Muchos son los tipos o sistemas de gobierno que han desfilado a lo largo de la historia, entre los que se destacan la monarquía o gobierno de los reyes, que históricamente y descontando las monarquías constitucionales o parlamentarias de hoy, meramente decorativas y nostálgicas de otros tiempos ya superados, las monarquías absolutas en la práctica no eran muy diferentes a las dictaduras de hoy. Muy emparentada con las monarquías encontramos a la aristocracia o gobierno de los nobles, que en la práctica también degenera simplemente en la plutocracia o gobierno de los ricos. Y por supuesto, está la democracia, que hunde sus raíces en la antigua Grecia, pero que solo en la modernidad se desarrolló hasta adquirir sus rasgos actuales en contra de las monarquías tradicionales y sus manifiestos abusos de poder. Como tal, la democracia moderna se ha llegado a convertir en el gobierno ideal promovido por quienes fueron víctimas o testigos de las evidentes injusticias de las monarquías, reeditadas por las dictaduras contemporáneas. Esta idealización de la democracia nos lleva a perder de vista sus defectos inherentes y los que se le suelen añadir sobre la marcha, como son las burocracias a las que también dan lugar, que no es otra cosa que el gobierno efectivo de sus funcionarios, reyecillos o mandos medios que hacen muchas veces de palo en la rueda en el funcionamiento del gobierno de turno.
La idealización de la democracia tuvo como resultado favorable que Estados Unidos, el imperio de turno, dejará de promover en su patio trasero (léase Centroamérica y Latinoamérica) los golpes de estado por cuenta de dictaduras de derecha en contra de los gobiernos de izquierda con toda la masiva violación de los derechos humanos que esto implicaba, y le bajara, entonces, el tono al enfrentamiento entre derecha e izquierda y a la satanización de esta última, para promover más bien la democracia y combatir las dictaduras, sean de derecha o de izquierda, asociando la democracia con la mejor y la mayor promoción del respeto de los derechos humanos. Y si bien hay que reconocer las bondades de la democracia como una de las formas de gobierno secular más benéficas y desarrolladas, no por eso es perfecta. Bien lo dijo con humor un defensor de la democracia: “La democracia es el peor sistema de gobierno que existe, con excepción de los demás”. Sea como fuere, a la luz de la revelación bíblica confirmada, a su vez, por la experiencia acerca de nuestra condición humana caída, es muy difícil negar lo dicho por el teólogo norteamericano Reinhold Niebuhr al declarar que: “La capacidad del ser humano para la justicia hace posible la democracia; pero la inclinación del ser humano hacia la injusticia hace necesaria la democracia”.
Uno de los motivos de preocupación al respecto es la creencia propia de las democracias en el sentido de que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, presunción que ha demostrado ya de sobra ser nefasta en muchos casos de nuestra historia, debido a varios factores combinados, a saber: la desinformación e ignorancia del pueblo, el desinterés del pueblo y la fácil manipulación del pueblo por parte de los gobernantes a favor de sus intereses personales y en perjuicio de la justicia, del bien común y los intereses del pueblo asociados a él. En realidad, la voz del pueblo desinformado y manipulado está muy lejos de promover gobiernos eficientes como los que serían deseables, en donde las meritocracias ꟷel gobierno de las personas más capaces y que han hecho méritos para asumir esta responsabilidadꟷ, y las tecnocracias ꟷes decir, el gobierno de técnicos o expertos basado en habilidades científicas o técnicas, en lugar de políticos tradicionalesꟷ, prevaleciera. Las democracias son, pues, siempre susceptibles de caer víctimas de vicios como el caudillismo mesiánico, enarbolado por dirigentes carismáticos y opuestos sobre el papel a la clase política tradicional que ha decepcionado por inepta y corrupta, así como al populismo simplista que remite todos los problemas en el gobierno a una lucha de clases y, finalmente, la demagogia en el discurso mediante el uso de una encendida retórica emocional, sin formular propuestas sustanciales reales y viables.
Por cuenta de todo lo anterior, las democracias modernas han degenerado en las “encuestocracias” y la tiranía de las estadísticas bajo la ciega creencia de que vox populi, vox Dei, el latinajo que traduce “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Las encuestas de opinión han dejado así de ser para nuestros gobernantes herramientas descriptivas para convertirse en declaraciones normativas que les indican hacia dónde deben dirigirse, al tenor del conocido refrán que afirma: “¿Para donde va Vicente? ¡Para donde va la gente!”. Y esto sin importar si en el proceso deben sacrificar sus convicciones. Terminamos así con gobernantes sin criterio que parecen veletas y cuya mejor cualidad es que saben interpretar bien la voluble voluntad del pueblo. Al mejor estilo de Poncio Pilato tratando de complacer al mismo tiempo al César y al pueblo azuzado por los gobernantes judíos en contra del veredicto de su propia conciencia acerca de la inocencia de Cristo en el juicio injusto y manipulado al que fue sometido. Porque la flexibilidad del individuo, sea o no un gobernante, sólo es una virtud cuando éste posee principios y convicciones no negociables que no dependen de las mareas de la opinión pública, sino que apelan en última instancia a lo que le dicte su ilustrada conciencia y a su sentido de responsabilidad ante Dios.
Después de todo, contar con el respaldo de las multitudes o de las mayorías no es garantía de contar con la aprobación y el respaldo de Dios, a menos que estas mayorías no lo sean tanto, es decir, que en vez de ser tales, sean más bien minorías selectas que se distingan como gente sabia, conocedora y de principios. Las multitudes, sobre todo aquellas que se encuentran con los ánimos exaltados, carecen de capacidad crítica y son fácilmente sugestionables por ideas que tienen tan solo apariencia de verdad. No podemos olvidar que, como lo dijera Milhor Fernándes: “Una creencia no es más verdadera por ser unánime, ni es menos verdadera por ser solitaria” y que las decisiones correctas por parte de un gobernante no siempre serán populares ni tendrán contento a todo el mundo, ni tampoco lograrán resolver todos los problemas que nos afectan, sino a lo sumo a amansarlos un poco, y en especial los que más nos agobian en un momento dado de nuestra historia, pues como lo dijera Karl Popper: “no podemos establecer el paraíso en la tierra. Lo que sí podemos es, en cambio, hacer la vida un poco menos terrible y un poco menos injusta en cada generación”. En este orden de ideas Amartya Sen añadía que: “Lo que nos mueve… no es la percepción de que el mundo no es justo del todo… sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno”, algo que el gobernante sabio tiene que tener presente para enfocar su atención y optimizar sus esfuerzos . Así, mientras vivamos en un mundo caído como nos lo revela la Biblia, una declaración sobre “eliminar la corrupción” es popular, pero demagógica e irreal. Mientras que una declaración sobre “reducir la corrupción a sus justas proporciones” es impopular, pero realista.
En su ensayo El diablo propone un brindis, C. S. Lewis advertía sobre los peligros de idealizar la democracia y utilizarla como “un conjuro… por su poder de venta exclusivamente”, algunos de los cuales vemos concretándose alrededor de nosotros hoy, entre los cuales uno de ellos es fomentar una mediocridad social dócilmente tolerada y hasta fomentada por sus propias víctimas. La temida masificación en la que: “La conformidad con el entorno social, meramente mecánica e instintiva en principio… se torna un credo no reconocido o un ideal de solidaridad, de ser como los demás”, en el que la sociedad se nivela por lo bajo y la envidia y el odio de clases se institucionaliza. Para lograrlo, C. S. Lewis pone en boca del demonio que propone el brindis con todos sus secuaces infernales, la siguiente declaración: “La palabra con que deben tenerlos agarrados por las narices es ‘democracia’…”, aprovechando para ello la ambigüedad que hoy la rodea gracias al “buen trabajo realizado ya por nuestros expertos filólogos en la corrupción del lenguaje humano…” que nos impide, entonces: “dar a esta palabra un significado claro y definible”, concluyendo con la siguiente afirmación triunfalista: “¿No es hermoso observar como la ‘democracia’… está haciendo ahora para nosotros el mismo trabajo ꟷy con los mismos métodosꟷ realizado en otro tiempo por las dictaduras más antiguas?… ahora la «democracia» puede hacer el mismo trabajo, sin otra tiranía que la suya propia”.
Lo cierto es que en la Biblia la democracia nunca se presenta como el gobierno ideal, y si la civilización cristiana occidental lo ha terminado promoviendo como uno de los principales valores de la sociedad moderna, es un tácito reconocimiento a la condición caída del género humano en línea con la frase ya citada de Niebuhr y al peligro de la concentración excesiva de poder en una sola persona, sin contrapesos ni mecanismos de control. Alternativa necesaria o “plan B”, ante la incapacidad del género humano de implementar el “plan A” que es la teocracia, o el gobierno de Dios, propuesto en la Biblia, pero rechazado de manera abierta o velada por el género humano, ya sea por falta de voluntad o por física impotencia, de modo que ni siquiera en la iglesia la teocracia carece de problemas y de catastróficas salidas en falso. Sea como fuere, el sistema de gobierno ideal promovido en la Biblia es la teocracia, por lo pronto imperfecta, de quienes rinden a Dios su conciencia, pero que será perfecta el día en que el Señor Jesucristo regrese a instaurar en Sí mismo la monarquía absolutamente justa y eficiente, reconocida con alegría, paz y claridad diáfana por todos sus súbditos en el fuero más íntimo de sus conciencias.
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