Contender con Dios no es algo ajeno al creyente y no lo descalifica como tal. La oración también es lucha, como lo ilustra Jacob en el enigmático episodio de Penuel en el que luchó toda la noche con un varón que se identifica luego como Dios en la figura del Ángel del Señor, un ejercicio propio de quien ora de manera agónica e intensa en medio del desconcierto, la desorientación y el dolor de la aflicción sin causa y sin propósito evidente. Dios mismo interpela a Job en respuesta a su insistente apelación a Él en su libro, diciéndole: “«¿Corregirá al Todopoderoso quien contra él contiende? ¡Que responda a Dios quien se atreve a acusarlo!»… »¿Vas acaso a invalidar mi justicia? ¿Me condenarás para justificarte?” (Job 40:2, 8), implicando a Job en este señalamiento. Ahora bien, en medio de la contienda en que la oración puede convertirse y la honestidad por ella requerida, podemos caer inadvertidamente en el intento de corregir a Dios e incluso de acusarlo de ser injusto debido a nuestra incapacidad para entender Sus caminos y pensamientos más altos que los nuestros. Y si bien en muchos casos esto no pasa de ser un desahogo para dejar salir nuestra frustración en el calor del momento y no algo que estemos dispuestos a sostener posteriormente con cabeza fría, no deja de ser una salida en falso, pues pretender seriamente corregir a Dios o acusarlo de injusticia no es más que un desvarío señalado así por el profeta: “¡Ay del que contiende con su Hacedor!… ¿Acaso el barro reclama al alfarero: «¡Fíjate en lo que haces! ¡Tu vasija no tiene agarraderas!»?” (Isaías 45:9)
¿Corregirá al Todopoderoso?
"Una de las más extremas, desesperadas e insensatas racionalizaciones que emprendemos es la de pretender corregir a Dios y cuestionar Su justicia”
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