La mortal epidemia de nuestros tiempos
Los titulares de prensa en Colombia de unos años para acá dan cuenta de la corrupción que ha alcanzado a prestigiosas instituciones durante mucho tiempo respetadas en nuestro país como las altas cortes, consideradas tradicionalmente como uno de los pocos o tal vez los últimos reductos institucionales que habían logrado mantenerse relativamente al margen de los grandes escándalos mediáticos de corrupción que afectan a diario, de manera creciente y desde mucho tiempo atrás, a todo el resto de desprestigiadas instituciones del poder público nacional, tanto del ejecutivo, como del legislativo y el judicial.
Por eso, más allá del debate sobre el modelo político o económico más eficaz para promover la prosperidad y la justicia de todos los pueblos y naciones que conforman el mundo actual, deberíamos considerar más bien el nefasto papel que la corrupción desempeña en todos y cada uno de estos modelos sin excepción, cada vez que logran concretarse en la historia. Porque la vulnerabilidad que cualquier sistema político o económico ofrece ante el poder epidémico que la corrupción despliega, más que con sistemas políticos o económicos particulares, tiene que ver con el carácter de los pueblos, y a un nivel más profundo, con la naturaleza humana en las condiciones actuales de nuestra existencia. En el primer caso debemos, entonces, emprender un análisis sociológicamente comparativo. Y en el último, una reflexión honesta desde una perspectiva teológica y filosófica.
Los índices de corrupción
Transparencia Internacional es una organización no gubernamental (ONG) que publica anualmente el índice de percepción de corrupción en 180 países evaluados. En el 2014 Colombia no salió bien librada, pues ocupó el lugar No. 94, sin modificación en relación con los años anteriores y en el 2020 tan sólo ha avanzado dos puestos para ubicarse en el lugar 92, lo cual puede explicarse, no por un avance verdadero, sino por la inclusión de 5 países más en la evaluación en relación con el 2014. Lo curioso es que en los primeros seis puestos hay, de manera recurrente, tres países escandinavos (Dinamarca, Finlandia y Suecia), con la excepción de Nueva Zelanda (el primero junto con Dinamarca), Suiza y Singapur, y los restantes cuatro dentro de los diez primeros son repartidos y compartidos por Noruega (otro país escandinavo), Holanda, Luxemburgo y Alemania. Entre los primeros 20 encontramos también a Canadá, el Reino Unido y Australia. Llama la atención que Estados Unidos cayó al puesto 25 y Chile, el único país latinoamericano que figuraba en 2014 cerrando el grupo de los 20 primeros, cayó al puesto 26, siendo hoy por hoy Uruguay el único país de la región que mantiene su puesto 22 casi sin modificación en relación con el 2014 en que ocupó el 21.
De hecho, los países latinoamericanos en general aparecen después del puesto 78 (por debajo de muchas naciones africanas y árabes), lo que conduce a pensar en el papel que la religión ejerce en las actitudes de las personas y grupos humanos que se hallan bajo su influjo en el propósito de combatir la corrupción. Porque no es un secreto que los países del norte de Europa y los de la órbita anglosajona asociados al Reino Unido, así como Alemania, Suiza y Holanda, son países en los que la Reforma Protestante arraigó profundamente, inculcando en su gente lo que el sociólogo Max Weber llamó “la ética protestante del trabajo”, causa determinante de su gran desarrollo económico y social en virtud, entre otros, de su integridad y rechazo generalizado de la corrupción.
Por contraste, los países del sur de Europa, tales como España, Portugal e Italia (32, 33 y 52 respectivamente), figuran de manera significativa más atrás en la lista, pero todavía bastante por encima de sus ex colonias. Y tampoco es un secreto la relación directamente proporcional entre la corrupción y el retraso de estos países al compararlos con los primeros de la lista. Lo cual se explica en buena medida por el predominio histórico que en ellos ha tenido el catolicismo romano, una versión del cristianismo que tolera e incluso promueve entre sus fieles la doble moral. Esa misma que se indigna ante los grandes escándalos de corrupción de los funcionarios públicos que se enriquecen a manos llenas a costa del erario público, mientras tolera a nivel anónimo y doméstico la misma corrupción que condena en ellos, sólo que a menor escala.
Le damos así la razón a Millôr Fernandes cuando decía que muchos de quienes hablan vehementemente contra la corrupción, tan sólo están escupiendo el plato en el que no pudieron comer. Pero disculpar la corrupción que practicamos a pequeña escala y de manera anónima, mientras condenamos la corrupción de terceros a gran escala ventilada de manera pública, es la raíz de todos nuestros males sociales, incluyendo, por supuesto, los relacionados con la economía. Haríamos bien en tener en cuenta lo declarado por Benjamín Franklin: “Una pequeña falta puede engendrar un gran mal”.
Pequeñas faltas, grandes males
La historia demuestra que la laxitud y tolerancia de la corrupción en pequeña escala va socavando lentamente las bases de confianza de la sociedad y gradualmente da lugar a faltas mayores con consecuencias cada vez más serias, dolorosas y difíciles de resolver o revertir. Vincent Barry decía que, aunque la expresión “No te preocupes por pequeñeces” puede ser un buen consejo si por ello entendemos no ahogarse en un vaso de agua o evitar reacciones desproporcionadas para las circunstancias, hay que tener cuidado de no ponerlo en práctica irreflexivamente, pues entonces deja de ser una pauta para vivir de manera racional y se convierte en una justificación para vivir sin principios.
Añade luego que: “Cuando esto sucede, lo más probable es que nos parezca una pequeñez llevarnos las toallas o las perchas o ganchos de un hotel, o la papelería de la oficina. Trivializar lo que codiciamos nos da una excusa para robar impunemente”. La Biblia llama “pequeña necedad” (Eclesiastés 10:1),“un poco de levadura” (1 Corintios 5:6, Gálatas 5:9) y “zorras pequeñas” a estos asuntos, pronunciándose de manera clara y categórica al respecto: “Atrapen… a esas zorras pequeñas que arruinan nuestros viñedos… en flor” (Cantares 2:15). Es sintomático que, como lo señalaba la revista Semana: “La izquierda sólo triunfa cuando logra ser identificada como la alternativa a la corrupción y la politiquería”. En realidad, en nuestros países ni la izquierda ni la derecha pueden arrojar la primera piedra en relación con la corrupción. Pero el punto es que el mero hecho de que un candidato pueda triunfar simplemente al asumir como bandera la lucha contra la corrupción y la politiquería es un indicio del desprestigio general en el que se encuentran las instituciones de la nación en cuestión. Situación social bien aludida con el refrán que dice que “en país de ciegos, el tuerto es rey”.
La corrupción da así fuerza al peligroso e irreflexivo “voto protesta” por el cual el electorado, más que votar por uno de los candidatos lo hace es más bien en contra de su rival, modalidad de voto cada vez más frecuente dentro de las democracias modernas. Y los resultados del voto protesta en donde quiera que se impone, demuestran que éste no ha sido nunca la mejor manera de garantizar un buen gobierno, libre de corrupción, y no deja de ser una medida desesperada por parte del electorado que suele conducir a situaciones de corrupción peores que las que se pretendían corregir. Porque definitivamente, más allá de análisis comparativos, la corrupción está presente siempre de manera latente en el corazón de todos los hombres en virtud del pecado original y por eso, la mejor y tal vez la única forma consistente de combatirla exitosamente es la redención llevada a cabo por Cristo hace dos mil años, en la cruz del calvario. Redención que transforma los corazones corruptos de todos los que se rinden de lleno a Él en arrepentimiento y fe sincera.
Cuando le dan a los países escandinavos los primeros puestos en esta clasificación, lo hacen en su condición de ser los menos o los más corruptos?
Los menos corruptos, por supuesto