En el Antiguo Testamento la manifestación de la presencia y de la gloria de Dios estaba asociada fundamentalmente al santuario cuya construcción había sido ordenada por Dios mismo en la ley, inicialmente en la Tienda de reunión en la travesía por el desierto hasta establecerse en la tierra prometida: “… El Señor se manifestará hoy a ustedes… Moisés y Aarón entraron en la Tienda de reunión. Al salir, bendijeron al pueblo, y la gloria del Señor se manifestó a todo el pueblo” (Levítico 9:4, 23) y luego en el suntuoso templo fijo de Salomón en Jerusalén. Pero en el Nuevo Testamento sus manifestaciones ya no estaban asociadas a ningún templo hecho por manos humanas en particular, como lo anunció el mismo Señor Jesús al informarle a la mujer samaritana que Su presencia no estaba ligada ni al templo samaritano en el monte Gerizim, ni al templo de Jerusalén: “Jesús contestó: ꟷCréeme, mujer, que se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán ustedes al Padre” (Juan 4:21), indicando enseguida el inminente y favorable cambio de condiciones: “Pero se acerca la hora, y ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Juan 4:23-24). Cambio que se encuentra hoy en vigencia con estas palabras finales: “¿Quién es el que me ama? El que hace suyos mis mandamientos y los obedece. Y al que me ama, mi Padre lo amará; y yo también lo amaré y me manifestaré a él” (Juan 14:21)
Ni en este monte ni en Jerusalén
"La manifestación de Dios en el Nuevo Testamento ya no está condicionada a un lugar y momento particular sino a la presencia de Cristo en nosotros”
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