No hay nada que el ser humano pueda dar a Dios que Él no posea ya y desde siempre por derecho propio, como se lo recuerda el propio Dios a Job en su momento: “¿Y quién tiene alguna cuenta que cobrarme? ¡Mío es todo cuanto hay bajo los cielos!” (Job 41:11). La doctrina bíblica de la mayordomía establece que en último término y en estricto rigor, la propiedad privada no es más que un sofisma, pues los seres humanos no somos dueños de nada en este mundo, ni siquiera de nuestro propio ser. Sin embargo, para poder desempeñar esa mayordomía administrando lo recibido de la manera más fiel posible, Dios nos ha entregado bienes en posesión, comenzando por nuestra propia vida y las capacidades y talentos mediante cuyo ejercicio y esforzado desarrollo también podemos llegar a adquirir bienes materiales, a veces en abundancia y de sobra en medio de la compleja e intrincada cultura humana. En este orden de ideas, dar voluntariamente a otros de manera generosa o apoyar del mismo modo la obra de Dios en la iglesia es una acción ciertamente loable y es algo que, en principio, Dios aprueba, pero sin que lleguemos a alardear de hacerlo o a presumir que hay un especial mérito en ello ꟷcaso en el cual esta actitud farisaica y ostentosa conlleva la desaprobación y condena divinas sobre estas accionesꟷ, sino con la humildad propia del rey David cuando se dirigía a Dios diciéndole: “… ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer voluntariamente cosas semejantes? Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14)
¿Quién tiene alguna cuenta que cobrarme?
"Dar algo nuestro a Dios voluntaria y humildemente es loable, pero sin olvidar que cuando lo hacemos así solo estamos devolviéndole lo que es suyo”
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