mitos ni falsedades lo que los testigos presenciales observaron directamente y de primera mano en Cristo, como lo informa el apóstol Juan: “Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y las escribió… Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida.” (Juan 21:24; 1 Juan 1:1); y el apóstol Pedro: “Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos, sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos” (2 Pedro 1:16) o, en su defecto, lo que investigaron diligentemente cuando todo acababa de ocurrir y estaba vívido y fresco en la memoria de todos los testigos, como nos lo informa Lucas: “Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron” (Lucas 1:1-4). ¿Conclusión? El Jesús histórico es el mismo Cristo de la fe de los cuatro evangelios.
Los evangelios gnósticos
La tercera fuente de distorsiones y versiones diferentes de Cristo a la tradicional de los cuatro evangelios son los evangelios apócrifos o gnósticos. Se destacan entre ellos a nivel popular los llamados “Evangelio de Tomás”, el “Evangelio de Judas”, el “Evangelio de María Magdalena”, el “Evangelio secreto de Marcos” y el “Evangelio de Pedro”. Todos ellos dan versiones de Cristo diferentes a la de los cuatro evangelios y también diferentes entre sí y todos ellos pretenden ser la versión correcta en contraposición a la de los cuatro evangelios. Más allá de las razones científicas que dejan sin piso las pretensiones de veracidad reclamadas por estos evangelios ─razones que expuse en la conferencia “Gnosticismo o cristianismo” estrechamente relacionada con ésta─, baste aquí citar la impresión que genera su simple lectura desprevenida, algo a lo que se refirió Philip Yancey con estas palabras luego de leer algunos de ellos: “El evangelio apócrifo me hizo estar agradecido por la información sobria y contrastante de los escritores canónicos. En ellos, los milagros no son mágicos o caprichosos, sino más bien actos de misericordia o signos que apuntan a la verdad espiritual subyacente”.
Y es que en tiempos recientes los medios de comunicación han dado a conocer la existencia de estos evangelios diferentes a los cuatro incluidos oficialmente en el Nuevo Testamento y llamados por ello canónicos. A raíz de esto y de forma simplista e ignorante, los detractores del cristianismo creen encontrar aquí argumentos para cuestionar la veracidad de los evangelios canónicos, inventando peregrinas teorías de conspiración que acusan a la iglesia de ocultar o modificar arbitrariamente los hechos alrededor de la persona de Jesús de Nazaret para ajustarlos a su conveniencia y ansias de poder, proscribiendo las narraciones alternas de su vida que -como las de los evangelios apócrifos- pudieran contradecir el retrato de Cristo provisto por Mateo, Marcos, Lucas y Juan.
Más allá de esta discusión que la academia ha dirimido abrumadoramente a favor de la veracidad de los evangelios canónicos, lo cierto es que no se necesita ser un académico para apreciar a simple vista la diferencia marcada entre los cuatro evangelios canónicos y los múltiples evangelios apócrifos de origen gnóstico. La simple lectura comparativa de ambos muestra que son harinas de diferente costal. Para decirlo puntualmente, los evangelios apócrifos dan la clara impresión de ser pura invención, ficción y magia, como un cuento o una fábula, llenos de adornos y exageraciones sin propósito ni conexión evidente, además de incurrir en muchas contradicciones irreconciliables entre ellos. Por contraste, los evangelios canónicos, sin perjuicio de su alusión a lo sobrenatural y milagroso y de las pequeñas diferencias entre sí, tienen un innegable sabor a realidad, mostrando una coherencia interna y una correspondencia con los hechos susceptible de ser puesta a prueba con solvencia. Así, la diferencia entre los evangelios canónicos y los apócrifos es como la que existe entre el grano y la paja. Los cuatro evangelios son el grano que permanece, los evangelios apócrifos de los gnósticos son la paja que se lleva el viento.
Los simpatizantes de las religiones orientales
Últimamente, además de la ya mencionada separación que los teólogos hacen entre el llamado “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe”, algunos de estos teólogos se han inventado otra separación, en su intento por ser lo más incluyentes posibles –porque hoy la “inclusión” es el santo grial del pensamiento políticamente correcto− haciéndole así cuestionables concesiones a las demás religiones, en especial a las religiones del Lejano Oriente, al afirmar que los reclamos de exclusividad que la iglesia lleva haciendo desde hace 2000 años a favor de Jesucristo, excluyendo de paso a las demás religiones en el proceso, tiene que ver tan sólo con lo que concierne a Jesús, pues lo que concierne a Cristo es otro asunto que se manifiesta también a través de la iluminación obtenida en las demás religiones. Es decir que una cosa es Jesús y otra cosa es Cristo. Separan a Jesús de Cristo, como separaron en su momento al “Jesús histórico” del “Cristo de la fe”.
Cristo sería, pues, más que la persona de Jesús; un principio iluminador susceptible de manifestarse a través de muchas personas o “avatares” ─término que en la religión hindú indica a un espíritu superior que ocupa un cuerpo terrenal y, como tal, sería una manifestación de la divinidad en la Tierra─ presentes dentro de toda la gama de religiones de la humanidad a lo largo de la historia, de donde podría hablarse, entonces, de un paradójico y contradictorio Cristo “no cristiano”, algo tan descabellado y absurdo que, si no fuera por la seriedad y seguridad con la se proclama, no sería más que un motivo de risa y nada más. Así lo dice con desparpajo y sin pena alguna un teólogo liberal jesuita como Leandro Sequeiros: “Se explica que el carácter preponderantemente “no cristiano” de Cristo haya llegado a ser… determinante… Eso no plantea ningún problema, si se mantiene la creencia… de que… no todo lo referente a Cristo debe pertenecer a Jesús”.
Ahí lo tienen: según estos incluyentes simpatizantes de las religiones orientales, no todo lo referente a Cristo pertenece a Jesús. Pero la Biblia no da pie a estas separaciones, puesto que en ella todo lo referente a Cristo pertenece a Jesús con exclusividad y viceversa, de donde no se trata tan solo de “Jesús… el Cristo”, como lo identifican en ocasiones algunos pasajes del evangelio, pues Cristo, más que un nombre, es el título que Jesús ostenta con exclusividad y es la palabra griega que corresponde a la hebrea Mesías o a la palabra Ungido en el castellano. Por eso cuando en la Biblia encontramos la expresión “Jesús… el Cristo” significa simplemente Jesús el Mesías, o Jesús el Ungido de Dios. El Ungido y no un Ungido. Es decir no uno entre muchos, como lo pretenden arbitrariamente personajes como Sequeiros al separar a Jesús de Cristo, sino el Único. Por eso es que también en la Biblia se habla de “Cristo Jesús”, o mejor aún, de “Jesucristo”, a secas, puesto que: “… la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo” (Juan 1:17), así, sin separaciones.
Concluyo con esta conocida y contundente reflexión y razonamiento estrictamente lógico hecho por el apologista cristiano del siglo XX C.S. Lewis en su libro Mero Cristianismo: “Estoy intentando con esto prevenir el que alguien diga esa majadería que a menudo se dice de Él: ‘Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro de moral, pero no acepto su pretensión de ser Dios’. Eso es precisamente lo que no debemos decir… Tienen que elegir: o ese hombre era, y es, el Hijo de Dios; o un loco, o algo peor… Pero no vengamos con tonterías condescendientes acerca de que Él era un gran maestro humano. No nos dejó abierta esa posibilidad”. Así, pues, quien afirma que Cristo fue un gran hombre y nada más no sabe lo que dice y no ha entendido para nada ni su vida ni sus consecuentes pretensiones legítimas sobre los seres humanos. Pretensiones que no aceptan compromisos a medias. Porque el cristiano no es sólo el que reconoce en Cristo al más grande hombre que ha pisado la tierra, sino el que dobla su rodilla ante Él: “Está escrito: «Tan cierto como que yo vivo -dice el Señor-, ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua confesará a Dios.»” (Romanos 14:11). Como lo entendió bien el propio Nietzsche: “Si abandonas a Cristo, tienes que abandonar también a Dios”. No hay términos medios.
Además, desde la perspectiva de la investigación histórica seria, no hay manera de poner en entredicho el retrato clásico que los cuatro evangelios canónicos nos brindan del Señor Jesucristo, para proponer todas estas novedosas, imaginativas y ficticias versiones alternas de un “Jesús diferente” que le niegan al Señor su divinidad y se refieren a su humanidad en formas tan variadas como las recogidas sintéticamente por Lee Strobel con estas palabras: “Se ha dicho que Jesús era un intelectual… un cínico mediterráneo… un feminista andrógino… un inteligente farsante mesiánico; un mago homosexual… un revolucionario… un maestro de judaísmo Zen”,terminando por referirse así a estas peregrinas teorías: “A lo largo de la Historia, aquellos que han investigado a Jesús han descubierto, a menudo, exactamente a quien querían encontrar”. Es decir, a un voluble Jesús hecho a su imagen y semejanza. Pero el Jesús verdadero de los Evangelios permanece en pie desenmascarando estas falsificaciones, puesto que: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8).
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