Estado agotador y de cuidado
Decía un columnista del diario La Nación que “La indignación es un ejercicio agotador”. Hacía referencia con ello a los movimientos de protesta social antisistema que se han venido dando en los últimos años en muchos distintos países y circunstancias, englobados todos de manera genérica bajo el nombre que adquirió uno de estos grupos, el de España reunido en la Puerta del Sol en Madrid, que decidió llamarse “Los Indignados”. Y es que la indignación es algo común a todos estos grupos. Desde los surgidos en los países del Viejo Continente que protestan por las políticas económicas de la Unión Europea que llevaron a la crisis a las economías de países como Grecia hasta España, pasando por Portugal, Italia e incluso a la misma Francia. O los movimientos englobados bajo el nombre de “La primavera árabe” que encendieron la mecha de la inconformidad social desde Túnez a Egipto, pasando por Libia, Siria y, últimamente, Turquía.
Y podríamos seguir señalando movimientos de indignados en lugares tan diferentes como Moscú y Nueva York con el grupo Occupy Wall Street, así como las manifestaciones a favor y en contra del controvertido ex presidente Donald Trump o las protestas alrededor del asesinato del afroamericano George Floyd a manos de la policía que dieron lugar al lema “Black Lives Matter”. En Latinoamérica Brasil, Chile y Colombia ya han mostrado también a sus indignados, hallándonos los colombianos justo en medio de uno estos encendidos brotes en que la indignación pasa de las legítimas marchas de protesta a vías de hecho como la violencia y los bloqueos que agravan de forma culpable las ya críticas situaciones que pretenden resolver. De hecho, en Colombia la periodista María Jimena Duzán recurrió a la palabra “emputados” término vulgar muy propio del argot popular nacional para dar cuenta de la indignación nacional en un libro al que calificó como “el libro de los indignados colombianos”.
Todo indica que la indignación está de moda. Lo cual nos lleva a preguntarnos qué papel jugamos los cristianos en este asunto. ¿Debemos unirnos a este movimiento global o marginarnos de él y censurarlo tal vez? El libro de Job recoge la indignación de los justos e inocentes con estas palabras: “Los justos ven esto, y se quedan asombrados; los inocentes se indignan contra el impío” (Job 17:8). Pero un análisis del contexto parece indicar que el patriarca se está refiriendo a la indignación de manera sarcástica. Es decir que la está denunciando como una pose de sus amigos que le echaban sal en la herida al insistir en que su dura prueba era un castigo a su pecado. Job era, pues, el “impío” al que ellos, justos e inocentes, miraban con asombro y con reprobatoria indignación.
La indignación como fachada
Y la verdad es que, aunque en el mundo en general ─y en Colombia en particular─ hay más que suficientes motivos de indignación, debemos revisarnos para que, en nuestro caso, no llegue a ser tan solo un recurso por el que, más que hacer algo al respecto, queramos posar de justos sin serlo tanto. Porque eventualmente, nos indignamos no sólo porque tengamos motivos válidos para hacerlo, sino también porque queremos acallar nuestra conciencia mostrando que somos más justos y solidarios que otros para así lidiar con las culpas que pesan en nuestra conciencia; como si pudiéramos justificarnos ante Dios al compararnos con los demás y salir mejor librados que ellos, en nuestra propia opinión, por supuesto. Los apóstoles se indignaron en su momento contra Juan y Jacobo, los hijos del trueno, por solicitar que Cristo les concediera un lugar de mando privilegiado a su derecha y a su izquierda en su reino (Mateo 20:24). Indignación que probablemente encubría su frustración por no habérseles ocurrido primero. Algo similar a lo que sucede con los que hablan contra la corrupción con la actitud de quien escupe el plato del cual no pudo comer.
Del mismo modo, en nombre del protocolo y la compostura, los dirigentes judíos se indignaron con los niños que aclamaban al Señor en su entrada a Jerusalén con toda la naturalidad y autenticidad del caso (Mateo 21:15), comportándose como los aguafiestas de todo pelambre que posan de piadosos frunciendo el ceño y arqueando las cejas ante las manifestaciones de alegre y espontánea espiritualidad que se salen de los formalismos tolerados y autorizados por la religiosidad institucional. La indignación también puede ser una fachada para posar de generosos cuando no lo somos realmente, como los discípulos ─Judas en particular, el administrador de los fondos para el ministerio público del Señor, de cuyos recursos robaba─ indignados por el presunto desperdicio llevado a cabo por la mujer que ungió al Señor con un perfume muy caro argumentando que podría haberse vendido para dar de comer a los pobres (Mateo 26:8), cuando en el fondo sabemos bien que aun sin el pretendido desperdicio que nos indigna, no hemos hecho nada a favor de los pobres y necesitados por quienes estamos supuestamente abogando.
De hecho, la indignación más mezquina de todas es la que en nombre de la religión y de nuestros deberes para con Dios hace la vista gorda a las necesidades de los demás: “Indignado porque Jesús había sanado en sábado, el jefe de la sinagoga intervino, dirigiéndose a la gente: ─Hay seis días en que se puede trabajar, así que vengan esos días para ser sanados, y no el sábado. ─¡Hipócritas! ─le contestó el Señor─. ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro en sábado, y lo saca del establo para llevarlo a tomar agua? Sin embargo, a esta mujer, que es hija de Abraham, y a quien Satanás tenía atada durante dieciocho largos años, ¿no se le debía quitar esta cadena en sábado?” (Lucas 13:14-16). La indignación que justifica el legalismo opresivo o el servicio a las normas y prescripciones más ridículas, completamente indiferente al dolor ajeno. La indignación religiosa que piensa que el hombre fue creado para el servicio de las normas y no las normas para el servicio del hombre. Indignación mezquina que entristece el corazón de Dios al ver hasta dónde puede llevarnos la religiosidad mal entendida que termina traicionando a Aquel a quien pretendía servir.
Por último, la indignación también puede encubrir los celos y la envidia, como sucedió con el hijo mayor de la parábola del hijo perdido, de quien se dice: “Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su padre salió a suplicarle que lo hiciera” (Lucas 15:28). Una envidia que no tolera ver la gracia de Dios dispensada de manera abundante y generosa a los que, presuntamente, no la merecen, como si la gracia fuera cuestión de méritos. Porque a veces, valga decirlo, puede ser más fácil ser solidario con los que sufren en medio de sus sufrimientos que alegrarse con los que se alegran a causa de las bendiciones que Dios les concede de manera generosa.
Indignación bien motivada
Por todo lo anterior, antes de “rasgarnos las vestiduras” indignados, debemos revisar bien los motivos de nuestra indignación. Esta imagen que hoy tiene tan sólo un sentido metafórico era practicada literalmente por lo judíos en el pasado, quienes recurrían de manera gráfica y aparatosa al gesto de rasgarse las vestiduras para expresar, entre otras cosas, una escandalizada indignación. Pero este gesto no era en muchos casos más que una mera pose y una calculada hipocresía, como cuando el sumo sacerdote Caifás reaccionó así en medio del montaje elaborado para crucificar al Señor: “-¡Ha blasfemado! -exclamó el sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras-. ¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Miren, ustedes mismos han oído la blasfemia! ¿Qué piensan de esto? -Merece la muerte -le contestaron” (Mateo 26:64). Por eso los profetas amonestaban al pueblo en estos términos solemnes: “«Ahora bien -afirma el Señor-, vuélvanse a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos.» Rásguense el corazón y no las vestiduras. Vuélvanse al Señor su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, cambia de parecer y no castiga. Tal vez Dios reconsidere y cambie de parecer, y deje tras de sí una bendición…” (Joel 2:11-14). Por lo anterior, la indignación de los creyentes debe comenzar por ser una diaria indignación al descubrir que no nos indignamos por aquellas cosas por las en verdad deberíamos hacerlo, sino indignarnos y enojarnos frecuentemente por aquello que no vale la pena, recurriendo a esta indignación de manera equivocada como un mecanismo de defensa para tratar con nuestros pecados y cargos de conciencia de forma impune, sin tener que arrepentirnos y corregir nuestra conducta. Y sea como fuere, nuestra indignación no puede desbordarse, sino manifestarse de forma dosificada y sensata, pues, finalmente, como lo advierte el Nuevo Testamento: “Porque el hombre enojado no hace lo que es justo ante Dios” (Santiago 1:20 DHH).
Indignarnos bien motivados y sin desbordamientos. Muy bueno el artículo Pastor Arturo. Un abrazo. Gracias