Sin perjuicio de la ya señalada necesidad que el ser humano tiene de ubicar tiempos y lugares sagrados específicos y definidos que le sirvan de foco y de referente para sus prácticas religiosas como puntos de contacto con Dios, junto con la concesión temporal que Dios hace a ésta necesidad al ordenar la construcción provisional del santuario en el desierto y del posterior templo de Jerusalén; debemos reiterar también lo dicho en el sentido de que Dios no tiene necesidad de templos en los que habitar, como Salomón mismo lo reconoció y declaró, justo cuando se preparaba para construir el templo: “Pero ¿cómo edificarle un templo, si ni los cielos más altos pueden contenerlo? ¿Y quién soy yo para construirle un templo, aunque solo sea para quemar incienso delante de él?” (2 Crónicas 2:6). Sin embargo, la necesidad del templo abarca algunos aspectos concretos que vale la pena señalar, además de su utilidad más obvia y básica, señalada por los profetas de ser una “casa de oración” que es precisamente lo que el incienso evoca, al simbolizar en la Biblia las oraciones de los creyentes. Estas utilidades adicionales tienen que ver con la necesidad de centralizar el culto en un lugar oficial en el que se pudiera impartir la doctrina correcta revelada por Dios a los hombres a través de una escogida y bien instruida casta sacerdotal facultada para enseñarla al pueblo, instrucción por completo ausente en los ambiguos “lugares altos” en los que, pretendiendo adorar a Dios, se terminaba cayendo inadvertidamente en la idolatría indiferenciada a los dioses de otros pueblos
Los lugares altos
“Aunque es evidente y se cae de su peso que Dios no puede ser contenido por templos hechos por hombres, éstos tienen sin embargo su razón de ser”
Deja tu comentario