En su resurrección y ascensión para vivir para siempre a la diestra del Padre, Cristo se convirtió en alguien contemporáneo de todos los hombres. Es decir que si lo invocamos y clamamos a Él con la actitud correcta, todo ser humano perteneciente a cualquiera de las muchas generaciones humanas a lo largo de toda la era cristiana puede llegar a conocerlo de manera personal si así lo desea, pues luego de resucitar Él “… subió al cielo y tomó su lugar a la derecha de Dios…” (1 Pedro 3:22) y como tal puede ser invocado por todos los hombres sin excepción, de tal modo que la prueba reina que confirma la resurrección no es ni la tumba vacía, ni el coherente y consistente relato de los cuatro evangelios, ni el testimonio valiente y veraz de los apóstoles y de todos los mártires del cristianismo del primer siglo de nuestra era. Más allá de todo esto hay una prueba de la resurrección que supera a todas las anteriores y sirve de puntillazo final y de broche de oro a todo lo anterior. Es el acceso que hoy disfrutamos para acudir a Cristo sin talanqueras, esperas ni antesalas, pues en virtud de su resurrección Él se encuentra a la distancia de una oración. La oración sincera de quien apela a Él con un corazón contrito y humillado y un espíritu quebrantado, con la seguridad de que: “… al que a mí viene, no lo rechazo” (Juan 6:37) y de que Él: “… no desprecia al corazón quebrantado y arrepentido” (Salmo 51:17), sino que lo acoge y se manifiesta a quien acude a Él de este modo, conforme a su promesa: “… al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me manifestaré a él»” (Juan 14:21)
A la derecha de Dios
“Cristo no es un personaje del pasado pues Él vive hoy resucitado a la diestra del Padre y por eso podemos conocerlo en persona”
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