La culpa es algo estrictamente personal que concierne a nuestras responsabilidades como individuos en la medida en que en último término todos debemos dar cuentas a Dios y a nuestras conciencias de nuestros actos en nuestro fuero más íntimo, uno por uno y no de manera colectiva. Porque es un hecho que, debido a que no podremos vivir nunca en un absoluto aislamiento y soledad en este mundo, sino siempre vinculados con el entorno en el que nos desenvolvemos y relacionados con las personas que nos rodean en el contexto de las siempre necesarias e inevitables sociedades humanas; nuestras faltas pueden terminar afectando de modos sutiles e insospechados a los demás para bien o para mal. Sin perjuicio de lo anterior y a pesar de que la culpa por nuestros pecados y sus eventuales consecuencias y perjuicios sobre otros no pueden separarse tan fácilmente en la realidad, debemos de todos modos hacer el esfuerzo para distinguirlos, pues de no hacerlo y confundir las consecuencias de nuestros pecados con la culpa en sí misma, podemos terminar cargando culpas ajenas que no nos corresponden y que conciernen más bien a aquellos que se han visto afectados por nuestros pecados, pero en cuyas reacciones a ellos deben asumir también las culpas de sus propias decisiones para no terminar así convirtiéndonos en chivos expiatorios de culpas ajenas. Esta es la razón por la cual Job respondió así a los inconvenientes e improcedentes señalamientos que sus amigos le hacían: “Aun si fuera verdad que me he desviado, mis errores son asunto mío” (Job 19:4)
Mis errores son asunto mío
"Si bien los efectos y consecuencias de nuestros pecados pueden afectar a otros, las responsabilidades y las culpas son personales e individuales”
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