Gino Iafrancesco Villegas decía, refiriéndose a los ateos de ayer y de hoy que: “al desconocer a Dios…, el silencio divino… abre el abismo en el que se despeña la existencia humana… Si el Logos calla, el abismo carcome”, relacionando y estableciendo así una conexión de causa entre el silencio de Dios y la realidad revelada en la Biblia con el término “abismo”, utilizada en ella para evocar indistintamente y al mismo tiempo un lugar de juicio y de castigo y un estado de vértigo estremecedor en el que prevalece el sin sentido, el absurdo, la agonía y un dolor sordo permanente debido, precisamente, al insoportable silencio de Dios. Ahora bien, la voz de Dios no es una voz físicamente audible que se escucha como si Él nos susurrara las cosas al oído de manera personal. Dios habla, por una parte y de manera paradójica: “Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz perceptible…” a pesar de lo cual “… por toda la tierra resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo” (Salmo 19:3-4), a través de las maravillas visibles de la creación que dan testimonio de Su realidad y de Su gloria. Y en segundo lugar, habla a través de la Biblia, Su Palabra revelada a los hombres, en la que incluso Sus reprensiones y amonestaciones disciplinarias, por dolorosas que puedan ser, serán siempre preferibles a Su silencio, pues manifiestan Su presencia y Su interés por nosotros. Por eso David clamaba así a Dios pidiéndole que no guardara silencio: “A ti clamo, Señor, Roca mía; no te desentiendas de mí, porque si guardas silencio, seré como los que bajan a la fosa” (Salmo 28:1)
Seré como los que bajan a la fosa
"El silencio de Dios puede llegar a ser más significativo y más temible todavía que sus reprensiones y amonestaciones, volviéndose insoportable”
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