Alcanzar el éxito en el logro de nuestros propósitos requiere madurez y humildad para que el éxito no se nos suba a la cabeza y nos lleve a sobrevalorarnos y atribuirnos méritos que no nos corresponden. El éxito obtenido por Israel en la conquista de la tierra prometida al derrotar a pueblos más numerosos y poderosos que ellos podía llevarlos a pensar que ese éxito se debía a sus propios méritos, si no militares, sí morales, por lo que Dios se apresuró a advertirles: “De modo que no es por tu justicia ni por tu rectitud por lo que vas a tomar posesión de su tierra. ¡No! La propia maldad de esas naciones hará que el Señor tu Dios las arroje lejos de ti. Así cumplirá lo que juró a tus antepasados Abraham, Isaac y Jacob. Entiende bien que eres un pueblo terco, y que tu justicia y tu rectitud no tienen nada que ver con que el Señor tu Dios te dé en posesión esta buena tierra” (Deuteronomio 9:5-6). En realidad y en último término, nada de lo que obtenemos en este mundo es un producto de nuestros esfuerzos o capacidades meramente, pues incluso esas capacidades y las fuerzas para poder ejercerlas son dones de Dios, por lo que al final todo lo que Dios nos concede en este mundo no se debe propiamente a que nos lo hayamos ganado al punto de que Él se encuentre obligado para con nosotros, sino a Su gracia, Su favor y Su misericordia siempre inmerecidas, como lo da a entender la pregunta retórica formulada por el apóstol: “«¿Quién primero dio algo a Dios, para que luego Dios le pague?»” (Romanos 11:35), cuya respuesta se cae de su peso y nos debe conducir siempre a la humildad ante Él
No es por tu justicia
“En el éxito se prueba nuestro carácter, dependiendo de si tenemos la humildad para darle a Dios el crédito debido o si nos atribuimos todo el mérito”
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