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Conferencias

Cristianismo o gnosticismo

El cristianismo frente a los revisionismos de ayer y de hoy

Revisionismo es una palabra de moda. Los historiadores la han puesto de moda. Quienes investigan y escriben la historia están empeñados en una revisión continua de la historia oficial de los pueblos, de las naciones y del mundo en general para ajustarla, corregirla e incluso desecharla, si es el caso. No hay nada de malo en ello, pues ésta es una de las funciones que se espera que la ciencia desempeñe para permitirnos conocer la verdad de una manera cada vez más ceñida a los hechos, en este caso los hechos de la historia pasada. Pero a la sombra de los legítimos y necesarios revisionismos serios emprendidos por los historiadores de forma satisfactoriamente metódica y objetiva, se multiplican también los revisionismos gratuitos y sesgados llevados a cabo por personajes que no se distinguen propiamente por su rigor y capacidades investigativas en el campo de la historia sino por su acceso a los medios de comunicación y su antagonismo hacia Dios, la religión, la fe y hacia el cristianismo de manera particular.

Lo anterior, unido a la buena acogida que el pensamiento secular y los medios masivos de comunicación están dispuestos a brindarle a cualquier hipótesis peregrina que cuestione al cristianismo, son el caldo de cultivo de fenómenos como el revuelo generado alrededor de la novela El Código Da Vinci de Dan Brown o la polémica desatada con el descubrimiento del Evangelio de Judas, o del supuesto osario de la familia de Jesús, para mencionar únicamente tres de los más populares y relativamente recientes que cuestionan la versión tradicional de los hechos en que se apoya el cristianismo. Ahora bien, que los no creyentes, completamente ignorantes sobre estos temas, presten atención y cedan a estas necedades sensacionalistas no debe sorprendernos, pero que los cristianos se inquieten y sientan que estos planteamientos les mueven el piso, si es algo que no deja de ser preocupante, pues indica lo poco arraigadas y fundamentadas que se encuentran sus convicciones y lo poco que saben de la seguridad histórica de los hechos en los que se apoya su fe.

De hecho el cristianismo es la única religión cuya veracidad y cuyos reclamos de exclusividad se basan en hechos históricos susceptibles de investigarse y verificarse. Todas las demás religiones de la historia se basan en las especulaciones metafísicas de sus fundadores, llámense Buda, Confucio, Lao-Tsé, Mahoma o Joseph Smith y, como tales, no pueden ser sometidas a comprobaciones objetivas ni para afirmarlas ni para negarlas. El cristianismo es la única religión que está tan bien fundamentada en hechos que apuesta toda su validez a esos hechos, de manera que si éstos pudieran ser negados o desmentidos por la investigación histórica, entonces el cristianismo se derrumbaría como un castillo de naipes junto con todas sus pretensiones sobre las vidas de los hombres.

Pero el punto es que se mantiene muy firme en contra de los revisionismos gnósticos de ayer y de los muy mediáticos revisionismos de hoy emprendidos por el pensamiento secular apoyado en sectores de la teología liberal presuntamente “cristiana”. Y se mantiene firme debido en gran medida a las investigaciones históricas serias y con rigor que se han hecho sobre los acontecimientos narrados en el Antiguo, pero sobre todo en el Nuevo Testamento. Veamos brevemente estos revisionismos con mayor detalle para ver si tienen realmente fundamento:

La versión de Jesús del gnosticismo antiguo

Este gnosticismo antiguo es el que está representado hoy por evangelios como el de Tomás, el de María Magdalena popularizado por Dan Brown en El Código Da Vinci y el de Judas, entre otros muchos. Tienen valor como documentos históricos que nos permiten saber qué pensaban los gnósticos sobre Jesús, pero no para brindarnos una versión alterna a la de los evangelios y la historia sobre quien era realmente Cristo. De hecho todos los investigadores serios y rigurosos, sean o no cristianos, están de acuerdo en varias cosas:

En primer lugar, que los evangelios gnósticos son documentos tardíos de finales del siglo II y comienzos del III d. C., a diferencia de los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento, todos ellos del primer siglo. En segundo término, que los evangelios gnósticos representan el pensamiento de un grupo herético y parasitario que infiltró al cristianismo de manera temprana y dio lugar a una serie de evangelios apócrifos que procuraron forzar y ajustar el retrato auténticamente histórico de Jesús que nos brindan los cuatro evangelios canónicos a sus deseos e ideas preconcebidas, traicionando los hechos en el proceso. En tercer lugar, que los evangelios gnósticos no sólo contradicen el retrato unificado que los evangelios canónicos nos brindan de Cristo, sino que también se contradicen entre sí. Es decir que a diferencia de Mateo, Marcos, Lucas y Juan que ofrecen una versión perfectamente coherente y armónica del Jesús histórico, los muy numerosos evangelios gnósticos presentan cada uno de ellos una versión única y distinta de la persona de Cristo, enfrentadas todas ellas entre sí.

En cuarto lugar, que los evangelios gnósticos son relatos fantasiosos muy alejados de la sobriedad exhibida por los cuatro evangelios canónicos de modo que cualquier lector desprejuiciado y desprevenido capta de inmediato el contraste entre los evangelios canónicos y los gnósticos. Un contraste como el que ofrece la historia cuando se coloca al lado del mito o los hechos al lado de las leyendas alrededor de esos hechos. Philip Yancey, por ejemplo, cuenta que después de leer uno de estos extraños evangelios apócrifos, el Evangelio de la niñez de Jesucristo, experimentó lo siguiente: “El evangelio apócrifo me hizo estar agradecido por la información sobria y contrastante de los escritores canónicos. En ellos, los milagros no son mágicos o caprichos, sino más bien actos de misericordia o signos que apuntan a la verdad espiritual subyacente”. En quinto lugar, que los evangelios gnósticos son narraciones que se encuadran dentro de las llamadas “religiones de misterio” de la antigüedad. Calificativo muy apropiado, pues estas religiones tenían en común el carácter misterioso y secreto de sus creencias que supuestamente estaban reservadas sólo para un selecto grupo de iniciados que eran los únicos que estarían en condiciones de acceder a su conocimiento, comprender su contenido y dominar sus rituales.

Las religiones de misterio, al igual que el gnosticismo emparentado con  ellas, promovían el hermetismo y el esoterismo. Pero antes de proseguir aclaremos estos términos. El hermetismo es, para decirlo en palabras sencillas, algo cerrado y difícil de comprender. Y el esoterismo hace referencia a las doctrinas secretas que requieren un grado de iniciación para participar en ellas. Es decir que el gnosticismo y todos los evangelios escritos bajo su influencia tenían un carácter elitista y secreto. Y todos sabemos que el secretismo que presume superioridad es de entrada sospechoso, inconveniente y nefasto donde quiera que se encuentre y por donde quiera que se le mire, además de contrariar el carácter público y no elitista ni discriminatorio que el evangelio ha exhibido desde sus orígenes, en obediencia a la instrucción dada por Cristo a sus discípulos en este inequívoco sentido: “Lo que les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a plena luz; lo que se les susurra al oído, proclámenlo desde las azoteas” (Mt. 10:27). Basta para establecer lo anterior la declaración hecha por el apóstol Pablo ante el rey Agripa después de hacer su defensa ante él exponiéndole de paso los hechos del evangelio. Concluyó así el apóstol su exposición ante el rey: “El rey está familiarizado con estas cosas, y por eso hablo ante él con tanto atrevimiento. Estoy convencido de que nada de esto ignora, porque no sucedió en un rincón” (Hc. 26:26).

Como salta a la vista, Pablo llama aquí nuestra atención a una característica fundamental del cristianismo que debe ser resaltada nuevamente en estos días. Con plena y osada convicción el apóstol interpela al rey, un miembro culto de la élite social de la época, apelando al carácter público y abierto de los hechos que sustentan la fe cristiana, de los que acababa de hacerle una relación apretada y sintética para, acto seguido, afirmar su convicción de que el rey estaba familiarizado con estos hechos y no ignoraba ninguno de ellos por una razón muy sencilla: estos hechos no sucedieron en un rincón oscuro. Es decir que no eran hechos desconocidos o secretos, sino hechos de dominio público. Y el rey, sin ser cristiano, no negó que así fuera. Por el contrario, su respuesta confirma la afirmación de Pablo,  pues los hechos son tan inobjetables que el rey responde así al apóstol en el versículo 28: “Un poco más y me convences a hacerme cristiano ‒le dijo Agripa”. El rey no pudo objetar de ningún modo lo dicho por el apóstol, y si no se hizo cristiano fue simplemente porque no quiso y no porque los argumentos de Pablo no fueran lo suficientemente convincentes para justificar la fe en Cristo por parte del rey. De igual modo los discípulos de Emaús, cuando Cristo resucitado se une a ellos sin que ellos lo reconozcan y les pregunta por lo que están discutiendo, recibe la siguiente respuesta de Cleofás, uno de los dos: “‒¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no se ha enterado de todo lo que ha pasado recientemente?” (Lc. 24:18).

Como puede verse, mientras el cristianismo era de conocimiento público, abierto, incluyente y no discriminatorio, las religiones de misterio eran de carácter privado, secreto, excluyente y elitista o discriminatorio. Y el gnosticismo se destaca particularmente entre estas religiones de misterio. Con todo, el gnosticismo nunca desapareció sino que, fiel a su naturaleza, sobrevivió en la historia desarrollándose en secreto, protegido convenientemente de la crítica que no estaba en condiciones de afrontar con éxito, al tiempo que el cristianismo lo hacía de manera pública, enfrentando con ventaja y con confianza a la crítica con base en la verdad, pues aún en la época de las catacumbas durante la persecución del imperio romano en que los cristianos debieron esconderse por sus vidas, los mártires no dejaron de dar testimonio público de su fe cada vez que tuvieron la oportunidad de hacerlo ante los tribunales que, justamente por negarse a retirar su testimonio cuando los presionaban para hacerlo, los condenaban sistemáticamente a la arena del circo romano. Y fiel también a su carácter parasitario, cada vez que ha podido, el gnosticismo ha tratado de infiltrar y distorsionar el cristianismo auténtico, como lo vemos también hoy, con la complicidad que la iglesia en general exhibe al respecto con su ignorancia sobre estos temas.

Después de emprender este análisis rápido pero concluyente sobre las versiones peregrinas del cristianismo inventadas por los gnósticos, maliciosamente planteadas y reeditadas por algunos personajes de hoy a través de los medios como si fueran verdades históricas, como quien descubre el agua tibia, tenemos ya suficientes criterios para no dejarnos meter gato por liebre mediante estrategias que lo único que buscan es alejar a las personas del estudio diligente de la Biblia, particularmente del Nuevo Testamento y los cuatro evangelios contenidos en él, documentos inspirados por Dios e históricamente confiables en los cuales se revela con suficiencia, no sólo el auténtico Jesús histórico, sino el verdadero Cristo de la fe, ambos indisolublemente unidos en una sola persona que conocemos, precisamente, como el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por amor a nosotros y para nuestra salvación. Por eso tal vez el mejor cierre para esta primera parte de la conferencia lo encontramos en las palabras del apóstol Pablo dirigidas a los atenienses, que de ser reconocidos como personas cultas habían pasado a ser gente que se dejaba descrestar por todo lo nuevo, aunque no fuera verdad, dejando así expuesta su ignorancia: “Pues bien, Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan…” (Hc. 17:30-31). Porque seguir prestando oídos a las versiones gnósticas de Cristo a estas alturas de la historia ya no puede atribuirse a la ingenuidad sino a la más crasa ignorancia. Sea como fuere, el gnosticismo siempre hallará acogida entre personas algo desadaptadas e inclinadas al esoterismo, al hermetismo, o dicho de forma más entendible, al secretismo que anhelan destacarse mediante la posesión y disposición de una iluminación especial, restringida a los demás pero reservada a ellos en su condición de nuevos “iluminados”. Pero pasemos ya a los revisionismos de hoy.

La versión de Jesús de la teología liberal del siglo XIX

De manera mucho más reciente, los teólogos liberales del siglo XIX se obsesionaron con un proyecto llamado “la búsqueda del Jesús histórico”. Sin embargo esta búsqueda se inició con una agenda más o menos encubierta que viciaba ya de entrada la investigación: ellos pretendían demostrar que el retrato que los evangelios canónicos nos brindan de Cristo es un retrato legendario que habría que ajustar y corregir. En otras palabras, ellos desconfiaban de la veracidad de los evangelios. Y su desconfianza hacia ellos se debía a lo influenciados que estaban por un prejuicio propio de la reciente modernidad: la creencia de que la materia y la naturaleza son todo lo que existe y no hay, por tanto, realidades espirituales ni sobrenaturales, excluyendo entonces de plano la ocurrencia de eventos sobrenaturales y milagrosos. En consecuencia, puesto que los evangelios daban cuenta de muchos episodios de este estilo, los evangelios no serían dignos de confianza. Así, aprovechando los recursos metodológicos que el avance de la historia como ciencia había alcanzada en el siglo XIX, los teólogos liberales se lanzaron masiva y obsesivamente al proyecto de investigación ya mencionado y conocido como “la búsqueda del Jesús histórico”, esperando encontrar al final de su investigación un retrato presuntamente más fidedigno de Cristo, diferente al de los evangelios. Un Cristo meramente natural. Un hombre extraordinario tal vez, pero hombre solamente y no Dios mismo hecho hombre como lo ha creído y proclamado el grueso de la iglesia a lo largo de 2000 años.

Proliferaron así las “vidas de Jesús” que mostraban, efectivamente, a un Cristo diferente al de los evangelios. Pero como les sucedió a los gnósticos en la antigüedad, a la par que diferían del retrato de Cristo provisto por los evangelios, todas estas “vidas de Jesús” diferían también entre sí, mostrando que el investigador de turno terminaba imponiéndole a los hechos sus deseos personales, pues de haber sido objetivos en su investigaciones, estas variadas “vidas de Jesús” tendrían que necesariamente haberse parecido muchísimo entre sí. Además, desde finales del siglo XIX y principios del XX hay casi un absoluto consenso entre los eruditos serios en que los evangelios canónicos son confiables, no sólo porque fueron escritos en la segunda mitad del siglo I, muy cercanos a los hechos que narran, sino porque también se ha establecido científicamente y con sobrada solvencia que su contenido es fiel a los manuscritos originales y a los hechos que narran.

Y justamente, para que no haya duda de que los autores de los evangelios fueron testigos fieles y privilegiados de hechos que desde el principio contaron con un gran número de testigos de primera mano que podían dar constancia de ellos confirmándolos y que, cuando alguno de ellos no pudo observar estos hechos en persona, se encargó muy bien de verificarlos por todos los medios disponibles a su alcance; es que estos mismos autores nos aseguran con toda la convicción del caso que lo registrado en los evangelios no se los contaron terceros, sino que ellos mismos lo vieron y experimentaron en carne propia, como lo sostiene el apóstol Juan: “Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida.” (1 Jn. 1:1), y también el apóstol Pedro: “Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos” (2 P. 1:16).

Aun Lucas, él único de los evangelistas y autores del Nuevo Testamento que no fue testigo presencial de los hechos narrados nos informa que investigó y tomó todas las medidas de precaución para consignar únicamente la verdad en el evangelio que lleva su nombre y en el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Muchos han intentado hacer un  relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron… Estimado Teófilo, en mi primer libro me referí a todo lo que Jesús comenzó a hacer y enseñar hasta el día en que fue llevado al cielo, luego de darles instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido. Después de padecer la muerte, se les presentó dándoles muchas pruebas convincentes de que estaba vivo. Durante cuarenta días se les apareció y les habló acerca del reino de Dios” (Lc. 1:1-4; Hc. 1:1-3).

Como si esto no fuera suficiente, hoy por hoy ya existe un cúmulo de respaldo histórico documental procedente de muy variadas fuentes antiguas, algunas de ellas hostiles al cristianismo, que coinciden esencialmente con los relatos que los evangelios canónicos hacen de la vida de Cristo, reforzándolos de paso de manera incidental. Y esto es algo tan plenamente establecido y reconocido por todos los estudiosos que vale la pena siquiera mencionarlos aquí sin entrar en los detalles de las citas en sí mismas:

Tenemos así corroboraciones del retrato de Cristo plasmado en los evangelios canónicos en fuentes clásicas no cristianas ni judías como los escritos de historiadores o personajes destacados de la antigüedad como Publio Léntulo, Tácito, Suetonio, Talo y Plinio el Joven. En fuentes judías no cristianas pero no necesariamente anticristianas se destaca el inquietante y controversial testimonio del historiador judío Flavio Josefo, el llamado “Testimonio Flaviano” que habla de Cristo de manera tan favorable y tan ceñida a los evangelios que sorprende que Josefo no se hubiera convertido al cristianismo. En fuentes rabínicas, éstas sí manifiestamente hostiles al cristianismo y de las que sería lógico esperar tergiversaciones calumniosas e injuriosas que de hecho se dan, como la afirmación de que Cristo era un hijo ilegítimo de María con un soldado romano de nombre Pantera[1]; con todo estas referencias en su conjunto terminan confirmando a su pesar muchos de los detalles que los evangelios canónicos registran sobre Cristo, por lo cual tienen más valor del que se piensa.

Si esto no fuera suficiente, el material cristiano restante del Nuevo Testamento como las cartas de Pablo y las epístolas universales de Santiago, Pedro y Juan confirman también los evangelios. Y fuentes cristianas extrabíblicas tan tempranas como los documentos escritos por los llamados “Padres apostólicos”, discípulos directos de los apóstoles, ratifican no más comenzar el siglo segundo todos los datos de los evangelios sobre Cristo. Es tanto así que un apologista e historiador tan prestigioso como Gary Habermas, detalla un total de treinta y nueve fuentes antiguas que documentan la vida de Jesús, de las cuales enumera más de cien hechos establecidos en relación con la vida, las enseñanzas, la crucifixión y la resurrección de Jesús, todos acordes con los evangelios.

Es por todo lo anterior que no dejan de ser sospechosos los nuevos revisionismos emprendidos por la teología liberal del siglo XX. Revisionismos que nos dejan con tantas versiones diferentes de Cristo que muchos ya no saben cuál es la correcta, como lo recoge Lee Strobel con estas palabras: “Se ha dicho que Jesús era un intelectual… un cínico mediterráneo… un feminista andrógino… un inteligente farsante mesiánico; un mago homosexual… un revolucionario… un maestro de judaísmo Zen”, para terminar refiriéndose así a estas descabelladas teorías: “A lo largo de la Historia, aquellos que han investigado a Jesús han descubierto, a menudo, exactamente a quien querían encontrar”. Es decir, a un voluble Jesús hecho a su imagen y semejanza. Pero el Jesús verdadero de los Evangelios permanece en pie desenmascarando estas falsificaciones, puesto que: “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb. 13:8).


[1]Aún esta referencia parece ser una distorsión malintencionada de una información veraz contenida en los evangelios: el hecho de que Cristo era hijo de una partenos, es decir de una virgen, pues pártenos es la palabra griega para virgen.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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