Parecidos pero diferentes
Una de las grandes tendencias intelectuales y sociales en Occidente durante el siglo XX que llegó para imponerse fue ‒y sigue siéndolo‒ la progresiva y creciente secularización de la sociedad. Tanto así que ni siquiera la teología pudo sustraerse a esta tendencia pues en ella también se observaron en su momento pasos en esta dirección, en lo que llegó a conocerse como la “teología de la secularización”, un término a la postre demasiado vago pues terminó tratando de abarcar muchas posiciones dentro de un amplio espectro al grado de resistirse a ser definido con precisión, no obstante lo cual merece de todos modos nuestra atención crítica. Comencemos por decir, entonces, que aunque en una de sus formas más desarrolladas y benéficas, se entiende por secularización el proceso histórico por el cual las sociedades se liberan del control de la iglesia y de sus sistemas metafísicos cerrados, uno de cuyos positivos resultados es la separación entre iglesia y estado y la consecuente eliminación de “estados confesionales”; últimamente se ha equiparado la teología de la secularización a lo que podríamos designar como un “desertar secularista de Dios”, es decir, una comprensión del mundo en la que Dios ya no tiene cabida para ningún efecto práctico. Debido a que se ha querido mostrar al teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer y su reconocido activismo como el paradigma o el modelo más elocuente -y al mismo tiempo malinterpretado- en pro de esta propuesta, hemos de considerar primero que todo a este personaje para pasar después a evaluar los beneficios y los peligros de este movimiento teológico.
Dietrich Bonhoeffer fue probablemente el teólogo alemán más importante de la generación que siguió a la de Karl Barth (el más grande teólogo cristiano del siglo XX). Se le recuerda especialmente por haberse opuesto de manera frontal al régimen nazi convirtiéndose finalmente en mártir de esta causa. De hecho, la lucha política le robó mucho del tiempo que hubiera dedicado a la reflexión teológica. A diferencia de otros de los teólogos protestantes más eminentes del siglo XX como Barth, Brunner y Tillich, quienes a pesar de oponerse igualmente a Hitler prefirieron refugiarse en los Estados Unidos para librarse de la persecución fomentada contra ellos por el régimen; Bonhoeffer permaneció en Alemania hasta su muerte -ejecutado por la Gestapo en un campo de concentración por participar en una conspiración contra Hitler- ejerciendo al lado del también teólogo y pastor Martin Niemoller la dirigencia de la “Iglesia Confesante” que estaba formada por el reducto minoritario pero representativo de las iglesias alemanas que no se había plegado al régimen nazi y se oponía, a su vez, al mayoritario grupo de los llamados “cristianos alemanes” favorable al régimen. La iglesia confesante los combatía desde adentro, a la par que recibía el apoyo intelectual y político de los teólogos en el exilio que también se identificaban con esta causa.
Desde el punto de vista teológico Bonhoeffer fue alguien reflexivo, pero al mismo tiempo profundamente interesado en la práctica de la vida cristiana. Como resultado de este interés y su reflexión teológica alrededor de él, acuñó sin proponérselo expresamente afortunadas sentencias que por su sencillez y profundidad han calado y arraigado en el ámbito de la teología contemporánea, así hayan tendido a ser interpretadas de manera equivocada y apartada del sentido original que su autor quiso darles. Estas incomprensiones y distorsiones de su pensamiento se deben en buena medida al hecho de que, al morir a edad tan temprana (39 años), no pudo exponer de manera sistemática sus ideas, y por eso sus argumentos un tanto tormentosos y los destellos de su discernimiento se han prestado para crear una gran variedad de interpretaciones. Vamos, entonces, con sus sentencias más conocidas.
En su obra El costo del discipulado (publicada en español como El precio de la gracia: el seguimiento) Bonhoeffer acuñó su famosa expresión “gracia barata” con la cual denunciaba el modo en que el principio de Lutero de la sola gratia, que para el Reformador era la respuesta a una lucha interior intensa, se había vuelto solo una doctrina que nos sirve precisamente para evitar esa lucha. Afirmó que la gracia barata se refiere a la gracia cuando se vuelve simplemente doctrina, principio, sistema, “la predicación acerca del perdón sin requerir el arrepentimiento; el bautismo sin el discipulado de la iglesia; la comunión sin la confesión”, un marco en el cual todo esfuerzo para comprometerse con una vida genuina de discipulado es calificado como “legalismo” o “entusiasmo” fanático. En este mismo libro esbozó lo que plasmó de manera mucho más amplia y precisa en otro de sus libros: La comunión de los santos, al subrayar el carácter comunitario de la fe cristiana y la condición de la iglesia como cuerpo de Cristo, afirmando que “la iglesia es Cristo existiendo como comunidad”.
Pero tal vez el mayor y más polémico impacto que Bonhoeffer hizo en la teología contemporánea es su énfasis en el valor positivo de un cristianismo “del mundo”. Es decir, un cristianismo participativo y deliberante no sólo en el ámbito de la religión y el culto sino en todos los aspectos del mundo. Su conocida expresión “cristianismo sin religión” está asociada con esta iniciativa sustentada en la convicción de que “En Cristo se nos ofrece la posibilidad de participar en la realidad de Dios y en la realidad del mundo, pero no en la una sin la otra”. En sus Cartas y papeles desde la prisión se refería a “un mundo llegado a la mayoría de edad”, donde ya no se podría dar por sentado que los seres humanos son religiosos por naturaleza brindando así a la iglesia casi por derecho un espacio propio y legítimo para proclamar el evangelio.
Para Bonhoeffer las condiciones del mundo han cambiado al punto que ya no podría seguirse sosteniendo ese “a priori religioso” en el que se ha apoyado tradicionalmente la predicación cristiana, haciendo entonces necesario un “cristianismo sin religión”. La sugerente originalidad de esta sentencia unida al hecho de que Bonhoeffer no pudo precisar clara y sistemáticamente a que se refería con esta expresión ha hecho que alrededor de ella se genere controversia, prestándose a disímiles interpretaciones. Sin embargo, quien lee atenta y desprejuiciadamente su obra de por sí fragmentaria, ve en esta expresión la influencia de Barth con su ya característica y subrayada distinción y contraste entre el cristianismo y la religión, a los que veía como opuestos entre sí.
Porque cuando Bonhoeffer hablaba de un “cristianismo sin religión” no abogaba por la supresión de los aspectos formalmente religiosos o eclesiásticos que siempre han acompañado de manera necesaria al cristianismo, sino que quería más bien dar a entender la posibilidad de un cristianismo “secularizado” que ya no pensaría ni actuaría solo en términos de lo “religioso” o de la esfera de la “fe” como algo apartado y sin relación con todos los demás aspectos de la vida humana. La religión que él rechazó fue entonces la actitud de presentar a Dios como la añadidura que completa la vida de una persona y que encuentra su legítimo lugar sólo en los límites de la necesidad humana. Por el contrario, ser cristiano significa participar en la vida del mundo, para servir a Dios en el mundo, y no exclusivamente en algún santuario religioso y estéril o en el aislamiento y protección brindado por un grupo cristiano. La vida cristiana es para ser vivida en el mundo.
Esto no significa que ser un creyente “del mundo” sea una licencia para un estilo de vida inmoral, laxo e indulgente. Bonhoeffer promueve más bien lo que podría ser llamado una “mundanalidad santa”. Es solo “viviendo en el mundo” que el creyente se fortalece para encarar los desafíos de la vida, pues Cristo no sólo transforma a los individuos en hombres buenos, sino también en hombres fuertes. Cristo es el Señor del mundo y por lo tanto la actividad de Dios se manifiesta también en cada aspecto de la cotidianidad de modo que la vida cristiana en el mundo tiene que ser participación en el encuentro de Cristo con el mundo, teniendo presente, sin embargo, que la relación polémica entre la realidad eterna y el mundo presente impide que el cristiano se instale cómodamente en cualquiera de los extremos del espectro, ya sea el rechazo total del mundo, por un lado, o la aceptación completa del mundo presente, por el otro.
Por último en esta apretada selección de sus frases más célebres, Bonhoeffer acuñó la ya clásica expresión “el hombre llegado a su mayoría de edad” para referirse al nivel de desarrollo alcanzado por el hombre moderno que le permite superar esa excesiva, distorsionada y en buen grado patológica dependencia de Dios que fue tan típica y generalizada durante la Edad Media. Esta superación debe llevar al cristiano a oponerse a ese recurso perezoso, fácil, mágico e irracional que requiere la ayuda de un Dios paternalista en todo. El Dios tapa-agujeros y remedia-todo que, hasta cierto punto, caracterizó al viejo y obsoleto mundo supersticiosamente sacralizado. Por el contrario, entrados en madurez, Dios desea que resolvamos nuestros problemas por nosotros mismos, sin que por eso dejemos de ser conscientes de su presencia, a la manera de un padre que vigila las labores de sus hijos maduros, una vez han aprendido de él la forma correcta y responsable de llevarlas a cabo.
Esta actitud nos permite combatir la falsa expectativa de esperar que Dios supla nuestros esfuerzos, pretensión que es más característica de la magia que de una fe saludable. En efecto, la religiosidad mal entendida deprime al hombre manteniéndolo dentro de un mundo sacralizado con respuestas dogmáticas y paralizantes a problemáticas que podrían y deberían ser resueltas por el creyente mediante las facultades y recursos provistos por Dios para ello, generando en los cristianos actitudes inmaduras y reacciones pseudo-religiosas que confunden la religión con la magia. La diversidad de interpretaciones y malentendidos a los que algunas de estas frases han dado lugar han conducido a escuelas teológicas divergentes a ver a Bonhoeffer como su común precursor y mentor. Más allá de la mayor o menor corrección con que estas escuelas lo hayan interpretado, nos concentraremos enseguida en la manera en que las ideas de Bonhoeffer fueron interpretadas y desarrolladas por el movimiento conocido como “teología de la secularización” influido también por las ideas de algunos otros de los eminentes teólogos que hemos mencionado, como por ejemplo Paul Tillich, popularizado de manera algo descontextualizada por el obispo John Robinson con su bestseller Sincero Para Con Dios,reforzado a su vez por Harvey Cox con su Ciudad Secular. De cualquier modo, es comprensible que un enfoque como el de Bonhoeffer terminará por inclinarlo fuertemente hacia el ecumenismo, así él mismo no dejara de guardar reservas hacia él.
Si bien Bonhoeffer pudo haber sentado de algún modo las bases para el desarrollo de ella, lo que se conoce propiamente como “teología de la secularización” surge en la década de los 60 que fue, como sabemos, un periodo de fermento y cambio rápido en la historia del mundo, incluyendo a la teología del siglo XX. En esta década un grupo de teólogos radicales ‒entre los cuales se destacan los ya mencionados John Robinson y Harvie Cox‒ reaccionó al énfasis sobre la trascendencia como atributo de Dios que caracterizó la teología de Barth, Bultmann y Tillich, por el cual presentaban a Dios como alguien tan elevado que se tornaba casi inalcanzable y distante de la experiencia humana cotidiana y terrenal, lanzándose entonces a una nueva búsqueda de Su inmanencia, el atributo divino opuesto y complementario a la trascendencia que afirma que Él está en todo lo que existe, o mejor, que todo lo que existe, existe en Dios, encontrando la presencia dinámica del Dios eterno dentro de la realidad histórica y temporal de la vida moderna.
Estos teólogos interpretaron ese abismo o distancia insuperable que existe entre la fe auténticamente cristiana y las más altas, pero siempre insuficientes y precarias alturas de la religión humana ‒abismo que Barth había señalado con renovada insistencia‒ como si este planteamiento implicara que Dios había sido removido del campo de la vida diaria. Por lo tanto, el punto central de su enfoque es una rebelión en contra de la exageración de Barth en la trascendencia de Dios que ellos veían artificialmente sobrevalororada mediante la depreciación de los logros del hombre natural en el mundo. El elemento común a todos ellos fue, entonces, su método de mayor concentración del hombre en el mismo mundo en el que se encuentra y desenvuelve. Estos teólogos radicales tomaron los temas de Bonhoeffer y los desarrollaron en direcciones que Bonhoeffer no hubiera aprobado. Ahora bien, el término “secular” se refiere ‒por oposición y contraste‒ a lo que no es “eclesiástico” o “clerical”, es decir, lo que designamos también como “seglar” o “laico”. De aquí surge la distinción original entre la persona que ha sido ordenada en el ministerio cristiano para trabajar de tiempo completo en la iglesia a la que, por lo mismo, solemos designar como “clérigo”; y la persona cristiana cuyo trabajo principal se desarrolla en el mundo y no en la iglesia, a la que solemos referirnos como “laico” para distinguirlo del primero.
Este es el significado denotativo del término, o dicho de otro modo, lo que el término estrictamente denota, pero su significado connotativo, las connotaciones que ha llegado a adquirir con el uso, es mucho más amplio e incluye todo el campo de la cultura y la moral en “el mundo” por contraste con lo relativo al campo de lo religioso “en la iglesia”. En términos de Tillich, lo secular sería el ámbito de las preocupaciones preliminares mientras que lo religioso es el ámbito de la preocupación última. Pero los teólogos de la secularización no han sabido distinguir entre la necesaria y conveniente secularización del cristianismo propuesta por Bonhoeffer entre otros, y el secularismo rampante promovido por ellos que amenaza con fundamentar toda la realidad sobre “lo secular” despojando a la religión rectamente entendida de su legítimo lugar en la vida del creyente, constituyéndose así “lo secular” en el principio único que supuestamente abarcaría y comprendería toda la realidad humana.
Tal vez una comprensión de los diversos sentidos que la Biblia atribuye al vocablo “mundo” nos ayude a establecer los límites dentro de los cuales la secularización es necesaria y no representa una amenaza para el componente estricta y legítimamente religioso de la vida del creyente. En todos los casos el significado de la palabra está dado más por el contexto en el cual aparece y no por la utilización de una u otra de las dos palabras griegas que se traducen como “mundo” en el Nuevo Testamento, es decir “Kosmos” y “Oikumene”. Veamos:
En primer lugar y en su acepción tal vez más conocida y dominante en el medio cristiano, el vocablo “mundo” alude al presente sistema de valores bajo el cual Satanás ha organizado a la humanidad incrédula en oposición a Dios, caracterizado por los principios cósmicos de fuerza, orgullo, egoísmo, ambición, poder y placer y que ha originado la connotación negativa del término “mundano”. Consideremos los pasajes bíblicos más representativos al respecto: “‒Ustedes son de aquí abajo ‒continuó Jesús‒; yo soy de allá arriba. Ustedes son de este mundo; yo no soy de este mundo” (Juan 8:23); “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado” (Juan 12:31); “¡Oh gente adúltera! ¿No saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios” (Santiago 4:4); “No amen al mundo ni nada de lo que hay en él. Si alguien ama al mundo, no tiene el amor del Padre. Porque nada de lo que hay en el mundo ‒los malos deseos del cuerpo, la codicia de los ojos y la arrogancia de la vida‒ proviene del Padre sino del mundo. El mundo se acaba con sus malos deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:15-17); “Sabemos que somos hijos de Dios, y que el mundo entero está bajo el control del maligno” (1 Juan 5:19).
El anterior sentido del vocablo “mundo” es tan dominante en el ámbito cristiano que podemos llegar a creer que es único, perdiendo de vista que en la Biblia este vocablo también hace positiva referencia a toda la creación material de Dios, considerada buena en gran manera (Génesis 1:31; Eclesiastés 3:11). En este segundo sentido encontramos, entre otros, los siguientes pasajes: “»Padre, quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy. Que vean mi gloria, la gloria que me has dado porque me amaste desde antes de la creación del mundo” (Juan 17:24); “Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de él…” (Efesios 1:4); “Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes” (1 Pedro 1:20). El mundo es, entonces, bueno en este orden de ideas y, por tanto, no debe ser condenado, rechazado ni menospreciado por el creyente, sino valorado, cuidado y restaurado.
Finalmente el vocablo “mundo” también puede hacer referencia en las Escrituras a la humanidad amada por Dios y llamada por Él al evangelio, siendo el pasaje tal vez más conocido de la Biblia el ejemplo indiscutible de este uso. Nos referimos a Juan 3:16, un pasaje de superlativos, como alguien lo señalara muy bien, algo con lo cual podemos estar de acuerdo al leerlo intercalando en él algunas glosas o comentarios puntuales como los siguientes: “»Porque tanto [la medida más grande] amó [la decisión más grande] Dios [el ser más grande] al mundo [la colectividad más grande], que dio [la acción más grande] a su Hijo unigénito [el regalo más grande], para que todo el que cree en él [la inclusión más grande] no se pierda [la desgracia más grande], sino que tenga vida eterna [la bendición más grande]”.
Visto así es más fácil comprender el alcance de un sano proceso de secularización encuadrado en la afirmación de Cristo en Juan 17:16 y 11 con relación al hecho de que sus discípulos “… no son del mundo…” en el primer sentido mencionado, a pesar de lo cual “… están todavía en el mundo,…” en la segunda de las acepciones registradas. Pero lo cierto es que, como ya se ha dicho, los teólogos de la secularización han traspasado estos límites e incurrido en un secularismo inaceptable para un auténtico creyente bíblico y por eso es importante establecer de nuevo los límites en mención, señalando hasta dónde podemos estar de acuerdo con los teólogos de la secularización y en qué discrepamos de ellos.
Ahora bien, podemos estar de acuerdo la teología de la secularización en que los problemas de este mundo deberían ser una de las preocupaciones primordiales del cristiano, pero no la preocupación primordial, pues cuando Bonhoeffer propuso su “cristianismo sin religión” su afán no iba dirigido a erradicar la oración y el culto de la vida del creyente, pues experiencias tales como la Cena del Señor, la adoración y la oración fueron centrales en su propia vida. Y él consideraba también que la vida devocional de la comunidad que adora es la disciplina secreta que provee el apoyo para participar en el mundo. Por lo tanto, la secularización propuesta por él debe entenderse más bien como un ataque contra la idea de que haya esferas en la vida que no pertenezcan a Cristo y no que la única esfera de actividad cristiana sea el mundo.
Podemos estar de acuerdo también con los teólogos de la secularización en su insistencia en incluir verbos dinámicos y activos en la teología que indiquen el quehacer que Dios espera de los cristianos en términos de la vocación a la que hemos sido llamados en el mundo y el servicio que debemos ofrecer al mundo, y no solamente los verbos estáticos y pasivos que señalan nuestra identidad y posición en Dios, tales como el hecho de ser hijos de Dios y estar en Cristo. En efecto, la iglesia consta de todos los que son hijos de Dios y están, por tanto, en Cristo, pero que están al mismo tiempo en el mundo para hacer algo constructivo en el mundo. La actividad del cristiano en el mundo es, pues, un tema obligado de la agenda cristiana al que la teología de la secularización llama en buena hora nuestra atención.
Con todo y lo anterior, habiéndole concedido ya la razón a la teología de la secularización en los dos puntos anteriores, debemos ahora discrepar de ella en que esto no nos obliga a desechar el lenguaje ontológico utilizado por la teología cristiana para expresar lo que somos, es decir nuestra identidad como hijos de Dios, pues lo que somos es lo que determina precisamente lo que hacemos. Además, si llevamos esta iniciativa hasta sus últimas consecuencias terminaremos por excluir de la teología a Dios mismo ‒pues el ser de Dios es, por elemental lógica, anterior y superior a las acciones de Dios‒ y tendremos que contentarnos con un Jesús reducido a lo que hizo en su paso por el mundo y disminuido por completo en su identidad esencial como Hijo de Dios que es. Así, el modelo provisto por Cristo para la existencia humana quedaría restringido a ser la imitación de un ser humano ejemplar a quien, sin embargo, no se le reconoce la identidad divina que Él reclamó para sí mismo. Podemos ver que, de manera similar al modo en que teología de Bultmann diluía la identidad y los hechos de Cristo, reconociendo sólo sus palabras como históricamente confiables; así también los teólogos radicales de la secularización diluyen su identidad y sus palabras en sus hechos de servicio al mundo.
Los planteamientos radicales de los teólogos de la secularización traen como consecuencia la exigencia de suprimir las distinciones entre la iglesia y el mundo, dándole entonces un nuevo significado al evangelismo, que deja de ser la invitación hecha por Dios a los hombres para que se arrepientan de sus pecados y crean en Cristo e ingresen de este modo en Su iglesia formando parte de la misma; para transformar la evangelización en mero activismo social y político a favor de los menos favorecidos en el mundo. Y si bien es cierto que la iglesia y el mundo no pueden estar disociados entre sí de manera absoluta (puesto que la iglesia está en el mundo y como tal debe participar activamente en la resolución de sus problemáticas), también lo es que la iglesia y el mundo son diferentes y no deben confundirse entre sí. La distinción entre la iglesia y el mundo, así como la relación que ambos guardan entre sí podría, entonces, expresarse en la proverbial frase que afirma que estamos juntos, pero no necesariamente revueltos.
A pesar de que no elimina del todo el elemento sobrenatural característico del cristianismo, existe en la teología de la secularización una tendencia que se esfuerza por minimizarlo y que se manifiesta de manera concreta en su rechazo de todo reino sobrenatural escatológico asociado con la segunda venida de Cristo, pues consideran que esta idea constituye una “escotilla de escape” para no reconocer y participar en el mejoramiento del mundo aquí y ahora ‒algo en lo que hay que reconocer que no les falta razón, pero que no justifica eliminar la doctrina fundamental del establecimiento definitivo del reino de Dios en la tierra asociado a la segunda venida de Cristo‒. El único “reino verdadero” que los teólogos de la secularización están dispuestos a reconocer es el que está presente ahora. Con el agravante de que en último término este reino está más centrado en las acciones de una humanidad autónoma, que en la acción directa o indirecta de Dios mediada a través de una iglesia obediente que sirve sus propósitos.
El lector habrá percibido en la teología de la secularización, de nuevo, cierto rancio sabor a liberalismo teológico que parece conducirnos otra vez a los polémicos temas ‒por lo que parece no del todo superados‒ de los teólogos del siglo XIX. Una teología que, aunque cuestionada ya en muchos de sus frentes, sigue vigente de manera especial en la creciente tendencia a la secularización del primer mundo occidental. No olvidemos que Paul Tillich denunció esta tendencia como el más ilustrativo ejemplo de lo que él llamo “profanización” en el mundo de hoy. Una profanización que, al tratar de sacar a empellones a la religión del campo de la actividad humana o, por lo menos, reducirla al ostracismo y a su mínima expresión; no sólo resulta peligrosa y censurable, sino también inútil en último término, pues cuando se le niega a la religión su legítimo lugar para manifestarse en el marco de la cultura humana, la religión se abre paso en otros campos de esta misma cultura y emerge a la superficie por cualquier otro camino diferente al formalmente religioso, pues la religión no es en realidad una función humana independiente al lado de la cultura secular, sino ante todo una cualidad siempre presente en mayor o menor grado en todos los aspectos de esa misma cultura.
Ya lo dijo Emanuel Geibel: “Si a la fe se le cierra la puerta, salta como superstición por la ventana; si expulsáis a los dioses, vienen los fantasmas”. En efecto, al no poder manifestarse libremente dentro de su campo de acción natural y verse así forzada a hacerlo de manera más o menos encubierta, se incrementa el riesgo de que la fe adquiera formas cuestionables poco sanas y constructivas al eludir la regulación que sobre ella ejerce la racionalidad teológica y verse así arrojada sin restricciones a la superstición. Y eso es lo que el secularismo de los teólogos de la secularización termina fomentando. En síntesis, se les puede abonar y reconocer a los teólogos de la secularización que ciertamente han captado el espíritu de nuestro tiempo y, del mismo modo, confesar con humildad que la iglesia no siempre ha sido la “luz del mundo” y la “sal de la tierra”, ni se ha preocupado como debería por los males de nuestro mundo tratando de corregirlos. Pero al mismo tiempo también debe señalárseles que, en este proceso, el espíritu del mundo se ha apoderado de ellos. Porque los teólogos de la secularización, en su admiración incondicional por los logros de la tecnología moderna y por la mentalidad del hombre secular, pierden gran parte de su capacidad crítica hacia el mundo y los nefastos efectos que el pecado ha tenido sobre él.
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