Decía Vicente Garmar que: “La gran prueba de las almas hermosas es el estar escondidas debajo del barro humano”. Una imagen que la Biblia desarrolla ampliamente al revelarnos que Dios formó al hombre del polvo de la tierra: “Y Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Génesis 2:7), algo que Job dio por sentado en medio de su prueba al dirigirse a Dios con estas palabras: “»Tú me hiciste con tus propias manos; tú me diste forma. ¿Vas ahora a cambiar de parecer y a ponerle fin a mi vida? Recuerda que tú me modelaste, como al barro; ¿vas ahora a devolverme al polvo?” (Job 10:8-9). En consecuencia, Dios es, en este orden de ideas, el gran Alfarero de la humanidad, pues: “… Ustedes, pueblo de Israel, son en mis manos como el barro en las manos del alfarero” (Jeremías 18:6); “A pesar de todo, Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro, y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano” (Isaías 64:8). Alfarero que, en su misericordia, se ha tomado el trabajo de restaurar y modelar de nuevo en este género humano deformado por el pecado, Su imagen y semejanza que plasmó en el ser humano cuando lo creó del polvo de la tierra. Pero en este proceso se distinguen dos clases diferentes de vasijas, como nos lo recuerda el apóstol: “¿No tiene derecho el alfarero de hacer del mismo barro unas vasijas para usos especiales y otras para fines ordinarios? ¿Y qué si Dios, queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia a los que eran objeto de su castigo y estaban destinados a la destrucción? ¿Qué si lo hizo para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia, y a quienes de antemano preparó para esa gloria? Ésos somos nosotros…” (Romanos 9:21-24).
Lo que distingue a las unas de las otras, desde una perspectiva humana, es la entrega y el sometimiento voluntario, humilde, obediente y confiado de las primeras en las manos del Alfarero, como el salmista: “Con tus manos me creaste, me diste forma. Dame entendimiento para aprender tus mandamientos” (Salmo 119:73), en contraste con la resistencia de las últimas a las que el profeta advierte: “¡Ay del que contiende con su Hacedor! ¡Ay del que no es más que un tiesto entre los tiestos de la tierra! ¿Acaso el barro le reclama al alfarero: «¡Fíjate en lo que haces! ¡Tu vasija no tiene agarraderas!»?” (Isaías 45:9); advertencia reiterada por Pablo: “Respondo: ¿Quién eres tú para pedirle cuentas a Dios? «¿Acaso le dirá la olla de barro al que la modeló: ‘¿Por qué me hiciste así?’»” (Romanos 9:20). Justamente Pablo amplía la idea distinguiendo, una vez más, ambas clases de vasijas al declarar: “En una casa grande no solo hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro, unos para los usos más nobles y otros para los usos más bajos. Si alguien se mantiene limpio, llegará a ser un vaso noble, santificado, útil para el Señor y preparado para toda obra buena” (2 Timoteo 2:20-21). Vasos preparados para toda buena obra que, además, estén siempre dispuestos a reconocerle a Dios el mérito de lo que son, atribuyéndole sólo a Él todo el crédito y la gloria que le corresponden: “Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4:7). De nosotros depende, entonces, en buena medida la facilidad o dificultad con la que Dios nos da forma, puliendo las asperezas que encuentra día a día en nuestras vidas, sin pretender igualarnos con el Alfarero ni decirle cómo hacer Su trabajo: “¡Qué manera de falsear las cosas! ¿Acaso el alfarero es igual al barro?… ¿Puede la vasija decir del alfarero: «Él no entiende nada»?” (Isaías 29:16).
En caso de resistencia extrema, la alternativa es el endurecimiento, como aquel por el que el faraón optó: “A pesar de esto, y tal como lo había advertido el Señor, el faraón endureció su corazón y no les hizo caso” (Éxodo 7:13); al igual que muchos de los oyentes del evangelio: “Pero cuando algunos se endurecieron y se volvieron desobedientes, hablando mal del Camino ante la multitud, Pablo se apartó de ellos llevándose a los discípulos, y discutía diariamente en la escuela de Tirano” (Hechos 19:9 NBLA); y a quienes al autor sagrado advierte y anima al mismo tiempo con estas palabras: “no endurezcan el corazón como sucedió en la rebelión, en aquel día de prueba en el desierto… Más bien, mientras dure ese «hoy», anímense unos a otros cada día, para que ninguno de ustedes se endurezca por el engaño del pecado… Por eso, Dios volvió a fijar un día, que es «hoy», cuando mucho después declaró por medio de David lo que ya se ha mencionado: «Si ustedes oyen hoy su voz, no endurezcan el corazón»” (Hebreos 3:8, 13; 4:7), invitación que, de no ser escuchada, trae indeseables consecuencias: “Dichoso el hombre que honra al Señor, pero el que endurece su corazón caerá en desgracia” (Proverbios 28:14 NBV); “El hombre que después de mucha reprensión endurece la cerviz, de repente será quebrantado sin remedio” (Proverbios 29:1 LBLA); como lo ilustró gráfica y dramáticamente el profeta: “Así dice el Señor: «Ve a un alfarero, y cómprale un cántaro de barro. Pide luego que te acompañen algunos de los ancianos del pueblo y de los ancianos de los sacerdotes… »Rompe después el cántaro en mil pedazos, a la vista de los hombres que te acompañaron, y adviérteles que así dice el Señor Todopoderoso: “Voy a hacer pedazos esta nación y esta ciudad, como quien hace pedazos un cántaro de alfarero, que ya no se puede reparar; y a falta de otro lugar, enterrarán a sus muertos en Tofet” (Jeremías 19:1, 10-11), llegando a su punto culminante e irreversible al final de los tiempos con el regreso de Cristo para establecer Su reino definitivo en la Tierra y tratar así con todos los rebeldes: “─así como yo la he recibido de mi Padre─ y ‘él las gobernará con puño de hierro; las hará pedazos como a vasijas de barro’” (Apocalipsis 2:27)
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