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Cristianismo, mesianismo y judaísmo

Afinidades y diferencias entre el cristianismo y el judaísmo

La conmemoración de la semana santa hunde sus raíces en la pascua judía, tanto en sus contenidos como en su misma cronología. De hecho, las fechas asignadas a su conmemoración cambian cada año, variando entre fines de marzo hasta fines de abril, por el intento de ajustarla y mantenerla lo más cercana posible al calendario judío, que no es solar sino lunar, y por lo tanto no tiene los poco más de 365 días que tiene el calendario gregoriano vigente en el occidente cristiano, sino tan sólo 354 días. Este hecho pone en evidencia que el vínculo existente entre el cristianismo y el judaísmo es innegable, pero no tanto como para que puedan equipararse sin más desde el punto de vista religioso. Por lo menos, no más allá de lo que culturalmente se designa como judeocristianismo. En efecto, judíos y cristianos compartimos gran parte de nuestras escrituras sagradas ‒de hecho, todo el Antiguo Testamento‒. Asimismo, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, fue judío tanto racial como culturalmente y no renegó nunca de esta condición, aunque sí fue un incisivo crítico del judaísmo de su época y procuró reformarlo y retornarlo a su esencia, motivos y propósitos originales, perfeccionando y cumpliendo en su persona y en sus actos todo lo que el Antiguo Testamento anunciaba.

Así, pues, el distanciamiento e incluso las hostilidades históricas entre el judaísmo y el cristianismo tienen que ver, más que con sus diferencias, con el sentimiento antisemita o antijudío que se fue incubando a lo largo de la historia en la iglesia bajo el pretexto –sin fundamento real– de que los judíos eran los “asesinos de Dios”, como si los gentiles o no judíos no hubiéramos estado bien representados también en el juicio de Cristo en la persona de Poncio Pilato, el procurador romano que sentenció a Cristo a morir en la cruz con su indiferente omisión al respecto. Ahora bien, es necesario reconocer que en los últimos tiempos este sentimiento de rechazo hacia los judíos por parte de los cristianos reflejado en las Cruzadas, la Inquisición, pero sobre todo en el Holocausto nazi, ha cedido muchísimo y los cristianos en general, así como los evangélicos con especialidad, han reconocido y confesado sus culpas al respecto, redescubriendo sus innegables raíces judías, al punto que el sionismo y el estado de Israel han contado entre sus principales y más poderosos aliados con dos naciones en las que predomina la fe cristiana protestante, como son los Estados Unidos y el Reino Unido, y el llamado neo-evangelicalismo es abiertamente pro-judío, pues considera a Israel como “el reloj de Dios” en lo que tiene que ver con los eventos de los últimos tiempos.

Iglesias judeomesiánicas

Es tal vez esta circunstancia la que ha incidido de manera decisiva en la actitud favorable mostrada por muchas iglesias evangélicas conservadoras ante el creciente auge de las iglesias judeomesiánicas, es decir, iglesias de judíos que han reconocido finalmente que Jesucristo es, en efecto, el Mesías largamente esperado por Israel. En conexión con ello los creyentes evangélicos que se ven a sí mismos como “amigos de Israel”, en una postura, hay que decirlo, mucho más bíblica que el antisemitismo histórico del que ha hecho gala la iglesia; llegan a desarrollar una admiración por sus prácticas y rituales religiosos ceñidos a la ley mosaica del Antiguo Testamento que los impulsa a unirse a las iglesias judeomesiánicas al no tener que renunciar, como sucede en el judaísmo ortodoxo, a su creencia en Jesucristo como Señor y Salvador de sus vidas.

Valga decir que todo no judío convertido a Cristo debe acoger como su hermano en la fe a todo judío que reconoce a Jesucristo como el Mesías. Las iglesias evangélicas deben, entonces, cultivar la comunión y fraternidad con los miembros de iglesias judeomesiánicas. Pero aquí también los excesos están a la orden del día y no dejan de ser potencialmente peligrosos. Porque, en primer lugar, las actitudes favorables al judaísmo por parte de las iglesias cristianas evangélicas pueden hacer que sus miembros pierdan su capacidad crítica hacia el accionar político del pueblo judío en el Medio Oriente, en particular con el pueblo palestino, olvidando que el compromiso de Dios, antes que con su pueblo, es con la justicia dondequiera y comoquiera que ésta se manifieste. Y por otra parte, el traslado de los cristianos evangélicos de sus iglesias tradicionales hacia las iglesias judeomesiánicas no deja de ser problemático por las siguientes razones puntuales:

La primera es que las iglesias judeomesiánicas, como su nombre lo indica, están concebidas para presentar el evangelio a los judíos y no a los no judíos quienes, por no proceder del contexto cultural judío, no entienden muchas de sus prácticas que, dicho sea de paso, no son en realidad pertinentes para un cristiano no judío, como lo advierte de muchas maneras, precisamente, el apóstol de los no judíos, Pablo de Tarso, en muchas de sus epístolas, Romanos y Gálatas con especialidad. Francamente, un cristiano no judío se ve fuera de lugar practicando los rituales de los judíos en una iglesia judeomesiánica, lo cual explica por qué muchos de los rabinos que pastorean estas iglesias se ponen en muchos trabajos ‒frecuentemente con argumentos muy traídos de los cabellos‒ para tratar de convencer a los cristianos no judíos que los visitan de sus presuntos nexos y ancestros judíos de los cuales hasta ese momento no serían conscientes.

La segunda razón es consecuencia de la primera y consiste en el peligro de que los evangélicos que adhieren a iglesias judeomesiánicas se contagien por igual del orgullo de raza que ha caracterizado en gran medida al pueblo judío en buena parte de su historia. El apóstol Pablo también denunció y censuró de muchas maneras este orgullo en sus inspirados escritos. Así, muchos evangélicos que se trasladan a iglesias judeomesiánicas comienzan a mirar desdeñosamente y por encima del hombro a sus antiguas congregaciones llegando a descalificarlas en el peor de los casos. Y cuando no es así, los miran entonces de manera condescendiente y paternalista, como mira un adulto a un pequeñín que aún no ha alcanzado la madurez que él ostenta.

Se terminan constituyendo de este modo dos categorías de cristianos: los de primera categoría que serían los judeomesiánicos y los de segunda categoría que serían los cristianos pertenecientes al resto de denominaciones históricas del cristianismo, algo contra lo que Pablo luchó arduamente durante todo su ministerio apostólico. El orgullo de raza se manifiesta particularmente en el hecho de llegar a conocer el idioma hebreo bíblico y poder así leer el Antiguo Testamento en su lengua original, procediendo luego a hacer ostentación de interpretaciones originales y muy particulares ‒casi a contracorriente‒ de pasajes bíblicos que, presuntamente, sólo estarían al alcance de quienes entienden hebreo, fomentando el hermetismo y esoterismo que caracteriza a los círculos cerrados de especialistas, que más que esclarecer, lo que llegan es a enredar más las cosas al detenerse en minucias áridas y sin provecho muy difíciles de seguir para quienes están por fuera de su estrecho círculo, en una actitud que podría describirse con el maquiavélico y conocido consejo que reza: “si no puedes convencerlos, entonces confúndelos”.

Porque en realidad, lo que mueve a un buen número de quienes manifiestan esta actitud en el contexto de la fe, no es el celo por el honor de Dios, sino la aspiración jactanciosa de ser original que define a los “nuevos iluminados”. A tal punto llegan estas actitudes que muchos de ellos terminan ‒como lo dijo con mordacidad el Señor Jesucristo a los judíos de su época‒ colando el mosquito y tragando el camello. Existen hoy por hoy incluso rabinos judeomesiánicos que han llegado a afirmar, contra toda evidencia científica, que el Nuevo Testamento se escribió en hebreo originalmente y no en griego, como lo sostienen prácticamente todos los eruditos en la Biblia a lo largo y ancho del mundo con base en la evidencia disponible. Han editado incluso una traducción al español de lo que supuestamente sería el Nuevo Testamento original escrito en hebreo, bajo el título El Código Real, intento al que un estudioso como el Dr. Alfonso Ropero se refirió con espontáneo desenfado como nada más que “pedantería judía”.

Judaísmo ortodoxo

Por último, el peligro mayor consiste en que hay evangélicos que no contentos con trasladarse a iglesias judeomesiánicas y asumir todas las actitudes ya señaladas, terminan tan sólo haciendo provisional escala en estas iglesias antes de retroceder del todo al judaísmo ortodoxo de las sinagogas, seducidos por completo por el elaborado y complejo ritual judío, perdiendo de vista el profundo pero sencillo meollo del evangelio que no es otro que Cristo mismo y renegando de su antigua condición cristiana, pues es sabido que por más puntos de contacto que el cristianismo pueda tener con el judaísmo ortodoxo y por más relaciones amistosas y cordiales que puedan llegar a sostener entre sí, no podemos olvidar que la comunión entre ambas confesiones religiosas es imposible en la medida en que los judíos no reconocen a Jesucristo su condición mesiánica y divina, tachándolo de impostor.

Por lo tanto, un cristiano evangélico que abandona su denominación para congregarse en una iglesia judeomesiánica puede seguir siendo cristiano y ser considerado nuestro hermano en la fe. Pero el que abandona también esta iglesia en favor de la sinagoga, por más cortés y respetuosamente silencioso que pueda haber sido este cambio, ya no es un cristiano auténtico ni un hermano en la fe, sino un apóstata que ha abandonado la fe cristiana y que ha puesto en riesgo absoluto su destino eterno. El trato cordial no puede nunca llevarnos a pasar por alto esta verdad de a puño, si es que de honrar las enseñanzas bíblicas y de ser fieles al Señor se trata, pues Jesucristo fue categórico cuando dijo “… nadie viene al Padre sino por mí”. Nuestra condición de “amigos de Israel” no puede nunca desestimar esta verdad de modo que nuestro aprecio por el pueblo judío no debe amordazarnos para dejar de llamar a las cosas por su nombre.

Arturo Rojas

Cristiano por la gracia de Dios, ministro del evangelio por convicción y apologista por vocación. Hice estudios en el Instituto Bíblico Integral de Casa Sobre la Roca y me licencié en teología por la Facultad de Estudios Teológicos y Pastorales de la Iglesia Anglicana y de Logos Christian College. Cursé enseguida una maestría en Divinidades y estudios teológicos en Laud Hall Seminary y, posteriormente, fui honrado con un doctorado honorario por Logos Christian College.

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