Los atrios eran la parte más exterior, tanto del santuario transportable del desierto, como del templo fijo de Jerusalén, que se hallaba al aire libre, franqueada por un muro o estructura de separación con su respectiva entrada o pórtico para delimitarlo e impedir el ingreso irrestricto de cualquier persona a él y que antecedía al acceso a la construcción propiamente del templo o del santuario mucho más resguardada, constituida a su vez por dos cámaras crecientemente excluyentes en cuanto al acceso a ellas y a la presencia de Dios en ellas: el más externo lugar santo y el más interior y restringido lugar santísimo. En el atrio se encontraban la fuente o “mar” de bronce, un gran y pulido recipiente de este metal lleno de agua en el que se llevaban a cabo los minuciosos lavamientos de purificación ritual de los sacerdotes antes de oficiar como tales en el santuario; acompañado del altar mayor de los sacrificios, también de bronce, en el que los sacerdotes llevaban a cabo el elaborado y detallado ritual de sacrificios ordenado en la ley para expiar y perdonar temporalmente los pecados del pueblo. Como tales, los atrios eran parte integral de ambas estructuras: templo y santuario del desierto y poder estar en ellos era, entonces, como estar en la presencia del Dios santo de una manera estrecha y cercana, lo cual explica el anhelo de los levitas: “Anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos. Con el corazón, con todo el cuerpo, canto alegre al Dios vivo” (Salmo 84:2), pues: “Vale más pasar un día en tus atrios que mil fuera de ellos…” (Salmo 84:10)
Anhelo los atrios del Señor
"Los atrios del templo de Dios en Israel evocan la disposición y el deseo del creyente de permanecer siempre en la presencia y a la vista de Dios"






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