Los estudiosos afirman que la fe del pueblo de Israel escogido por Dios en cabeza del anteriormente pagano Abraham y su descendencia no era en principio una fe monoteísta, sino henoteísta, es decir que, creyendo en la existencia de muchos dioses, habían elegido a uno solo de ellos ꟷprevia en este caso la elección que Él ya había, a su vez, hecho de ellosꟷ, para brindarle su adoración y lealtad en la convicción de que era el mejor de todos, en lo que algunos designan también como monolatría. En este orden de ideas, Israel no era formalmente muy diferente a los otros pueblos paganos e idólatras de la antigüedad que le brindaban su lealtad a un ídolo o dios falso diferente al Señor (Yahvé), el único Dios vivo y verdadero. Esta creencia llevaba también a pensar que los dioses tenían territorios o jurisdicciones en que su poder era más eficiente, como en la mitología grecorromana en la que Poseidón era el dios del mar, Hades el del inframundo, etc. que en el paganismo de Canaán se traducía en la creencia de que había dioses más eficientes en las montañas, mientras que otros lo serían en los valles y de acuerdo con estas “especialidades” las naciones les brindarían sus calculadas lealtades. Pero el Señor lo desmintió afirmando su dominio sobre todas las naciones: “Dios ha dicho en su santuario: «Triunfante repartiré a Siquén y dividiré el valle de Sucot. Mío es Galaad, mío es Manasés; Efraín es mi yelmo y Judá, mi cetro de mando. Moab es el recipiente en que me lavo las manos, sobre Edom arrojo mi sandalia; sobre Filistea lanzo gritos de triunfo»” (Salmo 60:6-8)
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