¿Qué es exactamente?
En el argot cristiano evangélico hispano parlante han hecho carrera algunas expresiones extractadas de la muy difundida y querida traducción Reina Valera de la Biblia, sobre todo en sus revisiones de 1909 y 1960. Una de ellas es la noción de “yugo desigual” que se encuentra en 2 Corintios 6:14. Con frecuencia los creyentes la sacan a relucir a manera de advertencia dirigida a alguno de sus hermanos para que no incurran en este tipo de “yugo”. Pero ¿qué es exactamente el “yugo desigual”? Para algunos, se trata exclusivamente de una unión matrimonial entre un creyente y un no creyente. Para otros, consiste en cualquier tipo de asociación entre un creyente y un no creyente que comprometa y obligue al creyente a compartir eventualmente causas comunes con el no creyente, incluido, por supuesto, el matrimonio como la más representativa de ellas. Así, pues, existe un acuerdo en que esta expresión se refiere, sin duda, al ya aludido matrimonio mixto. En lo que no hay acuerdo es hasta dónde cualquier otro tipo de asociación entre un creyente y un no creyente constituye también un “yugo desigual”. Miremos, pues, hasta dónde esta expresión podría aplicarse a otros casos.
Lo primero que debemos decir es que cuando la iglesia pretende aislarse por completo del mundo no sólo peca por desobediencia, sino peca también por ingenuidad.En este aspecto, la iglesia ha oscilado entre los extremos opuestos del aislamiento y la asimilación. Así, por una parte, significativos sectores de ella han optado por aislarse del mundo, bajo la creencia de que participar de sus dinámicas implicaría participar de las cosas mundanas y pecaminosas que terminarían así contaminando a la iglesia. Pero, por otra parte, otros sectores de la iglesia ─en especial de la órbita liberal─ han reaccionado a esto promoviendo un activismo social en el que el cristianismo queda prácticamente reducido a los mismos activismos sociales promovidos por el mundo, desechando todas las prácticas religiosas de carácter eclesiástico que definen y distinguen a la iglesia, eliminando así los linderos y contrastes que la diferencian del mundo. En contra de ambos extremos hay que decir que, a pesar de que la Biblia sostiene que los creyentes no son del mundo, al mismo tiempo afirma que están en el mundo. Y lo están para distinguirse en él siendo la luz llamada a iluminar la oscuridad del mundo y la sal de la tierra, que impide que la corrupción prevalezca. Por eso el aislamiento absoluto, además de imposible, es contrario a la voluntad de Dios, pues: “Por carta ya les he dicho que no se relacionen con personas inmorales. Por supuesto, no me refería a la gente inmoral de este mundo, ni a los avaros, estafadores o idólatras. En tal caso, tendrían ustedes que salirse de este mundo.” (1 Corintios 5:9-10)
Pero Pablo no termina aquí su aclaración, sino que la amplía y especifica un poco más balanceándola de tal modo que, aceptando el hecho de que no podamos evitar que la iglesia esté en el mundo, lo que si podemos y debemos hacer es no permitir que el mundo esté en la iglesia.Teniendo, pues, claro que la iglesia no puede ni debe aislarse de manera absoluta del mundo y que, en consecuencia, el trato del creyente con el no creyente es inevitable e incluso necesario en un significativo número de casos para mantener el vínculo por el cual el no creyente pueda tener acceso al evangelio; hay que añadir que esto no significa laxitud, relajamiento o tolerancia de parte de la iglesia hacia la conducta cuestionable de los no creyentes, al punto de terminar comportándose como ellos. Con todo, la iglesia no está llamada a disciplinar a los no creyentes en la medida que ellos no se han sometido aún a los preceptos del evangelio. Los no creyentes no se rigen, entonces, por la moral cristiana y no se les puede exigir que se comporten conforme a ella hasta que decidan creer y suscribir voluntariamente esta moralidad. Pero en cuanto a los creyentes en la iglesia, estos sí pueden ser confrontados directamente con las exigencias éticas del evangelio y si las transgreden de manera manifiesta, deben ser amonestados y disciplinados de tal modo que, aunque no podamos sacar a la iglesia del mundo, si debemos esmerarnos en sacar al mundo de la iglesia: “Pero en esta carta quiero aclararles que no deben relacionarse con nadie que, llamándose hermano, sea inmoral o avaro, idólatra, calumniador, borracho o estafador. Con tal persona ni siquiera deben juntarse para comer” (1 Corintios 5:11).
Estas dos circunstancias combinadas nos conducen a la conclusión de que el hecho de que la iglesia deba permanecer en el mundo significa que debemos estar todos juntos, pero de ningún modo revueltos. Y es que, definir con precisión a los auténticos creyentes puede ser difícil con base en rasgos o características externas particulares, pues si establecemos una lista de verificación, siempre es posible que algunos la cumplan, imitando con habilidad las formas externas de los creyentes sin que en realidad sean convertidos. Asimismo, es posible que haya auténticos creyentes que no exhiben con claridad algunos aspectos de la lista en cuestión. Después de todo, aunque la iglesia no sea del mundo, desde la limitada perspectiva humana y debido al hecho de tener que estar en el mundo, puede a veces confundirse con el mundo. Es por eso que, paradójicamente, y sin perjuicio de la llamada “excomunión” ejercida correctamente como medida disciplinaria; la iglesia no está facultada para pronunciarse de un modo terminante sobre quiénes forman parte de ella y quiénes no. Pero en la perspectiva de Dios no hay confusión alguna, pues para Él podemos hallarnos juntos, pero de ningún modo nos encontramos revueltos. Por eso, y aunque no deje de ser despiadada y deba, por lo mismo, ser condenada; la frase de Armand Amalric, perseguidor de la herejía cátara cuando respondió así a sus soldados sobre cómo diferenciar a los inocentes de los culpables: “¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!”, no deja de ser verdad. No puede, pues, negarse que hay que ser, más que parecer; pero también es cierto que si se es, hay que también parecer, como lo da a entender el apóstol en el ya citado pasaje de 1 Corintios 5.
Establecido el contexto, podemos ya abordar de forma más particular el llamado “yugo desigual”. Y para empezar a establecer su inconveniencia debemos decir que el apoyo y la solidaridad de otros es más valioso y seguro cuando proviene del hecho de compartir los mismos valores y fe en Dios. Confucio decía que: “Es inútil aceptar consejo de quienes siguen un camino distinto”. Y dado que el camino emprendido por los creyentes sigue un itinerario sustancialmente distinto al de los no creyentes y se rige por criterios, valores, expectativas, aspiraciones y esperanzas muy diferentes y opuestos a los del mundo; la solidaridad y el apoyo mutuo que estamos llamados a brindarnos unos a otros está determinado en gran medida por el hecho de compartir todos estos aspectos fundamentales de la vida cristiana. Y aunque el consejo es un recurso recomendado en la Biblia con miras a la acertada toma de decisiones, no es, sin embargo, recomendable pedir o aceptar consejo de quienes recorren un camino manifiestamente distinto al nuestro, pues aunque no sea mal intencionado, este tipo de consejo es inútil en el mejor de los casos, cuando no perjudicial y engañoso, extraviando al aconsejado del camino correcto. El acuerdo básico alrededor de la visión cristiana del mundo es condición previa para considerar siquiera el solicitar consejo de otro y sin este telón de fondo es muy difícil que el consejo fructifique de la manera esperada. Y es aquí cuando el apóstol Pablo asume una postura categórica en cuanto a la incompatibilidad entre las visiones de vida de un creyente y un no creyente al afirmar, en relación con el yugo desigual: “… ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad… ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo?…” (2 Corintios 6:14-15). Y antes de él, Amos ya lo había declarado de manera más puntual, apelando al más básico y gráfico sentido común: “¿Pueden dos caminar juntos sin antes ponerse de acuerdo?” (Amos 3:3)
Y es por eso que, aunque pueda ser bien intencionado, el consejo de quienes recorren un camino distinto al nuestro es al final inútil y hasta peligroso.No por nada la ley judía contenía ilustrativas instrucciones sobre el cruce, la siembra, la yunta y las vestiduras, tales como Levítico 19:19: “… »No crucen animales de especies diferentes. »No planten en su campo dos clases distintas de semilla. »No usen ropa tejida con dos clases distintas de hilo”; y Deuteronomio 22:9-11: “… »No ares con una yunta compuesta de un buey y un burro. »No te vistas con ropa de lana mezclada con lino”. Todas estas instrucciones vigentes de manera literal para el pueblo de Israel, ─pero también obedecidas en buena medida por los paganos en muchos casos casi por simple sentido común─, transmiten a la iglesia de todos los tiempos gráficas lecciones de orden espiritual que tienen que ver con la reiterada advertencia sobre el peligro e inconveniencia de las mezclas, particularmente las de carácter doctrinal, incluyendo entre ellas cualquier tipo de acuerdo entre creyentes e incrédulos que pueda terminar comprometiendo al creyente en usos y prácticas contrarias a la ética bíblica. Y es de aquí de donde surge el “yugo desigual” cuando el apóstol Pablo hace una trasposición de lo dicho en Deuteronomio, aplicándolo de esta manera al aspecto espiritual de la vida de los creyentes: “No formen yunta con los incrédulos [o, en la Reina Valera “no os unáis en yugo desigual con los incrédulos]. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad? ¿Qué armonía tiene Cristo con el diablo? ¿Qué tiene en común un creyente con un incrédulo?” (2 Corintios 6:14-15)
Finalmente, con todo y tener que estar juntos con los no creyentes en el mundo, desde la óptica de Dios nunca nos encontramos revueltos con ellos en realidad, pues: “A pesar de todo, el fundamento de Dios es sólido y se mantiene firme, pues está sellado con esta inscripción: «El Señor conoce a los suyos»” (2 Timoteo 2:19). Y en la práctica esto se traduce en el hecho de que, desde la óptica humana, los creyentes siempre marcamos diferencias sutiles o evidentes en relación con el mundo que nos impiden y nos impedirán mezclarnos de forma indiscriminada con los no creyentes que forman parte de él, pues la presencia de Dios en nosotros obra transformaciones que cambian nuestra manera de pensar, de hablar y de obrar que Dios aprueba, propicia, conoce y aprecia bien, pero que deben ser también apreciables por quienes nos observan, como lo dice el apóstol: “Tenemos cuidado de ser honorables ante el Señor, pero también queremos que todos los demás vean que somos honorables” (2 Corintios 8:21 NTV). El yugo desigual es, pues, un acto de desobediencia por parte del creyente, en especial en relación con el matrimonio y como tal, reviste carácter pecaminoso. Pero no es un acto de inmoralidad y quien incurre en él no está per se traicionando su fe, sino asumiendo una apuesta muy arriesgada que muy probablemente le pasará en su momento dolorosas cuentas de cobro que Dios nos quiere evitar. No se puede, por tanto, estigmatizar en la iglesia a quien toma esta decisión haciendo caso omiso de las razones bíblicas para no hacerlo, ni mucho menos pretender disciplinarlo por esta causa más allá de no permitirle ejercer un ministerio formal en la iglesia tal vez, pero nada más. Con mayor razón, si estas asociaciones son de naturaleza diferente al matrimonio, la más íntima de las asociaciones en la que dos seres humanos (hombre y mujer, valga decirlo) pueden comprometerse desde la perspectiva del evangelio.
Es necesario aclarar si no creyente es un término que se aplica a todos los no cristianos. Pues en este país catolico estamos rodeados en mayoría por ellos, unos más y otros menos comprometidos con su fe. Es claro que no comparten nuestra fe en forma absoluta aunque si la base fundamental de su fe son Dios y su hijo Jesucristo. Lo que los aleja de nosotros son sus ritos e inclusión de normas hechas por los hombres. Es pues necesario no incurrir en yugo desigual con ellos?
Oportuno comentario. No puedo más que estar de acuerdo en que no podemos aplicar el concepto de “yugo desigual” sin más matices a quienes se inscriben en alguna de las otras dos grandes ramas de la cristiandad y estos casos en especial requieren una consideración particular