La ira de Dios es una realidad que atraviesa toda la Biblia, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, aunque en la era de la iglesia esté mucho más matizada por su amor y misericordia que en el Antiguo Testamento, pero que volveremos a ver manifestándose de nuevo con severa precisión en los últimos tiempos para con toda la humanidad obstinadamente rebelde. Porque la ira de Dios no es irreflexiva, explosiva, arbitraria ni indiscriminada, sino la expresión exacta de la justicia en todos los casos cuando su abundante paciencia y misericordia largamente manifestada hacia los hombres se agota. Pero incluso en estos casos nunca pagan justos por pecadores, como lo afirma a veces de manera equivocada el refranero popular. Esto lo vemos en medio del ofensivo e imperdonable episodio del becerro de oro en Israel en el que la generalidad del pueblo abandonó su lealtad a Dios para ponerla en un ídolo hecho por manos humanas. Fue en esta coyuntura en que Dios se dirigió a Moisés en respuesta a su oración intercesora pidiéndole que los perdonara o que, en su defecto, lo castigara también a él con ellos, a lo cual: “El Señor le respondió a Moisés: ꟷSolo borraré de mi libro a quien haya pecado contra mí. Tú ve y lleva al pueblo al lugar del que te hablé. Delante de ti irá mi ángel. Llegará el día en que deba castigarlos por su pecado, y entonces los castigaré. Fue así como, por causa del becerro que había hecho Aarón, el Señor lanzó una plaga sobre el pueblo” (Éxodo 32:33-35), indicando una vez más que incluso en los juicios masivos, Él no castiga a los inocentes con los culpables
Solo a quien haya pecado
"A pesar de que la ira de Dios sobre el pueblo estaba del todo justificada en el episodio del becerro de oro, Él no la ejerce de forma indiscriminada”
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