Con el tiempo, los sermones en la iglesia pueden tornarse previsibles y poco novedosos. No obstante, por previsibles que puedan llegar a ser, tienen de todos modos el mérito de recordarnos de manera tal vez novedosa las cosas viejas que desde tiempo atrás sabemos bien. Al fin y al cabo, el Señor Jesucristo avaló esta repetición al decir: “–Todo maestro de la ley que ha sido instruido acerca del reino de los cielos es como el dueño de una casa, que de lo que tiene guardado saca tesoros nuevos y viejos” (Mateo 13:52). Porque lo viejo no deja de ser nunca necesario, no sólo por el valor que posee en sí mismo, sino también porque conserva siempre de manera latente todo el potencial de lo novedoso que emerge con fuerza cuando nuestra memoria se ve refrescada con un incisivo recordatorio de parte de Dios que necesitábamos escuchar en el momento preciso. Por eso Moisés repitió solemnemente a la nueva generación de Israel que había crecido en el desierto los diez mandamientos del decálogo, 40 años después de haber salido de Egipto, cuando estaban ya a las puertas de la tierra prometida: “Moisés convocó a todo Israel y dijo: «Escuchen, israelitas, los preceptos y las normas que yo les comunico hoy. Apréndanselos y procuren ponerlos en práctica. El Señor nuestro Dios hizo un pacto con nosotros en el monte Horeb…” (Deuteronomio 5:1-22), como lo recoge Ludwig Wittgenstein, filósofo cuyo interés fue, justamente, el lenguaje, cuando declaró en juego de palabras: “Debes decir algo nuevo y sin embargo dices lo viejo. ¡Debes decir, desde luego, solo algo viejo; y con todo algo nuevo”
Tesoros nuevos y viejos
“La repetición de los diez mandamientos al término del peregrinaje por el desierto obedece a la necesidad de que nos recuerden lo que ya sabemos”
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