El rey Uzías, siguiendo la cuestionable línea trazada por su antepasado, Salomón, por su abuelo Joás y por su propio padre, Amasías, que comenzaron bien sus reinados, recibiendo palabras elogiosas por hacer lo que agrada a Dios, pero que al final de sus vidas terminaron desviándose y abandonando sus lealtades a Dios del principio; repitió en su propia vida este esquema, pues al comienzo: “Uzías hizo lo que agrada al Señor, pues en todo siguió el buen ejemplo de su padre Amasías y, mientras vivió Zacarías, quien lo instruyó en el temor de Dios, se empeñó en buscar al Señor. Mientras Uzías buscó a Dios, Dios le dio prosperidad” (2 Crónicas 26:4-5), pero después: “Sin embargo, cuando aumentó su poder, Uzías se volvió arrogante, lo cual lo llevó a la desgracia. Se rebeló contra el Señor, Dios de sus antepasados, y se atrevió a entrar en el Templo del Señor para quemar incienso en el altar” (2 Crónicas 26:16). El orgullo y el ego, ciertamente, pueden traicionarnos con facilidad si no nos mostramos atentos y vigilantes para que no nos suceda, humillándonos cada día delante de Dios para depender de Él con docilidad, con mayor razón en presencia del éxito engañoso en los términos del mundo con sus lentejuelas y candilejas, conduciéndonos a una secuencia que comienza por tener de nosotros un más alto concepto del que debemos tener, seguido por una actitud arrogante y una conducta desobediente a Dios por la que nos volvemos presuntuosos y traspasamos el ámbito de nuestras responsabilidades incursionando en terrenos que no nos corresponden en perjuicio propio
Se volvió arrogante
“El éxito y el poder puede subírsenos a la cabeza llevándonos a la arrogancia, a la rebeldía y a la extralimitación culpable en nuestras funciones”
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