La noción de “herencia” es fundamental en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. En relación con el Antiguo, es comprensible que en él se dé gran importancia a la herencia si se tiene en cuenta que el judaísmo es una religión nacional en la cual el favor de Dios se obtiene básicamente por el hecho de haber nacido dentro de la nación escogida, heredera, entonces, de la bendición de Dios sobre su pueblo de manera exclusiva. Así, los israelitas veían su fe y sus creencias religiosas en el marco de la alianza establecida por Dios con ellos, como un patrimonio o una tradición irrenunciable compartida y heredada por toda la nación, que había que defender a toda costa, utilizándola como un recurso para nutrir su identidad y su sentido de pertenencia a la colectividad y no como una posesión individual producto de una experiencia personal y directa con Dios mismo, como sucede en el Nuevo Testamento en el evangelio, con su énfasis en la conversión individual, y en el cual el favor y la bendición de Dios sobre los suyos se ofrece a todos los pueblos y naciones de la tierra sin excepción. Sin embargo, la herencia en cualquiera de estos casos no encaja ni se limita a la estrecha concepción material por la que la mentalidad moderna la concibe en términos de bienes de fortuna y nada más. Lo más cercano a esta concepción estrecha en el Antiguo Testamento sería la noción de “tierra prometida”, pero ya allí se supera esta estrechez en pasajes de los salmos en los que se afirma que: “El Señor es la parte de mi herencia y mi copa, tú eres quien diriges mi destino” (Salmo 16:5 BLPH), en donde la relación privilegiada de la persona con Dios y la tranquilidad de hallarnos en sus manos bondadosas es el aspecto fundamental de nuestra herencia. Adicionalmente, la posibilidad y fecundidad en la descendencia también forma parte de esta herencia: “Los hijos son una herencia del Señor, los frutos del vientre son una recompensa” (Salmo 127:3).
Para redondear la idea y por contraste con la herencia centrada en los bienes materiales, el libro de Proverbios nos indica que: “La casa y el dinero se heredan de los padres, pero la esposa inteligente es un don del Señor” (Proverbios 19:14). Cerrando esta selección, el profeta nos revela un aspecto puntual adicional de la herencia del creyente: “No prevalecerá ninguna arma que se forje contra ti; toda lengua que te acuse será refutada. Esta es la herencia de los siervos del Señor, la justicia que de mí procede ꟷafirma el Señorꟷ” (Isaías 54:17); justicia que le garantiza lo siguiente a los creyentes que sirven a la causa de Dios y que padecen tratos injustos: “Encomienda al Señor tu camino; confía en él, y él actuará. Hará que tu justicia resplandezca como el alba; tu justa causa, como el sol de mediodía” (Salmo 37:5-6). En el Nuevo Testamento la herencia adquiere aún más importancia, a juzgar por las palabras del apóstol Pablo: “Pido también que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan… cuál es la riqueza de su gloriosa herencia entre los santos” (Efesios 1:18-19). Ya en el libro de los Hechos de los Apóstoles había hecho referencia a ella, justamente, en su despedida de la iglesia de Efeso, diciendo: “»Ahora los encomiendo a Dios y al mensaje de su gracia, mensaje que tiene poder para edificarlos y darles herencia entre todos los santificados” (Hechos 20:32); indicando más adelante el propósito para el cual había sido escogido por Jesucristo mismo en el camino de Damasco en estos términos exactos: “para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados” (Hechos 26:18). La base doctrinal que fundamenta esta herencia es la condición de hijo de Dios ostentada por el creyente en el marco de la adopción de la que ha sido beneficiario por parte de Dios en virtud de la fe en Cristo: “Y, si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues, si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria” (Romanos 8:17); “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero” (Gálatas 4:7).
En la epístola a los Efesios Pablo llega a vincular esta herencia con la misma predestinación de la que hemos sido beneficiarios: “En Cristo también fuimos hechos herederos, pues fuimos predestinados según el plan de aquel que hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1:11), indicando enseguida el papel que el Espíritu Santo cumple en ella: “Este garantiza nuestra herencia hasta que llegue la redención final del pueblo adquirido por Dios, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:14); concluyendo en Colosenses con la participación decisiva que el Padre también tiene en esto: “dando gracias con alegría al Padre. Él los ha facultado para participar de la herencia de los santos en el reino de la luz” (Colosenses 1:12), siendo, entonces, nuestra herencia una bendición otorgada por la Trinidad en pleno, y de la cual debemos tomar solemne conciencia: “conscientes de que el Señor los recompensará con la herencia. Ustedes sirven a Cristo el Señor” (Colosenses 3:24). Y para dejar claro que en esta herencia los bienes de fortuna son algo contingente y secundario, el Señor mismo se pronunció de este modo, aprovechando la ocasión: “Uno de entre la multitud le pidió: ꟷMaestro, dile a mi hermano que comparta la herencia conmigo. ꟷHombre ꟷreplicó Jesúsꟷ, ¿quién me nombró a mí juez o árbitro entre ustedes?” (Lucas 12:13-14). La superioridad de la herencia del creyente en relación con su concepción en términos de bienes materiales únicamente, está clara en la epístola a los Hebreos: “Además, ustedes también se compadecieron de los presos, y gozosos soportaron el despojo de sus propios bienes, sabedores de que en los cielos tienen una herencia mejor y permanente” (Hebreos 10:34 RVC); reforzada a su vez por el apóstol Pedro: “y recibamos una herencia indestructible, incontaminada e inmarchitable. Tal herencia está reservada en el cielo para ustedes” (1 Pedro 1:4). Una herencia que se resume en disfrutar de la vida eterna, entendida como una vida de una calidad infinitamente superior a la actual que, además, se prolongará por toda la eternidad en el tiempo, pues: “Así lo hizo para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos que abrigan la esperanza de recibir la vida eterna” (Tito 3:7); “Por eso Cristo es mediador de un nuevo pacto, para que los llamados reciban la herencia eterna prometida, ahora que él ha muerto para liberarlos de los pecados cometidos bajo el primer pacto” (Hebreos 9:15).
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