Durante el reinado de Ezequías en Judá, uno de los pocos reyes manifiestamente buenos, una de sus primeras acciones destacadas en el relato fue proceder a reparar y abrir las puertas del templo: “En el mes primero del primer año de su reinado, Ezequías mandó que se abrieran las puertas del Templo del Señor y las reparó” (2 Crónicas 29:3). Un acto que apunta a la necesidad de mantener siempre abiertas las puertas del templo a todos los adoradores sinceros que desean apelar a Dios con corazones dispuestos a reconocer Su grandeza y a someterse a Él humildemente con toda la voluntad. Al fin y al cabo, uno de los significados figurados más esperanzadores de la palabra “puerta” es, justamente, aquel que evoca las oportunidades que Dios pone ante los suyos, como respuesta a sus oraciones. Pero de manera culminante e insuperable, la puerta abierta por excelencia que Dios pone delante de nosotros: “… Mira que delante de ti he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar…” (Apocalipsis 3:8) es Jesucristo, la puerta de acceso a Dios, que nos otorga amplia entrada a su gracia y a su justicia y hace posible nuestra relación filial e íntima con el Padre, así como también el poder contar con su atención solicita en términos que fomentan en los suyos la más firme y absoluta confianza en Él. Confianza que nos permite tener acceso permanente e irrestricto a Dios Padre mediante los méritos de Su hijo con los que todos los creyentes podemos revestirnos para acudir a Él, en la certeza por Él expresada de que: “… «Ciertamente les aseguro que yo soy la puerta…” (Juan 10:7)
Mandó que se abrieran las puertas
“El templo de Dios debe mantener sus puertas abiertas a todos los adoradores sinceros que anhelen abrirle a su vez a Dios las puertas de su corazón”
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