Refiriéndose a la exhortación previa que Pablo le venía dirigiendo a su discípulo, el joven pastor Timoteo, para que nadie menospreciara su juventud, sino que, por el contrario, su juventud fuera un valor agregado al buen ejemplo en la manera de hablar, y en el amor y la pureza que su conducta debía manifestar, sin pasar por alto la lectura regular de las Escrituras y la disposición a animar y enseñar a sus hermanos en la iglesia, concluye diciendo: “Sé diligente en estos asuntos; entrégate de lleno a ellos, de modo que todos puedan ver que estás progresando. Ten cuidado de tu conducta y de tu enseñanza. Persevera en todo ello, porque así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen” (1 Timoteo 4:15-16). Del mismo modo, todos los creyentes debemos ser diligentes en estos asuntos y entregarnos a ellos de tal manera que los demás puedan ver nuestros progresos al respecto. Y es que en el cristianismo más que en ningún otro campo o actividad humana, la conducta y la enseñanza deben ir siempre de la mano, como en tándem, la una detrás de la otra de manera consecuente. Porque ser consecuente es lograr que nuestra conducta se derive de manera natural de nuestras creencias de modo que guarde una correspondencia lógica con ellas, pues el poder de convicción del evangelio radica no sólo en lo que podemos escuchar de él por parte de quienes lo profesan y divulgan con corrección y mayor o menor elocuencia, ceñidos a las Escrituras; sino también en lo que podemos ver en sus propias vidas como una ilustración gráfica de lo que creen, pues en este aspecto también una imagen vale más que mil palabras
Consecuentes y convincentes
“Cuando logremos vivir de acuerdo con lo que creemos no solo seremos consecuentes, sino que también seremos convincentes”
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