¿Se puede perder la salvación?
Una de las discusiones doctrinales más intensas al interior de la iglesia cristiana evangélica es la que gira alrededor de la posibilidad o imposibilidad de perder la salvación una vez que se ha recibido. Las razones para ello son más que obvias, pues es un tema que concierne a lo que tal vez es el asunto práctico más importante de la esperanza cristiana y que, por lo mismo, interesa profundamente a todo creyente.
Los dos polos de la discusión están representados por la posición arminiana que, siguiendo las ideas del teólogo holandés Jacobo Arminio, afirma la posibilidad de perder la salvación y la posición calvinista que, en defensa del pensamiento del gran reformador Juan Calvino, la niega. Ambos lados suelen tener su propio arsenal de textos bíblicos de prueba a favor de su postura y está más allá de la intención de este artículo relacionarlos y ocuparnos de ellos uno a uno.
Los motivos del arminiano
Sea como fuere, para darle a cada una de las partes el debido reconocimiento, debemos conceder a los arminianos su legítima preocupación por la santidad de la iglesia, pues no puede negarse que afirmar la seguridad de la salvación conlleva el riesgo de no entender correctamente esta doctrina y verla como una patente de corso para pecar impunemente, llegando a dar pie a una censurable laxitud y tolerancia hacia el pecado incompatible con el carácter santo de Dios revelado en las Escrituras y en Jesucristo.
Así, pues, toda defensa de la seguridad de la salvación que afirme la imposibilidad de perderla una vez recibida, tiene que poner salvaguardas para no fomentar de ningún modo lo anterior y, para este efecto, debe entonces considerar también con la seriedad del caso los textos bíblicos esgrimidos por los arminianos que parecen dar la impresión de que la salvación se puede perder, pues así no pueda concluirse de ellos lo que los arminianos pretenden al citarlos, en el peor de los casos todos son una advertencia solemne para no tomar a la ligera el pecado y poner toda nuestra voluntad en romper con él en un ejercicio responsable de la libertad cristiana.
De hecho, la experiencia cristiana madura y bíblicamente documentada sabe bien que el pecado no reporta ningún beneficio duradero a la vida de las personas sino todo lo contrario: dolor y desdicha. Por lo tanto, para promover la santidad entre los creyentes no es necesario negar la seguridad de la salvación como un disuasivo contra el pecado, sino simplemente señalar todas las indeseables consecuencias que el pecado acarrea para quien lo practica, no sólo para el destino eterno de los no creyentes, sino para la calidad de vida del creyente en este tiempo. Dicho de otro modo, el pecado pasa su dolorosa e indeseable cuenta de cobro a quien lo comete ahora, en esta vida, -creyentes con especialidad- y no sólo después de ella, como sucederá con los no creyentes.
La coherencia del calvinista
Hecha esta concesión y reconocimiento a las motivaciones correctas de los arminianos debemos hacer lo propio con los calvinistas, pues en honor a la verdad los textos bíblicos de prueba a favor de su postura son no sólo más numerosos que los de los arminianos, sino también más contundentes, claros y coherentes entre sí a la hora de interpretarlos y ubicarlos en el gran marco de la sana doctrina. Entre otras cosas debido a que la gloria del evangelio -es decir lo que lo distingue y lo coloca en una categoría aparte entre todas las religiones de la historia humana- es, precisamente, esta certeza que Cristo brinda a las ovejas de su rebaño, los convertidos o nacidos de nuevo comprendidos dentro de su iglesia, en el sentido de que: “… yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”, pues: “Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10:28-29).
Pero más allá de estas verdades bíblicas incontrovertibles, la postura arminiana, además de desvirtuar el evangelio y despojarlo de su gloria al rebajarlo al nivel de todas las demás religiones, enfrenta otras dificultades lógicas, como lo es determinar la circunstancia o circunstancias que llevan a la pérdida de la salvación de quienes presumiblemente ya la disfrutan. En otras palabras: ¿cuál es el pecado o los pecados que acarrean la pérdida de la salvación? ¿qué gravedad deben revestir? ¿con qué frecuencia se deben cometer para privarnos de la salvación? Preguntas para las cuales la Biblia está lejos de proveer alguna respuesta puntual e inequívoca, como si fueran preguntas improcedentes.
Porque, dejando por lo pronto de lado la discusión particular alrededor de la blasfemia contra el Espíritu Santo e incluso del indefinido “pecado de muerte” de 1 Juan 5:16; lo cierto es que para no caer en una clasificación no bíblica de los pecados similar a la emprendida por el catolicismo con su distinción entre pecados capitales y veniales, los arminianos deben, si quieren ser lógica y bíblicamente consecuentes, afirmar que incurrir en cualquier pecado por parte del creyente acarrea para él -por lo menos de manera momentánea y previa al eventual arrepentimiento y confesión del caso- la pérdida de la salvación, puesto que la Biblia declara tajantemente en Romanos 6:23 que la paga del pecado (todo pecado, al margen de su mayor o menor gravedad o frecuencia) es muerte.
Así, pues, dado que nosotros los creyentes, si bien no hacemos ya del pecado la práctica continua de nuestras vidas (1 Juan 3:9), no por eso dejamos de pecar de una manera absoluta, según lo confirma el apóstol Juan (1 Juan 1:8-10); en la postura arminiana eso nos conduce lógicamente a sostener que de un modo u otro todos los creyentes estamos perdiendo y recuperando de manera recurrente nuestra salvación, lo cual va en contravía con la certeza, la paz y el reposo que el evangelio anuncia para los cristianos, pues tal estado de cosas nos sume inevitablemente en un estado de angustia, agonía e incertidumbre permanentes similar al que padecía Martín Lutero antes de su conversión y consecuente defensa de la doctrina de la justificación por la fe.
¿La gracia o las obras?
Precisamente, aquí encontramos de manera más palpable la inconsecuencia lógica de la postura arminiana, pues si la salvación se obtiene por gracia mediante la fe y no por obras, no se puede entonces perder por obras. O la gracia y fe consecuente están al comienzo y al final, o las obras lo están, pero la gracia y la fe no pueden estar al comienzo, para luego ser relevadas por las obras al final. Si la iniciativa al comienzo es de Dios, la garantía al final también debe ser de Él, máxime teniendo en cuenta el elevado costo que Cristo mismo tuvo que pagar en la cruz para hacer esto posible.
En conclusión, no sólo las Escrituras sino la experiencia cristiana y la misma lógica inclinan la balanza hacia la seguridad de la salvación, sin perjuicio de los pasajes bíblicos problemáticos para esta postura que deben ser abordados y explicados diligentemente por los calvinistas, sin tener que negar por ello de manera necesaria la gloriosa seguridad de la salvación que todo creyente ostenta.
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