Una mirada racional a un tema emocional
La despenalización del aborto es un tema sensible y complejo que exacerba las pasiones de lado y lado en una discusión acalorada en la que prevalecen los argumentos emocionales más que los racionales. En Colombia se aprobó algunos años atrás la despenalización de tres casos especiales y particulares de aborto, a saber: en casos de violación, en casos de malformación del feto y en caso de peligro de la vida de la madre. Tres casos que están lejos todavía de la llamada “legalización del aborto”, que es la despenalización generalizada para todos los casos de abortos inducidos de manera expresa y consciente por el ser humano. Y aunque aún estos tres casos particulares pueden ser polémicos, debemos tener presente la gran distancia que los separa de la legalización del aborto voluntario por simple decisión de la madre.
Dejando, por lo pronto, la discusión de los casos especiales, la prohibición del aborto se basa en la defensa del primero y más fundamental de todos los derechos humanos: el derecho a la vida, al cual están subordinados todos los demás derechos. Derecho a la vida consagrado en las legislaciones de todas las naciones modernas y que no procede, por lo tanto, ni depende a estas alturas de profesar algún tipo de fe religiosa, como quieren hacerlo ver quienes intentan presentar la lucha contra el aborto como una imposición indebida por parte de los cristianos sobre la sociedad secular que no comparte sus creencias, eliminando así la separación entre iglesia y estado. Ahora bien, la postura cristiana sobre este particular sí ha sido decisiva para que las naciones modernas en general y las de Occidente en particular, hayan redactado, consagrado y suscrito la declaración universal de los derechos humanos, con el derecho a la vida a la cabeza. Pero si así ha sido, es precisamente por la racionalidad universal de los preceptos bíblicos, reconocida de manera creciente por todas las culturas como una necesaria expresión de civilidad y convivencia y no por ninguna imposición arbitraria de carácter confesional.
Así, pues, en directa conexión con el mandamiento del decálogo en contra de matar que hallamos en el Éxodo(Éxodo 20:13), existe a estas alturas un consenso por parte de todas las culturas y sociedades humanas en cuanto a que la vida humana es sagrada, al margen de cómo se quiera respaldar o justificar esta convicción. Por lo tanto, todo se reduce a establecer si un embrión humano en desarrollo es ya en sí mismo una “vida humana”, o mejor: una persona humana, porque de ser así el aborto provocado de manera voluntaria debería caer de inmediato en la categoría de “asesinato premeditado”. En este sentido es significativo que la santidad de la vida, y en especial la de los niños, sea reconocida de manera casi intuitiva aún por personas no religiosas. Es casi una “ley natural”. Una ley biológica de auto-preservación que tiene un carácter universal. La vida tiende a reproducirse y a conservarse. Tal vez el instinto más básico de todo ser vivo es el instinto de conservación por el cual nos aferramos a la vida y la protegemos a toda costa. Y el segundo instinto más básico es el instinto reproductivo por el cual cada ser vivo busca multiplicar y perpetuar la especie. De hecho, el drama de producir un niño sano es uno de los logros más sorprendentes de la naturaleza.
Así lo describe el teólogo R. C. Sproul: “Podemos ver el cociente de probabilidades de reproducción humana de diferentes maneras. Supongamos que una pareja tiene un gran deseo de tener un bebé y deciden concentrar sus esfuerzos para efectuar un embarazo. Suponiendo que tengan relaciones diarias durante treinta días. En este periodo de treinta días, las probabilidades en contra de que un espermatozoide fertilice un óvulo serían de un promedio de más de un billón a una. Añada los factores de una fallida implantación, aborto natural, y demás, y las probabilidades en contra de que un espermatozoide en particular sea un factor que contribuye a un bebé vivo será de cerca de dos billones a uno (si es que el embarazo se logró en el intento de los treinta días). Muchas parejas tratan diligentemente no solo por un mes sino por años antes de alcanzar el embarazo [¡es una auténtica lotería!]. Viendo a las probabilidades de esta manera hace parecer que la reproducción humana es casi un trabajo imposible. Esto es porque lo estamos viendo desde la perspectiva de un solo esperma. Pero la naturaleza provee de millones, ciertamente de billones, de espermatozoides o ‘balas genéticas’ para asegurarse de que se de en el óvulo que es el blanco. La naturaleza opera un sistema de reproducción humana que asegura la supervivencia de las especies”.
No es, pues, un desperdicio de células reproductivas ni mucho menos, pues ni siquiera así el éxito está garantizado. Sigamos leyendo: “… durante las relaciones humanas, en una sola eyaculación de hombre… entre treinta y sesenta millones de espermatozoides son liberados en busca del óvulo que está en el blanco. Si una semilla de espermatozoide penetra el óvulo, la fertilización tiene lugar. Casi parece como una masacre. La naturaleza, en términos de reproducción humana, deja muy pocas probabilidades. El óvulo está sujeto a un bombardeo de espermatozoides masculinos para aumentar la probabilidad de la fertilización. Una vez que el óvulo es fertilizado, ciertas etapas críticas debe superarse con éxito antes de que un niño pueda nacer. Primero, el óvulo fertilizado debe implantarse con éxito en el vientre. Un porcentaje considerable de óvulos fertilizados fracasan tratando de llegar a la implantación. De aquellos que se implantan, otro porcentaje falla en desarrollarse hasta el fin por lo que se pierden a través de abortos naturales. De los fetos que logran pasar a través de todo el periodo de gestación, algunos no pueden sobrevivir al proceso del nacimiento y nacen muertos. De los bebés que nacen vivos, algunos mueren en la temprana infancia…”.
Esta descripción sumaria demuestra de sobra la afirmación de que el drama de producir un niño sano es uno de los logros más sorprendentes de la naturaleza. Por eso es que el aborto provocado es un acto contra naturaleza, y además de ello un insulto muy ofensivo contra las parejas que, a pesar de esmerarse diligente, responsable y hasta angustiosamente, no logran sin embargo concebir un hijo, mientras que personas irresponsables andan concibiendo y asesinando niños no nacidos a diestra y siniestra. Es por eso que la santidad de la vida, -sobre todo la de los niños, en virtud de su inocencia- se manifiesta de manera generalizada entre creyentes e incrédulos sin distinción, en cualquier episodio público en el que esté amenazada la vida de un niño que lleva a movilizaciones masivas en las que se aunan esfuerzos y se invierten todos los recursos disponibles para salvar su vida.
A la vista de estos casos públicos puntuales es pertinente preguntarse junto con el ya citado teólogo R. C Sproul: “¿Por qué, entonces, no mostramos el mismo interés emocional por la multitud de niños que no han nacido y que mueren cada día…” debido a la decisión de sus padres?¿Será porque, a diferencia de estos casos mediáticos y públicamente conocidos con nombre propio, los bebés abortados no tienen nombre propio, sino que no son más que un número en las estadísticas? A la luz de las anteriores consideraciones y en vista del generalizado reconocimiento de la sacralidad de la vida humana, y del muy significativo consenso alrededor de la necesidad de garantizar antes que nada el derecho a la vida de los niños, el debate sobre la legalidad o no del aborto debe girar, entonces, alrededor del interrogante de ¿en qué momento comienza la vida humana? La postura cristiana afirma que comienza en el mismo momento de la concepción en el vientre de la madre y no en el momento del nacimiento. Y la ciencia, en la medida en que avanza, tiende a confirmar cada vez más este veredicto derivado de la Biblia. Ya en 1981 el senado norteamericano debatió el tema en un minucioso escrutinio que recurrió a un equipo de reconocidos científicos para, mediante los últimos avances de la ciencia, monitorear y describir paso a paso las funciones y reacciones biológicas de un embrión en el útero de la madre desde el momento de la concepción y se llegó a la conclusión de que es justo en el momento en que se da esta última, la concepción, cuando la vida comienza. No después.
De hecho, las evidencias científicas son mucho más detalladas y tienen, por lo tanto, más peso aún que las bíblicas en el propósito de sostener que un feto es un ser humano antes de nacer. Y aunque no se haya llegado a un consenso científico formal y de carácter universal al respecto, la opinión de la ciencia tiende a respaldar cada vez más la postura bíblica. El debate ha girado en este campo alrededor de la llamada “viabilidad” del embrión, término que hace referencia en principio al hipotético momento en que el bebé puede vivir por sí mismo con independencia de su madre. Para quienes discuten sobre la presunta “viabilidad”, el aborto no sería un crimen si tiene lugar antes de que el embrión o el feto hayan alcanzado este ambiguo, discutido e indeterminado punto de su desarrollo. Porque el mismo concepto de “viabilidad” es muy discutible y en gran medida arbitrario, ya que el criterio para establecer en qué momento de su desarrollo el bebé es independiente de su madre puede ser muy amplio. De hecho, un bebé puede llegar a ser independiente de la madre alcanzando funciones biológicas propias desde etapas muy tempranas de su desarrollo. A las dos semanas de embarazo ya hay, por ejemplo, latidos audibles en el embrión. Y a los cuarenta y tres días el embrión ya tiene ondas cerebrales propias y detectables. Las dos funciones biológicas que se conocen como signos “vitales” cuyo cese por un periodo de tiempo determinado en un ser humano es lo que permite declararlo clínica y legalmente muerto. Algo que los bebés ya muestran desde etapas muy tempranas de su desarrollo. Además, si la independencia es el criterio para determinar la “viabilidad” que hace que un embrión posea ya una vida humana en propiedad, habría que pensar si el bebé recién nacido es ya un ser independiente de su madre. Porque en el nacimiento el bebé se desconecta físicamente de la madre -y en ese sentido es independiente- pero un recién nacido aún es desesperadamente dependiente de la ayuda externa para sobrevivir. Tal vez pueda respirar por sí mismo, pero no se puede alimentar por sí mismo. ¿Podría, con base en esto, establecerse fríamente que, por no ser seres humanos independientes, se les podría eliminar sin ningún cargo de conciencia? ¡Por supuesto que no! Pero esta reflexión nos sirve para entender que la llamada “viabilidad” no es un criterio confiable a este respecto, pues depende de muchas variables.
No por nada el filósofo ateo Peter Singer dijo en cierta oportunidad con fría lógica: “El infanticidio… no debería regirse de manera diferente a como se rige el aborto”. En efecto, como lo decía el autor Charles Colson: “¿Dónde trazamos la línea divisoria?… ¿a quién le tocará después?”. Y es que lo dicho por Singer no es equivocado si seguimos la fría, consecuente, contundente y escalofriante lógica del aborto. A la sombra de él pueden muy bien prosperar prácticas como la eugenesia y la eutanasia ambas apoyadas en la legalidad del aborto en las “progresistas” sociedades del primer mundo. Y la verdad es que conceder legalidad al aborto hace lógicamente improcedente protestar por el infanticidio llevado a cabo con utilitaristas fines eugenésicos o eutanásicos indistintamente. Porque si no concedemos la sacralidad de la vida humana desde sus mismos inicios, apoyada en una realidad que se encuentra por encima de la vida misma, no podremos defender esta sacralidad con consistencia en ninguna circunstancia posterior de su desarrollo. Cualquier pequeña concesión, grieta o resquicio que obre en contra de la sacralidad de la vida humana da lugar finalmente a una enorme abertura por la cual podrán entrar y justificarse las más desquiciadas conductas en contra de la vida.
Es curioso, además, que como lo hace notar Luis F. Cano Gutierrez: “La mayoría que está en contra de la pena de muerte es la que está a favor del aborto”. Esas son las contradicciones lógicas en las que incurren quienes están a favor del aborto en esta “progresista” sociedad posmoderna que está dispuesta a manifestar una gran compasión hacia el culpable, al mismo tiempo que se muestra cruelmente indolente hacia los inocentes. Desde el punto de vista racional, es una flagrante inconsecuencia estar en contra de la pena de muerte para los culpables mientras que la promueven para los inocentes por medio del aborto, como lo afirma, por cierto, la Biblia al declarar: “Absolver al culpable y condenar al inocente son dos cosas que el Señor aborrece” (Proverbios 17:15).
Ante este panorama y si, en gracia de discusión, no podemos ponernos de acuerdo en cuanto al punto de inicio de una vida humana ¿no sería conveniente concederle el beneficio de la duda al embrión no nacido aún? ¿No es el “beneficio de la duda” uno de los derechos fundamentales de toda persona en nuestro ordenamiento jurídico? En otras palabras, si tenemos dudas sobre la condición del embrión en cuanto a si es o no todavía una vida humana en propiedad, ¿no sería mejor que si hemos de equivocarnos nos equivoquemos a su favor y lo dejemos nacer? ¿no dice la sabiduría popular que: “si dudas, abstente”? Por supuesto, aquí es donde afloran las protestas y los lemas más emocionales que racionales del movimiento feminista, como el supuesto “derecho” de la mujer sobre su cuerpo y su “derecho” a elegir libremente. Ambos derechos muy válidos. Pero el punto aquí es que estos derechos están subordinados al derecho a la vida del no nacido. No pasemos por alto que quienes esgrimen el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo para justificar el aborto suponen erróneamente que el embrión o feto es parte del cuerpo de la mujer. Y el bebé está, por supuesto, contenido dentro del cuerpo de su madre y está conectado a él, pero eso no significa que el feto sea parte del cuerpo de la madre. Es un cuerpo diferente, aunque por lo pronto dependa casi por completo del cuerpo de su madre. Así, pues, el derecho de la madre a elegir libremente termina donde comienza el derecho a la vida del embrión no nacido. El derecho a elegir se debe ejercer, entonces, antes de que el bebé sea concebido, y no después. Por eso, estar en contra del aborto no significa estar en contra de las mujeres. Entre otras cosas, porque el aborto no es un asunto de sexo o de género, sino un asunto de vidas humanas.
En relación con los casos especiales, veamos en primer lugar el aborto en casos de violación. Así se pronunció el teólogo R. C. Sproul al respecto: “Es difícil imaginar el trauma tan severo que atraviesa una mujer que en una de esas raras ocasiones queda embarazada por violación… No estoy seguro de querer imponer una obligación legal en tal víctima para que continúe con su embarazo. Eso no significa, sin embargo, que estoy a favor del aborto como una solución al dilema de las víctimas que quedan embarazadas por causa de una violación. Si fuera mi propia hija o una persona que es miembro de mi iglesia, aún le rogaría a la desafortunada víctima que mantuviera su embarazo, basándome en que el bebé en desarrollo dentro de ella es una víctima más del crimen del violador. El matar al feto, quien es inocente pues no ha hecho nada, es agravar más la herida… [pero] Aún si abortara, y su decisión final fuera en contra de la voluntad de Dios, sus acciones no estarían ni siquiera cerca del pecado que incluye el aborto por conveniencia”. Y por supuesto, aquí siempre queda una opción que nunca se puede descartar y es cristianamente legítima y recomendable: la entrega del bebé en adopción.
En cuanto a los abortos terapéuticos, que es el nombre que reciben aquellos en que está en riesgo la vida de la madre, como continúa diciéndonos Sproul en relación con éstos: “Esto conlleva a la horrible elección de decidir entre el menor de los males. ¿destruimos al bebé para salvar a la madre, o arriesgamos la vida de la madre para salvar al bebé? En principio yo optaría por salvar al bebé, pero no me apasionaría por convertirlo en una cuestión de ley nacional… Si la elección es entre el que la ‘naturaleza’ mate a la madre o el que el hombre mate al bebé, escogería la acción pasiva de posiblemente dejar que la mujer muera por consecuencias naturales en vez de intervenir para matar de una manera directa al bebé que aún no nace. El tema tan fuerte es el de matar ‘pasiva’ o ‘activamente’. Otra razón para no elegir matar al niño es la posibilidad de que Dios mantenga la vida de la madre”. Sin embargo, esto es tan sólo su opinión ilustrada y nada más y cada uno de los casos especiales, con el aborto terapéutico entre ellos, debe considerarse de manera particular y detallada.
Porque más allá de opiniones personales más o menos fundamentadas y convincentes, en estos dos casos ya mencionados y en el último caso especial que concierne a los abortos debidos a malformaciones severas del feto, se debe aplicar el criterio cristiano bíblico irrenunciable que se conoce como “la libertad de conciencia”. Esta expresión hace referencia al hecho de que en situaciones extremas y críticas que no estén expresa y particularmente reglamentadas, contempladas, ordenadas o prohibidas en la Biblia, el individuo creyente, -en este caso los padres del bebé-, pueden y deben elegir al respecto consultando con Dios y su conciencia y ningún ser humano puede juzgarlos o pronunciarse sobre la corrección o no de su decisión, cualquiera que ésta sea, desde posiciones fríamente legalistas y moralistas. Sin olvidar que para el creyente siempre queda el recurso a la oración y al poder milagroso de Dios para lidiar con mayor ventaja con este tipo de dolorosas y difíciles situaciones.
Finalmente y concluyendo ya con los argumentos bíblicos más específicos, es pertinente citar el salmo 22:9-10: “Pero tú me sacaste del vientre materno; me hiciste reposar confiado en el regazo de mi madre. Fui puesto a tu cuidado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre mi Dios eres tú”. Una declaración que hace referencia al cuidado provisto por Dios para el ser humano desde que éste se encuentra en el vientre de su madre, antes del nacimiento y aún en el mismo momento de nacer. Y es que el vientre de la madre es, por naturaleza, tal vez el lugar más seguro con el que ha contado el ser humano a lo largo de toda su vida. Ningún otro lugar parece más favorable al surgimiento y desarrollo confortable de la vida que el vientre materno. No en vano uno de las más instintivas y representativas posturas que adopta el ser humano cuando se siente existencialmente amenazado, vulnerable o frágil debido a circunstancias difíciles por las que pueda estar pasando es acostarse en posición fetal bajo el abrigo de las cobijas buscando así de manera inconsciente la protección de la que disfrutó en el vientre de la madre durante nueve meses. Pero hoy por hoy el vientre de la madre no es un lugar muy seguro. Por el contrario, por cuenta del aborto provocado de manera voluntaria, consentida, sistemática y a solicitud expresa de la madre, el vientre materno se ha convertido en muchos casos en un lugar muy peligroso y amenazador para la criatura que aún no nace.
La Biblia da por sentada una continuidad en la vida humana desde antes de nacer hasta después del nacimiento. En otras palabras, la intervención de Dios en la vida de las personas se extiende desde la concepción hasta la muerte, como podemos deducirlo de los siguientes pasajes bíblicos adicionales que hablan por sí mismos:
- “Tú creaste mis entrañas; me formaste en el vientre de mi madre. ¡Te alabo porque soy una creación admirable! ¡Tus obras son maravillosas, y esto lo sé muy bien! Mis huesos no te fueron desconocidos cuando en lo más recóndito era yo formado, cuando en lo más profundo de la tierra era yo entretejido. Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos” (Salmo 139:3-16)
- “Escúchenme, costas lejanas, oigan esto, naciones distantes: El Señor me llamó antes de que yo naciera, en el vientre de mi madre pronunció mi nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, y me escondió en la sombra de su mano; me convirtió en una flecha pulida, y me escondió en su aljaba. Me dijo: «Israel, tú eres mi siervo; en ti seré glorificado.» Y respondí: «En vano he trabajado; he gastado mis fuerzas sin provecho alguno. Pero mi justicia está en manos del Señor; mi recompensa está con mi Dios.» Y ahora dice el Señor, que desde el seno materno me formó para que fuera yo su siervo, para hacer que Jacob se vuelva a él, que Israel se reúna a su alrededor; porque a los ojos del Señor soy digno de honra, y mi Dios ha sido mi fortaleza” (Isaías 49:1-5)
- “La palabra del Señor vino a mí: «Antes de formarte en el vientre, ya te había elegido; antes de que nacieras, ya te había apartado; te había nombrado profeta para las naciones.»” (Jeremías 1:4-5)
Cada uno de estos tres grandes personajes del Antiguo Testamento: el rey David y los profetas Isaías y Jeremías remiten la acción de Dios en sus vidas al mismo momento de la concepción y posterior gestación en el vientre materno y se refieren a este periodo de sus vidas de una manera que da a entender que de algún modo ya poseían allí una incipiente personalidad humana, aunque no tuvieran aún conciencia clara de ella. El rey David incluso se confiesa personalmente responsable ante Dios desde el vientre materno: “Yo sé que soy malo de nacimiento; pecador me concibió mi madre” (Salmo 51:5). Y ya en el Nuevo Testamento encontramos dos casos que también son dignos de mención:
- “Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Tan pronto como Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó: –¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz! Pero, ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme? Te digo que tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre” (Lucas 1:40-44)
- “Sin embargo, Dios me había apartado desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia…” (Gálatas 1:15)
Vemos aquí que también el apóstol Pablo, como nuestros personajes del Antiguo Testamento, refiere también su vocación y llamado a la acción de Dios sobre él desde que se encontraba en el vientre de su madre y Juan el Bautista tiene incluso una inusual reacción de tipo eminentemente emocional y personal ante la proximidad de María, en cuyo vientre crecía ya nuestro Señor Jesucristo. No es algo aislado, entonces, sino que todos los casos tratados coinciden en hacernos ver que ni judíos ni cristianos han aprobado nunca el aborto y entre estos dos pueblos, de acuerdo con la revelación de Dios en la Biblia, la tendencia ha sido siempre a incluir a los que no han nacido aún en el concepto general de la santidad de la vida, algo que los defensores actuales del aborto quieren desconocer de manera olímpica.
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