En el campo de la medicina lo primero y más importante para poder curar una enfermedad o dolencia cualquiera, es identificarla bien llevando a cabo el diagnóstico más acertado y preciso de ella. Dios, como el médico divino que es, provee en la Biblia los más acertados diagnósticos de la condición humana para que logremos identificar los que se apliquen mejor a nuestro caso y procedamos, desde allí, conscientes ya de dónde nos encontramos ubicados; a aplicar la cura más acertada que se nos ofrece en el evangelio para resolver nuestras problemáticas particulares al respecto, procediendo a trasladarnos a la condición más saludable dentro de estos diferentes diagnósticos. Es así como, por ejemplo, en relación con el plan de Dios para la humanidad en general, encontramos tres grupos diferentes muy bien definidos: judíos, gentiles e iglesia de Dios, cada uno de ellos con un papel a desempeñar en el consejo de Dios ya determinado para la historia y en especial, para los eventos de los últimos tiempos, como salta a la vista en la amonestación del apóstol: “No hagan tropezar a nadie, ni a judíos, ni a gentiles ni a la iglesia de Dios” (1 Corintios 10:32). En cuanto a las facultades y disposición de los seres humanos para conocer, entender y obedecer a Dios hallamos también a tres tipos de personas: al hombre natural, mundano o “animal” que no tiene el Espíritu; al carnal o inmaduro y al maduro o espiritual, conforme a la descripción paulina: “El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente. En cambio, el que es espiritual lo juzga todo, aunque él mismo no está sujeto al juicio de nadie… Yo, hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales, sino como a inmaduros, apenas niños en Cristo. Les di leche porque no podían asimilar alimento sólido, ni pueden todavía, pues aún son inmaduros. Mientras haya entre ustedes celos y contiendas, ¿no serán inmaduros? ¿Acaso no se están comportando según criterios meramente humanos?” (1 Corintios 2:14-3:3).
Desde el punto de vista de las convicciones religiosas y la conducta derivada de ellas para con quienes no las comparten con nosotros, están los fanáticos, como Saulo de Tarso, que matan por sus ideas y los radicales, como Esteban, que mueren, si es el caso, por ellas: “Mientras lo apedreaban, Esteban oraba. ─Señor Jesús ─decía─, recibe mi espíritu. Luego cayó de rodillas y gritó: ─¡Señor, no les tomes en cuenta este pecado! Cuando hubo dicho esto, murió. Y Saulo estaba allí, aprobando la muerte de Esteban…” (Hechos 7:59-8:1). En lo concerniente con la vinculación y compromiso creciente del individuo con la iglesia de Cristo y con Cristo mismo, la Biblia describe en muchas de sus páginas a los simples simpatizantes, tales como la “gente de toda laya” que acompañó al pueblo de Israel en el éxodo de Egipto: “Con ellos salió también gente de toda laya, y grandes manadas de ganado, tanto de ovejas como de vacas” (Éxodo 12:38); a las multitudes de miles de creyentes rasos que seguían al Señor durante su ministerio público: “Lo seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y de la región al otro lado del Jordán” (Mateo 4:25), motivados por intereses más propios de este mundo que del reino de Dios: “En cuanto la multitud se dio cuenta de que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y se fueron a Capernaúm a buscar a Jesús. Cuando lo encontraron al otro lado del lago, le preguntaron: ─Rabí, ¿cuándo llegaste acá? ─Ciertamente les aseguro que ustedes me buscan no porque han visto señales, sino porque comieron pan hasta llenarse. Trabajen, pero no por la comida que es perecedera, sino por la que permanece para vida eterna…” (Juan 6:24-27); y a los discípulos verdaderamente comprometidos, como los 120 reunidos en el aposento alto luego de la muerte y resurrección del Señor: “Y en aquellos días, Pedro, levantándose en medio de los discípulos, dijo (y era el número de los nombres como de ciento veinte)…” (Hechos 1:15 JBS).
Respecto de los distintos tipos o clases de relaciones ofrecidas por Dios a los hombres en virtud de la conversión, identificamos la filiación con Dios en nuestra condición de hijos, que contrario a lo que muchos piensan, no cobija a todos los hombres de manera indiscriminada, sino únicamente a quienes cumplen esta condición: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12). En segundo término y en virtud del señorío que Cristo ejerce sobre nosotros, sus hijos, también debemos ser conscientes de que, a la par de esto sostenemos con Él por igual una relación de siervos suyos por decisión voluntaria: “Hablo en términos humanos, por las limitaciones de su naturaleza humana. Antes ofrecían ustedes los miembros de su cuerpo para servir a la impureza, que lleva más y más a la maldad; ofrézcanlos ahora para servir a la justicia que lleva a la santidad” (Romanos 6:19). Y por último, el punto culminante por el que nos constituye amigos suyos, revelado por Él en estos términos: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no está al tanto de lo que hace su amo; los he llamado amigos, porque todo lo que a mi Padre le oí decir se lo he dado a conocer a ustedes” (Juan 15:14-15). Y para concluir y en lo que tiene que ver con la mayor o menor disposición del ser humano para adquirir sabiduría observamos, por contraste con los sabios, a los necios: “Las palabras del sabio son placenteras, pero los labios del necio son su ruina” (Eclesiastés 10:12); a los simples o inexpertos, y a los insolentes o escarnecedores, denunciados e invitados a abandonar esta condición en amonestaciones e invitaciones como ésta: “«¿Hasta cuándo, muchachos inexpertos, seguirán aferrados a su inexperiencia? ¿Hasta cuándo, ustedes los insolentes, se complacerán en su insolencia? ¿Hasta cuándo, ustedes los necios, aborrecerán el conocimiento?” (Proverbios 1:22 NVI), brindándonos así los criterios para saber dónde nos encontramos y hacia dónde debemos dirigirnos.
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