¿Cómo se manifiesta en la vida del creyente?
Uno de los beneficios que la Biblia anuncia para la iglesia en el nuevo pacto del evangelio que contrasta y marca un punto de manifiesta superioridad sobre el antiguo pacto, es la llamada “guía del Espíritu” que el apóstol Pablo menciona en Romanos 8:14 al declarar: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”, señalando así esta guía como uno de los rasgos que caracterizan y distinguen a los verdaderos hijos de Dios, es decir los creyentes en Cristo en la iglesia redimidos por el poder del evangelio. En este orden de ideas una de las discusiones que la teología debe abordar es, ¿en qué consiste esta guía y cómo entender su relación con los contenidos ya establecidos, inspirados y autoritativos que encontramos en la Biblia y cuál es la dinámica que se da entre esta guía subjetiva en su interacción con los contenidos objetivos de las Escrituras?
Consciente de que estoy incursionando en un terreno muy espinoso en el que es muy difícil ser concluyente y establecer normativas estrictas aplicables a todos los casos, me limitaré, entonces, a exponer grosso modo mi opinión al respecto conforme a mi comprensión y estudio diligente de lo revelado en el Nuevo Testamento en este particular y la experiencia histórica de la iglesia en su entendimiento de este aspecto crucial de la vida cristiana, esbozando algunos principios que creo que debemos tener en cuenta para establecer en qué consiste y en qué no consiste la guía del Espíritu, incluyendo, por supuesto, mi propia experiencia personal dentro y fuera de la iglesia en mis ya casi cuarenta años de vida cristiana con todas sus altas y bajas, aciertos y desaciertos.
Y lo primero que creo que debemos dejar establecido es que no puede haber una oposición ni enfrentamiento entre los aspectos subjetivos de carácter individualmente personal y directo mediante los cuales el Espíritu Santo influye en la vida concreta de todos y cada uno de los creyentes en la iglesia y la revelación objetiva y general dada a la iglesia como cuerpo de Cristo en las Escrituras, pues la Biblia afirma que toda la Escritura es inspirada por Dios y más exactamente, que ésta no tiene origen en la voluntad humana, sino que sus autores humanos hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo, así que, de entrada, no podemos poner al Espíritu en contra del Espíritu.
Es pues un error igualar la “letra” con la totalidad de las Escrituras, como lo entienden algunos sacando de contexto lo dicho por Pablo en 2 Corintios 3:6 cuando dice que Dios: “… nos ha capacitado para ser servidores de un nuevo pacto, no el de la letra, sino el del Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida”, en donde la “letra” se refiere a la ley escrita en tablas de piedra y el “Espíritu” al perdón e indulto divino que Dios provee en el evangelio y las capacidades y facultades que el poder del Espíritu Santo nos otorga para vivir en obediencia a esa ley, sin que nuestra salvación y destino eterno dependa ya de ningún modo de nuestro perfecto desempeño y obediencia a la ley, sino de nuestra fe sincera en Cristo. No es, pues, ésta una instrucción para dejar de lado los contenidos y mandamientos objetivos escritos en la Biblia en favor de una guía interior completamente subjetiva y en ocasiones arbitraria y peligrosa al margen de ella, al estilo de los nuevos iluminados y líderes de sectas y cultos.
Dicho esto, de una lectura y examen del libro de los Hechos podemos observar que la guía del Espíritu en la vida de los apóstoles y la iglesia primitiva en general incluía, ciertamente, revelaciones, instrucciones e indicaciones específicas de carácter personal y subjetivo para situaciones concretas que no se hallaban literalmente contenidas en las Escrituras, que se ocupan de brindar preceptos de carácter más general, pero tampoco podemos encontrar que ninguna de ellas cuestionara, contradijera o pusiera en entredicho los contenidos autoritativos ya aceptados por la iglesia en los escritos del Antiguo Testamento, pues los del Nuevo se encontraban todavía en pleno proceso de elaboración, precisamente, mediante la guía e inspiración del Espíritu Santo a los apóstoles para seleccionar y recoger en los evangelios las tradiciones orales que ya circulaban alrededor de la vida y enseñanzas de Cristo y las diversas epístolas escritas por los apóstoles ꟷcasi todas ellas de carácter coyunturalꟷ y el indeterminado autor sagrado de la epístola a los Hebreos.
Vemos también que en ocasiones, las acciones emprendidas por los apóstoles bajo la guía subjetiva del Espíritu y los impulsos y convicciones obtenidos mediante ella, podían ser sustentadas de una manera muy natural por pasajes objetivos de las Escrituras que los apóstoles pasaban a citar para reforzar estas convicciones, pasajes que implicaban de parte de ellos un amplio y profundo conocimiento de las Escrituras para que el Espíritu pudiera seleccionar y recordarles, conforme a la promesa del Señor en Juan 14:26, los contenidos de las Escrituras que se ajustaran a la situación y brindaran mayor pertinencia y respaldo a estas convicciones subjetivas interiores y muy personales. En ocasiones, estas convicciones podían ser diferentes para cada creyente, aunque giraran alrededor de la misma situación, como cuando el profeta Ágabo anunciara a Pablo, por medio del Espíritu, los padecimientos que experimentaría en Jerusalén si insistía en viajar a ella, llevando a la iglesia a tratar de disuadirlo de hacerlo, a la par que el mismo Espíritu le indicaba a Pablo que debía viajar a Jerusalén a pesar de todo.
La guía del Espíritu es, pues, compleja y muy personal y no se puede codificar ni encasillar en moldes rígidos, pues forma parte de la libertad responsable con la que los creyentes hemos sido hechos libres por Cristo, entre otras cosas, porque: “… donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17) y discernirla y seguirla implica siempre hacerlo: “… con temor y temblor” (Filipenses 2:12), es decir, asumiendo la responsabilidad que conlleva en la medida en que acertemos al identificarla, pero también en la medida en que podamos eventualmente equivocarnos al hacerlo. Llama la atención al respecto que el considerado por muchos como el más grande teólogo protestante de los Estados Unidos, Jonathan Edwards, quien fue uno de los más destacados agentes humanos en los avivamientos del siglo XVIII en el mundo anglosajón al lado de Jorge Whitefield y los hermanos Wesley, señalado como el teólogo por excelencia de estos avivamientos y uno de sus más emblemáticos predicadores para darles impulso, quien se dedicó también a describir con la mayor objetividad y precisión el proceso de conversión de muchas personas bajo el influjo de estos avivamientos en todas sus fases y variedades, registrando sus observaciones con gran precisión psicológica; a pesar de ser crítico de estas manifestaciones y señalar la falsedad de un significativo número de ellas, no las descalificó sino que brindó principios y criterios para distinguir las falsas de las verdaderas en su conocida obra Los afectos religiosos, un escrito que aún hoy nos ayuda a separar la auténtica guía del Espíritu de sus falsificaciones.
Podríamos, para terminar, señalar dos maneras en que el Espíritu guía a los creyentes y a las que podríamos llamar la guía consciente del Espíritu y la guía inconsciente. La guía consciente es la que se concreta en nuestras rutinas voluntaria e intencionalmente asumidas y cultivadas con esfuerzo y disciplina para alimentar nuestra piedad y devoción a Dios en medio de un mundo que atenta continuamente contra ella con sus atractivos, afanes, preocupaciones y distracciones. Esta guía nos ayuda a mantener nuestra vida enfocada y centrada en Dios, a pesar de todo, y a tenerlo presente, ya sea en primer plano o en el trasfondo de todo lo que hacemos. Entre ellas se encuentran, obviamente, nuestros hábitos diarios devocionales y privados de oración y lectura de la Biblia y las actividades eclesiásticas que deben acompañarlos, comenzando por nuestro deber de congregarnos y participar activamente en la vida de la iglesia. Ana, la profetisa identificada por Lucas en su evangelio, podría ser un ejemplo de esta guía, al haber consagrado su vida el servicio de Dios en el templo luego de haber enviudado joven, de quien se dice que en cumplimiento de su deberes cotidianos coincidió en el templo con José y María cuando llevaban al niño Jesús para cumplir con las costumbres establecidas en la ley y: “llegando en ese mismo momento, Ana dio gracias a Dios y comenzó a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lucas 2:38).
La guía inconsciente, que en realidad no es del todo inconsciente, pero sí más sutil y menos habitual, es la experimentada por Simeón, de quien se dice que: “… El Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que no moriría sin antes ver al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, fue al Templo. Cuando al niño Jesús lo llevaron sus padres para cumplir con la costumbre establecida por la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios” (Lucas 2:25-28), componiendo enseguida el cántico conocido como el Nunc Dimitis. Las palabras “movido por el Espíritu” dan a entender que no fue una orden o instrucción directa y específica, sino lo que en el argot cristiano llamamos un “sentir”. Por eso, en aras de discernir la guía del Espíritu, tal vez deberíamos estar de acuerdo con Dietrich Bonhoeffer cuando dijo que: “Debemos estar siempre dispuestos a aceptar que Dios venga a interrumpirnos”. En efecto, la rigidez en nuestras agendas y rutinas, por provechosas que puedan ser, no constituye una virtud, sino en muchos casos un defecto que merma nuestro potencial y nos impide escuchar y seguir la voz y la guía del Espíritu de Dios que, aunque suelen darse y estar presentes en medio y aun a través de nuestras provechosas actividades rutinarias del día a día planificadas con anterioridad, no están limitadas ni restringidas a ellas como si Dios no pudiera interrumpirnos ni sorprendernos de ningún modo.
Por eso, el creyente debe estar siempre dispuesto a aceptar que Dios venga a interrumpirlo sacándolo eventualmente de sus rutinas, de modo que prestemos atención y nos enfoquemos en lo que Dios quiere y considera importante en el momento que, de otro modo, pasaríamos de largo en nuestras rutinas cotidianas. Así, las digresiones o desviaciones que pueden presentarse en nuestros tiempos de oración que nos conducen a interceder por asuntos que estaban muy lejos de nuestros cálculos iniciales y a los cuales llegamos a veces sin recordar ni saber con exactitud cómo lo hicimos, pueden muy bien ser interrupciones que proceden de Dios y que debemos atender con prontitud. Lo mismo podría decirse de un buen número de situaciones espontáneas no previstas y a veces inevitables de nuestras jornadas diarias, para las cuales no habrá nuevas oportunidades y que obedecen, entonces, a la agenda divina. En definitiva, el hombre propone, pero al final es Dios quien dispone. En último término lo que la Biblia llama “discernimiento” tiene que ver en su más amplio sentido con la capacidad que el creyente adquiere para identificar y prestar la debida atención a las interrupciones divinas dondequiera y cuando quiera que estas se presenten, obrando en consecuencia: “… para que disciernan lo que es mejor…” (Filipenses 1:9-11), confiando en que nuestra comunión con Cristo nos faculte para saber cuando estas interrupciones proceden de Él.
Deja tu comentario