La unción era literalmente, el acto por el cual Moisés o los profetas apartaban, en el nombre de Dios, a algunos personajes específicos en Israel como los sacerdotes ꟷy también los objetos asociados a su actividadꟷ, y los reyes junto con su descendencia, para su servicio particular y especializado, derramando y extendiendo aceite sobre sus cabezas, quedando así “ungidos”, o lo que es lo mismo, oficialmente reconocidos por el pueblo y apartados, santificados o consagrados permanentemente para su servicio: “Moisés tomó un poco del aceite de la unción y de la sangre del altar, y roció a Aarón y a sus hijos, junto con sus vestiduras. Así consagró Moisés a Aarón y a sus hijos, junto con sus vestiduras” (Levítico 8:30). Esta unción tiene un sentido figurado y simbólico que va más allá de su literalidad material e implica entonces dotar o llenar a sus beneficiarios escogidos con los poderes del Espíritu santificador de Dios para cumplir de manera eficaz las responsabilidades de su oficio, en la medida en que el aceite simbolizaba al Espíritu de Dios. En este orden de ideas el Ungido por excelencia es Jesús de Nazaret, pues el título hebreo Mesías y el griego Cristo que le corresponden con exclusividad, se traducen como Ungido al español. Pero los cristianos sin excepción y guardadas las obvias proporciones, también recibimos y participamos de esta unción iluminadora y santificadora, puesto que: “Dios es el que nos mantiene firmes en Cristo… Él nos ungió, nos selló como propiedad suya y puso su Espíritu en nuestro corazón como garantía de sus promesas” (2 Corintios 1:21-22)
La unción para todos
"La unción reservada en el Antiguo Testamento solo a reyes y sacerdotes se hace extensiva en el Nuevo Testamento a todos los creyentes sin excepción”
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